Al día siguiente, después de que mi mujer se fuera a la universidad, y tras recoger pausadamente la cocina, anduve buscando un nexo insólito entre algunos mercados de futuro y los huevos de gallina sin fecundar, pero no se me ocurrían más que majaderías que ni siquiera resultaban ingeniosas. El hombrecillo, al advertir mi desaliento, sugirió telepáticamente que bajara a la calle y comprara unos cigarrillos para estimular mi creatividad. Le respondí que el tabaco era malo para la salud.
– Será malo para tu salud -dijo él-, porque a mí me sienta estupendamente.
Volví a mis notas, pero ya no me podía quitar de la cabeza la idea del cigarrillo. La memoria olfativa me había devuelto el dulce olor del tabaco rubio, lo que impedía que me concentrara en nada, excepto en la tentación de fumar. Al mismo tiempo, el peligro de volver al tabaco me espantó. Como he señalado en otra parte, llevaba sin probar un cigarrillo diez o quince años, pero habían bastado los dos que había encendido con la prostituta para que mi sangre, adicta a la nicotina, recuperara una necesidad dormida.
Imaginé por un momento que volvía a fumar y me pregunté cómo se lo explicaría a mi mujer, que me había conocido abstemio y que detestaba a los fumadores. Nadie, nunca, que yo recordara, se había llevado a la boca un cigarrillo en nuestra casa. Su rechazo al tabaco era tal que podía localizar a un fumador a veinte o treinta metros. En cuanto a mí, conocía por experiencia el modo en que el olor a humo frío acababa impregnando el contexto del fumador: sus ropas, su aliento, sus manos, incluso las cortinas de la habitación y la tapicería de las butacas. Yo mismo había pasado, tras superar la adicción, por esa etapa de rechazo excesivo que convierte al ex fumador en un arrepentido insoportable. ¿Cómo, con el esfuerzo que me había costado en su día abandonarlo, iba a retomar ahora ese hábito? Comprendí entonces que me costaría más justificarlo ante mí mismo que ante mi mujer.
Aun así, me imaginé fumando de nuevo de forma clandestina (¿cómo, si no?). Tendría que hacerlo con un cuidado enorme. Desde luego, no podría encender ningún cigarrillo en el interior de la casa. Fumaría en la terraza o asomado siempre a una ventana. Y no expondría la ropa al humo, pues los tejidos absorben con facilidad ese tipo de olores, instalándose en su trama de un modo permanente. Debería vigilar también lo relacionado con el aliento, lo que implicaría tener siempre a mano caramelos de eucalipto o chicles para la halitosis. Por supuesto, sería preciso encontrar también un escondite seguro en el que guardar el tabaco y el mechero. Parecía evidente que no valía la pena volver a fumar a ese precio en el que no he incluido los problemas relacionados con la salud, pues abandoné el tabaco en parte porque tenía ya un catarro crónico que devino más de una vez en neumonía. Fue dejarlo y mejorar de manera sensible. Llevaba años sin constiparme.
Mientras hacía estas consideraciones, había ido mecánicamente de un lado a otro de la casa, intentando calmar así el desasosiego de que era víctima. En una de esas idas y venidas había pasado por la cocina para prepararme un café y al primer sorbo eché de menos, como en otra época, el complemento del cigarrillo. Dividido entre la conveniencia de no fumar y el deseo de hacerlo, una tercera instancia de mí comenzó a tachar de exagerado el pánico al tabaco. Podía encender un cigarrillo y dar dos o tres caladas, pongamos que cinco, para comprobar que no era la ausencia de nicotina lo que había provocado en mí aquella intranquilidad. En el peor de los casos, si llegara a recaer, fumaría dos o tres cigarrillos al día, cantidad que el organismo era capaz de metabolizar sin problemas, lo decía todo el mundo. El hombrecillo, que seguía apasionadamente aquella discusión conmigo mismo, se puso al lado de la parte más permisiva, reforzando sus argumentos.
– No puede ser tan grave -decía.
– ¿Y tú qué sabes? -le espetaba yo.
– Veo fumar a mucha gente sin organizar el drama que estás armando tú. Los vecinos, sin ir más lejos, se pasan la vida liando cigarrillos.
– Vete tú a saber lo que fuman -respondí.
Más de una vez, encontrándome en la cocina, me habían llegado a través del patio interior los efluvios de la marihuana o del hachís, que conocía bien, pues los había olido a la entrada de la facultad, a veces en sus pasillos.
El caso es que en una de ésas, desposeído completamente de mi voluntad, me quité la bata, me puse sobre el pijama una chaqueta y unos pantalones, me cubrí con la gabardina y me acerqué a un estanco que había en la esquina, y en el que no había entrado jamás, para comprar un mechero y un paquete de Camel, la marca que había fumado en otro tiempo. Volví a casa con una excitación desproporcionada, víctima de un apremio y de una ansiedad tales que tuve que decirle al hombrecillo que se calmara un poco.
– Yo estoy tranquilo -dijo él-, eres tú el que tiene a cien todos los pulsos.
Me senté a la mesa de trabajo, abrí el paquete con lentitud deliberada, como si practicara un rito, y lo acerqué a la nariz para comprobar si el olor real era tan seductor como el del recuerdo. Y lo era. Pero no olía solamente a tabaco. También a sexo, al sexo de otros tiempos. Por mi mente pasaron de súbito texturas de lencería femenina y de salivas ajenas. Tratando de no perder la calma, abrí la ventana, encendí un cigarrillo, aspiré el humo y lo conduje con suavidad hasta los pulmones. El efecto no se hizo esperar en el cerebro, pues sentí un mareo leve, pero amable, como si aquella bocanada me hubiera trasladado a otra dimensión.
– ¡Qué bien! -exclamó el hombrecillo telepáticamente, desde dondequiera que se encontrara.
– Sí, ¡qué bien! -ratifiqué yo cerrando los ojos para dejarme llevar por aquella especie de vahído creativo (de súbito, me había parecido encontrar la solución para el artículo sobre los mercados de futuro y los huevos de gallina sin fecundar).
– ¿Y qué tal un sorbito de vino para acompañar el humo? -preguntó el hombrecillo.
Sin pensarlo, fui a la cocina, tomé la botella abierta la noche anterior y me serví una copa cuyo primer sorbo di en el pasillo, mientras me dirigía a mi cuarto de trabajo. Cuando llegué, en vez de sentarme a la mesa, me tumbé en el diván en el que leía la prensa y di otro sorbo que mezclé con una calada del cigarrillo. Todo mi cuerpo se relajó de un modo espectacular. Entonces, ocurrió.