30

Al día siguiente, si aquello era el día siguiente, me desperté con fiebre e intuí que algo iba a suceder. Tras arrastrarme hasta el cuarto de baño, donde mis intestinos se vaciaron con violencia, regresé a la cama, di un par de vueltas entre las sábanas sucias y me dormí. Pasado un tiempo indeterminado, desperté de nuevo, aunque, víctima de uno de esos estados de catatonia atenuada que sufro de vez en cuando, no fui capaz de mover un solo músculo. Entonces, sentí que alguien caminaba por encima de mi pecho y supe que los hombrecillos habían regresado.

– ¿Qué hacéis? -pregunté telepáticamente.

No recibí una respuesta inmediata, porque parecían, por su modo de actuar, muy atareados. Al poco, sin embargo, uno de ellos trepó hasta mi rostro, me levantó uno de los párpados y me informó de que habían despiezado a mi doble, restituyendo cada una de sus partes al órgano de mi cuerpo del que en su día la habían extraído.

– Ahora -añadió- conviene que duermas un par de horas. Cuando despiertes, te sentirás bien y con ánimos para seguir con tu vida.

– ¿Por qué hacéis estas cosas? -pregunté.

– No vamos a estar ociosos todo el día -dijo él.

Me dormí y cuando desperté era mediodía. Enseguida noté un optimismo corporal que no sentía desde la juventud. Me habría ido de excursión a la montaña en ese instante. Al mirarme en el espejo, noté los ojos un poco irritados, pero me pareció también que poseían una visión más aguda. Y no tenía ninguna dificultad para la pronunciación de la erre. En cuanto al rectángulo rosado que me había quedado en el muslo de la anterior operación, estaba cubierto ahora por una piel curtida y se advertían alrededor las señales de la costura.

Intenté comunicarme telepáticamente con el hombrecillo, para cerciorarme de su desaparición, y no recibí, en efecto, señal alguna. Ahora formaba parte de mí. Éramos un estado con un solo territorio. Todavía perplejo, fui a la cocina y tomé un zumo de naranja. Luego abrí las ventanas para que se ventilara la casa, que limpié minuciosamente de arriba abajo. Me desprendí por supuesto de los paquetes de tabaco sin fumar y guardé las botellas de vino sin abrir en un lugar de difícil acceso, de donde decidí que sólo rescataría alguna en celebraciones especiales.

A los dos días, cuando mi mujer volvió del Congreso Internacional de Rectores, dijo que me encontraba muy cambiado.

– En el buen sentido -añadió-, como si te hubieras quitado unos años de encima.

Le dije que durante aquellos días había pensado reunir en un volumen los artículos que venía publicando en la prensa y le pareció bien. Ella, por su parte, venía eufórica del encuentro con sus colegas. Tenía la cabeza llena de proyectos académicos y más que académicos. Confidencialmente, me confesó que se avecinaba una crisis de gobierno y que su nombre sonaba para una Secretaría de Estado del ministerio de Educación.

– ¿Y por qué no para ministra? -pregunté yo.

Ella se ruborizó de placer al tiempo que hacía un gesto de modestia con la mano.

Por la noche, mientras yo me desvestía, dijo desde el baño que había pensado en poner otra vez una cama de matrimonio.

– De las grandes -añadió-, para que podamos ir y venir.

– Te echaba de menos -dije yo.

Esa madrugada me desperté, fui a la cocina, me preparé un té y busqué a los hombrecillos, pero no había rastro de ellos. Al meterme las manos en los bolsillos de la bata, tropecé con unos mendrugos de pan que arrojé a la basura y regresé al dormitorio, donde me dormí enseguida.

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