Pese a que continué dejando, a modo de cebo, mendrugos de pan en los bolsillos de mi ropa y por los rincones de mi cuarto de trabajo, estuve varios días sin ver hombrecillos. Comprendí entonces que su presencia dependía también de mi estado de ánimo. De hecho, al evocar otras apariciones, advertí que solían manifestarse cuando sucedía algo raro por la mañana, en el momento de despertar: la sensación, por ejemplo, de que mis músculos eran prestados, no porque funcionaran mal, sino porque yo era consciente de su funcionamiento, como cuando tienes agujetas o gripe. De todos modos, seguí tentándolos con pan duro por todas partes, a la espera de las agujetas o la gripe.
Pasó el tiempo y un día, al despertar, me noté raro. Recuerdo que me incorporé somnoliento y que permanecí sentado en el borde de la cama durante algunos minutos, haciéndome cargo de aquella extrañeza familiar (valga la paradoja) que siempre era bienvenida, pues resultaba enormemente creativa. Mi mujer, aún dormida, roncaba con delicadeza detrás de mí. Me pareció que había en su resuello una especie de voluntad musical, de armonía. Luego me levanté, me puse la bata, pasé un momento por el baño y regresé al dormitorio para despertarla con suavidad.
– Voy a preparar el desayuno -dije.
– Me levanto enseguida -respondió ella.
Me dirigí a la cocina, llené de agua el depósito de la cafetera tras asegurarme de que no había ningún hombrecillo en su interior, coloqué el café en su receptáculo y la encendí. Luego pelé dos plátanos, que partí en rodajas y que coloqué en un plato, junto a dos rebanadas de melón también troceadas. Aunque estaba despierto, tenía la sensación de moverme en un espacio onírico, pues la realidad, al menos la realidad periférica, gozaba de la elasticidad característica de los sueños. Como teníamos la tostadora averiada, puse dos rebanadas de pan sobre la sartén, con unas gotas de aceite, y esperé pacientemente a que se doraran. Saqué entonces del armario la lecitina de soja, el polen y un tónico mental que nos habían recomendado en el herbolario, y lo dispuse todo sobre la mesa.
Enseguida apareció mi mujer duchada, perfumada y vestida. Llevaba una falda negra, de piel, y un jersey de cuello alto, morado y fino, que acentuaba su delgadez. Ella ignoraba que yo aguardaba con cierta ansiedad esta aparición suya cada mañana. Y aunque sabía que se arreglaba para los otros más que para mí, no dejaba de asombrarme aquella voluntad de gustar que la mayoría de la gente perdía con los años y que en ella, sin embargo, permanecía intacta.
Mientras desayunábamos, me dijo que se quedaría a comer con unos compañeros para hablar de las elecciones, pues estaba formando un equipo con el que había decidido presentarse como candidata a rectora de la Universidad. Le dije que no se preocupara, pues yo tenía mucho trabajo ese día y sólo tomaría para comer una ensalada.
– Prepararé algo más sólido para la cena -añadí.
Recuerdo que en ese instante el patio interior al que da la cocina se iluminó brevemente por un rayo cuyo trueno sonó enseguida, como si la tormenta estuviera encima de la casa.
– Ayer anunciaron lluvia -señalé yo.
– Qué fastidio -añadió ella, como si dudara de haberse puesto la ropa adecuada.
– Cuando seas rectora -bromeé-, tendrás un coche oficial que te recogerá a la puerta de casa y te llevará hasta la puerta del despacho.
Ella hizo un gesto de pudor, como si mi comentario la ofendiera, aunque en el fondo la halagó. Luego la acompañé a la puerta, como todos los días, y le di un beso deseándole una buena jornada. Enseguida regresé a la cocina y en vez de meter los platos sucios y las tazas en el lavavajillas, como hacía habitualmente, decidí lavarlos a mano, pues fregar cacharros me relaja y me ayuda a pensar. Hacía todo sin agobios, sin prisas, a cámara lenta, como los días de gripe, de tensión baja, o de agujetas. Me gustaba sentir el chorro de agua caliente sobre las manos y observar las formas que dibujaba la espuma del jabón líquido sobre la superficie de los platos. Oí otro trueno, cuyo rayo no había percibido, y me pareció reconfortante la idea de que hubiera una realidad exterior que afectaba muy poco a mis hábitos. Algunos días, a esa hora, escuchaba la radio mientras recogía la cocina y la información sobre el tráfico me parecía un parte de guerra, de una guerra que no me concernía.
El primer hombrecillo apareció dentro de la taza que acababa de emplear mi mujer. Su delgadez le proporcionaba la agilidad de un reptil bípedo (si los hubiera, que creo que sí). Se estaba comiendo los restos del desayuno de mi esposa. Lo observé hasta que se dio cuenta de mi presencia, pero no hizo nada por huir. Parecía dar por supuesto que entre él y yo había alguna clase de complicidad, algún tipo de acuerdo. Me llamó la atención que no se manchara el traje, pese a chapotear en los restos del café como un niño en el barro.
– ¿Por qué no te manchas? -pregunté.
Me miró un instante y siguió a lo suyo, por lo que dejé la taza a un lado, no iba a fregarla con él dentro. El segundo hombrecillo salió del interior de una licuadora en desuso. Sin preocuparle tampoco mi presencia, empezó a dar cuenta de un trozo de tostada abandonado sobre la encimera. Al poco la cocina estaba llena de hombrecillos cuyo desinterés por mí resultaba sorprendente. Me habría quedado a observarlos, pero se trataba de un día de la semana en el que tenía que enviar dos artículos, de modo que tomé la bayeta y la pasé por la encimera con cuidado de no dañar a ninguno. Ellos siguieron a lo suyo, como si yo no estuviera delante, o como si fuera su cómplice, quizá su protector. Mi primer artículo versó sobre la influencia de la subida de salarios en la inflación y el segundo sobre el mercado de futuros en tiempos de crisis energética. Tras enviarlos, dormité un poco sobre la mesa de trabajo. Luego me preparé un sándwich vegetal.