Al poco de haberme embutido entre las sábanas, y como el sueño no acudiera en mi ayuda, apareció la desolación, el desconsuelo, la tristeza, quizá la realidad. Dios mío, habíamos matado a un hombre, a un hombre pequeño, sí, a un hombrecillo, pero dotado de los mismos órganos que yo, quizá de semejantes sentimientos. Y ello me había procurado un placer insano, una excitación morbosa, una delectación que ahora me repugnaba. Busqué alivio en la idea de que la víctima pertenecía a una especie que tenía algo de ovípara y con la que quizá en su estado embrionario podría haberme hecho ingenuamente una tortilla, pero eso -debido a la rigidez de mi constitución moral o al tamaño que adquieren los problemas por la noche- tampoco me calmó.
Por si fuera poco, al sentimiento de culpa se sumó enseguida el pánico a ser detenido por la policía de los hombrecillos, caso de existir. En aquel preciso instante uno de los dos (quizá los dos) había entrado en una zona de sombra y carecíamos de cobertura, de modo que ni yo sabía nada del hombrecillo ni el hombrecillo, cabía suponer, nada de mí, pero la comunicación podía restablecerse en cualquier momento, de manera gratuita. Si lo detuvieran, ¿de qué modo me afectaría, ya que soy un poco claustrofóbico, su falta de libertad? Y si en el mundo de los hombrecillos existiera la pena capital, ¿moriría en mi versión de hombre al ser ejecutado en la de hombrecillo?
Pasé el resto de la noche dando vueltas sobre mi estrecha cama, torturado por estas ideas, mientras mi mujer reposaba sosegadamente en la de al lado. Deseé que el hombrecillo no volviera a aparecer jamás. Imaginé que transcurrían dos, tres, cuatro, cinco años, y que la comunicación entre ambos continuaba interrumpida. Fantaseé con que recordaba lo sucedido como una pesadilla de la que había sido víctima en un tiempo remoto, pero que no constituía ya una amenaza para mi vida.
Pero el hombrecillo volvió casi antes de que terminara de formular este deseo. De súbito, en una de las ocasiones en las que cerré los ojos en mi cuerpo de hombre, los abrí en mi cuerpo de hombrecillo, y me vi corriendo con desesperación por aquellas calles estrechas (que ahora me recordaron las de Praga), perseguido por varios hombrecillos cuya carrera provocaba un zumbido semejante al del revoloteo de los insectos. Y aunque me faltaba la respiración y mis pulmones parecían a punto de reventar, corrí y corrí en medio de la noche hasta encontrar refugio en un portal abierto en el que me colé cerrando la puerta tras de mí. Todavía sufro al recordarlo, todavía jadeo. Jamás los pulsos de mis sienes estuvieron tan activos. Nunca antes me había dolido el cerebro por falta de oxígeno.
Agazapado en la oscuridad, escuché pasar de largo a nuestros perseguidores, que emitían por medio de sus ultrasonidos característicos expresiones de desconcierto. Pero no me parecieron policías, no en el sentido que damos a esta palabra en el mundo de los hombres grandes, sino un grupo de insectos de un enjambre distinto a aquel al que pertenecíamos el hombrecillo y yo, por el que tal vez se habían sentido amenazados. En otras palabras, no buscaban justicia, ni siquiera venganza, pues parecían ajenos a conceptos que implicaran una condición política o moral, sino que se defendían de un intruso al modo en que las avispas protegen su panal de los ataques de un enjambre extranjero. Quizá, pensé, en nuestro deambular por las calles nos habíamos introducido en un territorio ajeno.
En todo caso, la identificación que venía sintiendo con el mundo de los insectos desde la pelea a muerte con el otro hombrecillo provocaba curiosas sensaciones físicas en mi cuerpo de hombre grande. Así, al revolverme entre las sábanas en busca de una postura física que calmara mi inquietud, pensaba en mis brazos como «apéndices», tal como los libros de ciencias naturales se refieren a determinadas extremidades propias del mundo animal. No era todo: de vez en cuando, y por culpa sin duda del alcohol y la nicotina, me llegaba desde el vientre hasta la boca un jugo ácido que por alguna razón imaginaba que era propio del aparato digestivo de algunos escarabajos. La sugestión alcanzó tal grado que hube de salir de la cama para comprobar que continuaba siendo un hombre. Y lo era, era un hombre en toda mi extensión. Y en la cama de al lado dormía una mujer que era mujer de arriba abajo. Ninguno de los dos teníamos artejos o apéndices, sino brazos y piernas y dedos y falanges… Y sin embargo, la sensación de que participábamos de un modo u otro de ese territorio del mundo animal no me abandonaba.
Salí con cuidado del dormitorio, fui al cuarto de baño y, tras contemplar mi cuerpo en el espejo, me senté sobre la taza del retrete e intenté poner orden en mis emociones. No resultaba fácil, pues mientras permanecía en aquel extraño lugar (nunca un cuarto de baño me había parecido una construcción tan rara), en mi versión de hombrecillo bajaba ahora al sótano del edificio en el que me había ocultado, donde descubría una especie de cuarto de calderas y, en una de sus paredes, una enorme grieta que resultaba un escondite perfecto. El hombrecillo y yo decidimos ocultarnos en aquella grieta hasta que pasara el peligro, pero lo hicimos como sin opinión, sin llevar a cabo un juicio estimativo, por mero instinto, al modo en que una lagartija busca el refugio de una rendija al detectar un peligro. Pensé que sin perder mi forma de hombre en ninguna de mis dos versiones, estaba realizando un viaje sorprendente al mundo animal.
Una vez más calmado y más seguro (más calmados y más seguros, debería decir), regresé a la cama en mi versión de hombre grande con la idea de descansar un poco, incluso de dormir si fuera posible, pues apenas faltaban un par de horas para que sonara el despertador.