A fin de extremar las precauciones, nos apeamos del autobús en un punto indeterminado y tomamos aún otros dos hasta llegar a un lugar periférico que me resultaba tan extraño como Marte. La circulación de vehículos era deficiente, lo mismo que el tráfico de personas. Sólo por afán de ensayar, seguí durante diez minutos a una mujer desvencijada que empujaba una silla de ruedas desarticulada y llena de cartones. Durante ese tiempo, podría haberla atacado sin ser observado por nadie y huir por cualquiera de los callejones que me salían al paso.
No era necesario que dijera nada al hombrecillo, ya que al ver él a través de mis ojos cuanto sucedía fuera del bolsillo, comprendía también mis lucubraciones mentales. El silencio telepático entre nosotros constituía un añadido de tensión, una pieza más en aquel puzzle cuyos materiales, todos, estaban recorridos por una emoción agotadora.
En algún momento, mientras mi mano derecha, dentro del bolsillo, acariciaba el arma, me pregunté si no habría sido mejor salir de caza en plena noche, como habíamos hecho en la dimensión de los hombrecillos. Pero aquella batalla conmigo mismo y con el mundo exterior a plena luz del día poseía un carácter épico del que había carecido la primera.
Entonces salió de un portal agrietado un anciano cojo al que me bastó seguir durante unos metros para decidir que sería mi víctima. Y en el momento mismo de decidirlo sentí que yo allí era real, al contrario de cuando escribía mis artículos de economía. Lo malo fue que al mismo tiempo pensé que la economía sí servía para explicar la realidad, pues aquel viejo iba a morir por pobre. Por cojo también, pero sobre todo por pobre. Me pregunté entonces por qué mis pasos no me habían dirigido a un barrio rico (qué importaba saldar aquella deuda criminal con un rico o con un pobre) y no tuve más remedio que darme una respuesta de carácter económico. En estos pensamientos estaba, sin dejar de seguir al cojo pobre, cuando el hombrecillo, que sin duda había percibido algún titubeo, me preguntó telepáticamente qué ocurría.
– Ha sucedido algo -dije- que no estaba en el programa.
– ¿Qué es lo que no estaba en el programa?
– Que tú y yo fuéramos dos.
– ¿Y quién dice que seamos dos? Otra cosa es que no te reconozcas.
El cojo pobre, y yo detrás de él, llegamos al borde de aquel conjunto de casas maltrechas, que limitaba con un descampado sobre el que caía a plomo el sol del mediodía. El hombre se detuvo apoyándose en el bastón y miró hacia el descampado, como si calculara las posibilidades de sobrevivir al atravesarlo. Pasara lo que pasara por su cabeza, lo cierto es que tras unos instantes de duda se dirigió hacia él y comenzó a caminar entre escombros y malas hierbas en dirección a ningún sitio.
No habíamos recorrido más de cien metros cuando se detuvo junto a las ruinas de una caseta de cuyo aspecto cabía deducir que había albergado en su día un transformador de la luz. Allí tomó asiento en una piedra grande, adosada a una de las paredes de la construcción, y encendió un cigarrillo. El hombrecillo y yo continuamos caminando con aire de despiste por el descampado, como si investigáramos algo por cuenta del ayuntamiento. El lugar era perfecto para acabar con él, pues además de no haber nadie por los alrededores, la posibilidad de que apareciera una persona parecía muy remota. Dado, por otra parte, que entre aquel hombre y yo (incluso entre aquel barrio y yo) no existía ningún vínculo, las posibilidades de ser descubierto parecían también nulas.
Entonces supe que lo iba a matar, que iba a matar, lo que produjo en todo mi cuerpo (y en el del hombrecillo) unas alteraciones sorprendentes. Me dolía la garganta, mi estómago había devenido en un puño apretado, mi corazón se golpeaba contra las costillas como la cabeza de un loco contra las paredes de su celda. La ansiedad, por otra parte, me hacía consumir cantidades industriales de oxígeno que tomaba a pequeños pero continuados sorbos por la boca, convertida, debido a la rigidez adquirida por los labios, en una auténtica ranura. Como las piernas no me obedecieran del todo, decidí caminar un poco en dirección al fondo del descampado, rebasando la caseta en ruinas, a una distancia tal que no infundiera sospechas al cojo pobre, que había empezado a observarme con curiosidad. El descampado terminaba en un terraplén a cuyos pies pasaba una autopista por la que los automóviles circulaban a gran velocidad. Mientras contemplaba el tráfico, introduje la mano en el bolsillo y liberé la hoja del cuchillo del papel de periódico con que la había protegido. Luego volví sobre mis pasos encaminándome directamente al lugar donde el hombre fumaba con parsimonia. Una vez frente a él, saqué un cigarrillo y le pedí fuego.
– ¿También usted se esconde para fumar? -preguntó pasándome un mechero de plástico.
– Qué va -dije-, estaba dando una vuelta por aquí y al verle fumar a usted se me abrieron las ganas.
Encendí el cigarrillo, le devolví el mechero y permanecí de pie, en actitud casual. Podía acabar con él en cualquier momento, daba igual unos segundos antes que después. En esto, escuché el zumbido de una abeja que se detuvo sobre un cardo e intenté establecer comunicación telepática con ella sin lograrlo.
– ¿A qué esperas? -preguntó el hombrecillo.
– No lo sé -dije-, pero no me distraigas.
Sí lo sabía. Esperaba a percibirme como un insecto y a percibir al cojo pobre como otro. De ese modo, mi acción quedaría camuflada dentro de las acciones que la naturaleza produce a millones cada día en cada rincón del universo. Pero transcurrían los segundos y el pobre cojo continuaba siendo un hombre en toda su extensión, lo mismo que yo. Éramos dos hombres, no dos bichos con artejos o apéndices. Si yo sacara el cuchillo, lo haría con una mano dotada de dedos, no con unas extremidades provistas de tenazas. Entonces comprendí que no era ése el día del crimen y en el momento mismo de entenderlo regresó la saliva a la boca (y a la del hombrecillo), se lubricaron nuestras gargantas, se aflojaron nuestros estómagos, se aplacaron nuestros corazones y recuperaron los pulsos de las sienes su ritmo habitual.
– Hasta luego -dije al cojo pobre.
– Adiós, hombre -dijo él.
El hombrecillo, que estaba tan encantado con las sensaciones corporales que le había provocado la salida del miedo de nuestro cuerpo como su entrada en él, no me reprochó que no hubiera matado.
– Ya lo haremos otro día -dijo- y se nos volverá a secar la garganta y a encoger el estómago y a acelerar el corazón. Qué bien.
Todas las sensaciones le gustaban.