Pasado un tiempo, el hombrecillo me dijo que necesitaba experiencias.
– ¿Qué clase de experiencias? -pregunté.
– Sexo -dijo él.
Ya he dicho que no mantenía relaciones de ese tipo con mi mujer, con ninguna mujer en realidad. El sexo no formaba parte de mi vida. Me había ido alejando de él, o él de mí, de manera insensible y no lo echaba de menos. Para justificar su solicitud, el hombrecillo añadió que él ya me había dado de su sexo.
– ¿Entonces la experiencia con la reina de los hombrecillos fue real? -pregunté (hasta entonces no me había atrevido a hablar de ello en parte por pudor, en parte por miedo a confirmar que sólo hubiera sido un sueño).
– ¿Qué quieres decir? -preguntó él a su vez.
– Pensé que puesto que yo estaba dormido quizá lo había soñado.
– De soñado, nada -apuntó el hombrecillo un poco molesto-. Fue todo tal como lo viste, tal como lo sentiste, así que me lo debes. Si tú me das de tu sexo, yo volveré a darte del mío.
En ese instante sentí que éramos dos seres, extrañamente comunicados, sí, pero dos, no uno, al contrario que en los primeros días de su aparición. La grieta entre ambos se ensanchaba como la de una pared sin cimientos. Pero si la experiencia con la mujercilla no había sido un sueño, necesitaba repetirla.
Durante los siguientes días busqué el modo de acercarme a mi mujer, que, lejos de recoger mis insinuaciones sexuales, sugirió que deberíamos dormir, por comodidad e higiene, en camas separadas.
Un día, leyendo el periódico, tropecé sin querer con las páginas de contactos, en las que nunca hasta entonces me había detenido. «Domicilio y hotel», concluían muchos de los anuncios. No me pareció bien hacerlo en casa, de modo que reservé habitación en un hotel céntrico y caro al que acudí después de comer y desde el que telefoneé, para solicitar un servicio, al número que había seleccionado previamente. Me atendió una mujer que, pretendiendo hacer las cosas fáciles, las hizo en realidad más complicadas, pues me contrariaron las confianzas que se tomó, entre las que se incluía un tuteo para el que no solicitó mi permiso. Tampoco me gustó que preguntara qué tipo de chica prefería, como si habláramos de un producto mercantil y no de un ser humano. Pero el hombrecillo, que se encontraba junto a mí, me empujó, muy excitado, a pedir una chica joven y rubia, con el pelo corto, no sé por qué. Cuando colgué el teléfono, estaba sudando de un modo exagerado, por lo que corrí al baño y me refresqué por miedo a oler mal cuando llegara la prostituta. El contraste entre mi agobio y el placer del hombrecillo era otro indicador, uno más, de la herida sin sutura abierta entre nosotros.
Mientras esperábamos a la chica, paseé nerviosamente de un lado a otro de la habitación, deteniéndome en dos o tres ocasiones frente a la ventana. El día estaba gris y grises eran también las personas que allá abajo, en la calle, se desplazaban de un lado a otro, movidas quizá por impulsos o intereses que no controlaban, como me ocurría a mí en aquellos instantes. Tal vez muchas de ellas, más de las que yo era capaz de imaginar, tenían en su existencia un hombrecillo para que el que llevaban a cabo actos cuya conveniencia reprobaban.
En medio de aquel ir y venir, reparé en el mueble bar, que abrí para tomar una botella de agua, pues se me había secado (de miedo, sin duda) la garganta, pero el hombrecillo me animó a que descorchara una botella de champán.
– Nunca bebo -le dije telepáticamente.
– No es para ti, es para mí -respondió él.
Tras dudar unos instantes, abrí la botella, de la que me serví dos dedos en una copa alta. Mi garganta agradeció la entrada del espumoso, cuyos efectos noté enseguida también en la cabeza. No es que me pusiera eufórico, pero el sentimiento de culpa se redujo. El hombrecillo, por su parte, se mostraba radiante, feliz, poseído como estaba por una excitación envidiable. Tomé otro trago y recordé la experiencia con la reina de los hombrecillos.
– ¿Cuándo volveremos a ver a la reina? -pregunté.
– Ahora estamos en esto -dijo él-, ponte un poco más de champán.
Intenté concentrarme en lo que el hombrecillo sentía, y noté cómo las burbujas atravesaban su garganta y explotaban a lo largo de su tubo digestivo para llegar al estómago convertidas en fragmentos de felicidad líquida. Al mismo tiempo, su imaginación anticipaba las cosas que haríamos con la chica (no todas correctas desde mi punto de vista), provocando tanto en él como en mí una erección que intenté combatir desviando mi atención hacia otros asuntos. Entonces ocurrió algo realmente sucio y es que el hombrecillo, que se encontraba dentro de un cenicero colocado sobre la mesa de la habitación, comenzó a masturbarse (a masturbarme por tanto) y en cuestión de minutos (pocos) eyaculamos con furia sin que me hubiera dado tiempo siquiera a bajarme los pantalones.
Apurado, corrí al baño para limpiarme y no sabiendo muy bien qué hacer, pues había empapado los calzoncillos y humedecido los pantalones, decidí desnudarme del todo y ponerme una bata de baño que encontré allí, sobre un taburete, a disposición de los clientes. Para dar la impresión de que acababa de salir de la ducha, me mojé el pelo y salpiqué la superficie de la bañera. El hombrecillo, que continuaba en el cenicero, jadeaba entre tanto de placer. Él no necesitaba cambiarse ni limpiarse, pues su ropa, como ya ha quedado anotado, era orgánica, formaba parte de su cuerpo, de modo que absorbió misteriosamente los jugos de la eyaculación.
Le previne que cuando llegara la chica no tendríamos ganas de nada, pues yo ya me sentía colmado, exhausto, y lo único que me apetecía era volver a casa cuanto antes.
– Ya verás cómo sí, ya verás cómo sí -dijo él al tiempo que me pedía que bebiera un poco más de champán.
Enano de mierda, volví a pensar para mis adentros, sin saber si me escuchaba o no, pues a veces desconectábamos, acentuándose la impresión de que éramos dos. En esto, sonaron unos golpes en la puerta.