Tras comprobar que el hombrecillo continuaba fuera de combate, abrí la cama y revolví las sábanas con la idea de aparentar que la habíamos ocupado. El problema fue que una vez abierta no resistí la tentación de dejarme caer. Estaba aturdido por la bebida, que no formaba parte de mis hábitos, y por el tabaco, cuyo consumo había abandonado diez o quince años antes. Aquella súbita combinación de alcohol, sexo, nicotina y remordimientos me había dejado mal cuerpo y mala conciencia.
Agotado, cerré los ojos, me dormí y soñé que llegaba a un hotel donde la recepcionista, que era la prostituta a la que acababa de despedir, me asignaba la habitación 607, que era aquella en la que me encontraba en la vida real, en la vida en la que soñaba este sueño. Con la llave en la mano entraba en el ascensor, subía al sexto piso y me internaba por sus pasillos en busca de la 607. Pero no conseguía dar con ella. Con incredulidad creciente, cada vez que llegaba al punto de partida, volvía a efectuar el recorrido con idénticos resultados. En esto, tropezaba con una camarera que me decía que la 607 estaba allí mismo, donde el pasillo giraba a la derecha. Pero tampoco estaba allí y, cuando iba a quejarme, la camarera había desaparecido. Entre tanto, en estas idas y venidas me había cruzado ya con varios clientes del hotel que me observaban con desconfianza, por lo que pensé que mi actitud podía estar empezando a resultar sospechosa. Decidía entonces bajar a recepción, donde la chica que me había atendido, tras escuchar mis explicaciones, decía:
– Eso no puede ser, nene, todas las habitaciones existen.
Aunque me molestó que me llamara nene, hice como que no lo había oído e insistí en mis protestas. Entonces la chica tomó el teléfono, habló con alguien y tras colgar me pidió que volviera al sexto piso, donde me esperaba un empleado del hotel que me acompañaría hasta la puerta de la habitación. Regresé al ascensor y subí al sexto piso, donde no me esperaba nadie. Por miedo a hacer el ridículo, volví a buscar la habitación por mi cuenta con resultados idénticos a los anteriores. Desalentado, me senté en una butaca que encontré en una especie de hall y pensé que aquello sólo podía ser un sueño o una broma de cámara oculta. La segunda posibilidad, dado que había acudido a aquel hotel con la intención de citarme con una prostituta, me pareció terrorífica, por lo que bajé de nuevo a recepción y abandoné el hotel discretamente.
Al tiempo de abandonar el hotel en el sueño, me desperté en la vida real, es decir, en la habitación 607 de un hotel donde había tenido tratos con una prostituta. Me incorporé con desasosiego y náuseas, viendo aún cómo mi encarnación onírica se separaba de la real quizá para no encontrarse nunca con ella. ¿No habría sido más reparador que el yo soñado hubiera encontrado la habitación 607 y hubiera entrado en ella para luego introducirse en mi cuerpo y así despertar juntos?
Fui al cuarto de baño y combatí las náuseas bebiendo agua del grifo. Luego, para despejarme, me lavé la cara y finalmente apliqué el secador a la humedad provocada en los calzoncillos por la eyaculación que habíamos tenido el hombrecillo y yo antes de la llegada de Vanessa (con dos eses, qué ridículo). Todos los movimientos a los que aquella aventura me obligaba resultaban así de sórdidos. Pensé que el sexo, aun practicado en las mejores condiciones, conduce al desconsuelo, al desamparo. El sexo era un asunto triste.
Una vez vestido, y como el hombrecillo continuara desmayado o dormido detrás del televisor, lo tomé entre mis manos y pensé que en ese momento podría acabar con él. ¿Cómo? Aplastándolo, pisándolo como a una cucaracha, arrojándolo al retrete… Pero no sabía en qué medida, al morir él, moriría yo también. Ya he dicho que a veces éramos uno y a veces dos. A veces estábamos conectados y a veces desconectados, como cuando tienes, a través del móvil, una de esas conversaciones discontinuas provocadas por una cobertura deficiente. Ahora parecíamos desconectados, pues yo no compartía su sueño ni sus sensaciones corporales. Pero ¿y si en el momento de arrojarlo al retrete y tirar de la cadena volviera la cobertura y me ahogara yo también?
No podía acabar con él, no al menos hasta que fuéramos más independientes el uno del otro. De modo que lo llevé al baño, lo coloqué sobre la toalla del bidé y dejé caer sobre su rostro unas gotas de agua fría. Al poco, empezó a moverse, luego abrió los ojos y preguntó qué había pasado.
– ¿Cómo que qué ha pasado? -dije yo-, ¿es que no te has enterado?
Tras observarme con desconfianza, confesó que había disfrutado mucho con la chica rubia del pelo corto, pero que no estaba seguro de que no hubiera sido un sueño.
– De sueño nada -mentí-, yo también me he quedado para el arrastre.
El hombrecillo insistió en preguntar si le había hecho esto o lo otro a la mujer, tal como había visto en sus sueños, y yo le aseguraba que sí, que habíamos llevado a cabo todas las perversiones que atravesaron su cabeza diminuta, incluida la del culo (estaba obsesionado con este orificio orgánico). La cobertura había regresado de manera parcial, pues aunque se había restablecido la comunicación telepática, yo no sentía su aturdimiento. Bastante, por otra parte, tenía con el mío.
Cuando salíamos del hotel (él dentro del bolsillo superior de mi chaqueta), dijo:
– Tienes que beber y fumar.
– Pero si te has puesto a morir -dije yo.
– Eso es lo que tú te crees -respondió-, me he trasladado al paraíso.
Esa noche, a la hora de cenar, abrí una de las botellas de vino que nos regalaba la vecina y tomé media copa.
– ¿Y eso? -preguntó mi mujer con gesto de sorpresa.
– No sé, me ha apetecido -dije yo-. Dicen que es bueno para la circulación.
Lo cierto es que aquella media copa me sentó bien; al menos no me sentó mal. Me fui a la cama más entregado al sueño que otras noches y dormí siete horas seguidas.