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A los cuatro o cinco días del desdoblamiento, cuando ya estaba acostumbrado a comportarme como uno siendo dos (la mayoría de la gente se comporta como dos siendo una), mi mujer volvió de su viaje de trabajo. Para entonces el derrame de mis ojos había desaparecido casi por completo y mi tendencia a inclinarme hacia la derecha al andar se había atenuado gracias a las prácticas realizadas yendo de un lado a otro del pasillo. Mientras cenábamos, y para justificar las dificultades de pronunciación de la erre, aduje que me había quemado la punta de la lengua con una infusión demasiado caliente, a lo que mi mujer sugirió de manera mecánica que consultara al médico. Estaba absorta en sus preocupaciones académicas.

Mientras hablábamos, el hombrecillo había llegado a través de las cuerdas de la ropa al piso de enfrente, donde vivía (y vive aún) un matrimonio joven, de trato agradable. Él era representante de intérpretes de música moderna (incluyo en el término «moderna» estilos y registros diferentes, ninguno de los cuales me resulta familiar), y ella trabajaba en una empresa distribuidora de vinos. A veces nos regalaban botellas de vino y discos que almacenábamos sin objeto alguno, pues ni apreciábamos esa música ni probábamos el alcohol salvo en contadas celebraciones.

La pareja estaba copulando en la cocina, sobre la mesa, a la vista del hombrecillo (y a la mía por tanto). La vecina llevaba un conjunto de ropa interior color calabaza que formaba una membrana de aspecto orgánico sobre su cuerpo. Casi una segunda piel. Lo hicieron todo sin que ella se desprendiera de las bragas ni del sujetador ni él de los calzoncillos, que eran de la variedad llamada bóxer (lo sabía porque había estado a punto de comprarme unos idénticos el mes anterior, aunque al final me pareció un rasgo de coquetería impropio de mi edad).

En un momento de paroxismo la mujer echó el brazo hacia atrás, de modo que su mano fue a dar con una cesta de la que tomó a ciegas un huevo de gallina que reventó entre sus dedos. Mientras se entregaba al orgasmo, untó con el contenido del huevo los genitales propios y los de su compañero, que repetía la expresión ¡ay sí, ay sí, ay sí! como una letanía. Aunque habría preferido no asistir a esta escena, la fragilidad del huevo y del proyecto de ave que representaba me recordó la inconsistencia de algunos productos financieros de la época, que se malograban casi antes de nacer.

Mi mujer, como decía, aspiraba a hacer carrera académica. En realidad ya la había hecho, pues detentaba desde joven una cátedra. Pero quería más. Ahora tenía la ambición de acceder a los puestos de poder político y al control de la gestión económica, por lo que se pasaba el día urdiendo complots o asegurando que los padecía. Podía entenderla porque también yo había sido víctima en su día de esa ambición que disfracé, como todo el mundo, de una coartada noble: la de cambiar las cosas para mejorarlas. Y aunque no la animaba, tampoco intentaba disuadirla. Me mantenía neutral, lo que no siempre era de su agrado, pues poseía un temperamento más apasionado que el mío desde el que malinterpretaba a veces mi imparcialidad. Su hija constituía el otro polo de sus preocupaciones (los nietos, sin embargo, no la habían convertido en abuela, no al menos en una abuela clásica). Yo ocupaba en ese esquema de intensidades emocionales un lugar periférico, circunstancial. Era una sombra a la que a veces se dirigía para descargar sus iras o sus alegrías, pocas para compartir la dicha.

Yo había pasado por dos matrimonios (aquél era el tercero) y en todos acababa por ocupar un puesto semejante. Cabía suponer, pues, que se trataba de una elección personal, aunque de carácter indeliberado. Tal vez sin darme cuenta me iba colocando en ese lugar indefinido, suburbial, hasta que desaparecía del mapa. Conscientemente al menos, habría preferido tener otro papel. No un papel muy activo, pues siempre he tendido a la pereza, a la ensoñación, más que al dinamismo, pero sí con la relevancia suficiente como para que algunos de los aspectos de mi vida (no todos, valoro mucho la privacidad) formaran parte también de la comunicación cotidiana. Con ninguna de mis esposas había hablado de los hombrecillos, por ejemplo.

Tampoco tuve hijos en ninguno de mis matrimonios, lo que, observado con perspectiva, había resultado ventajoso. Intentaba imaginarme formando parte de una red familiar (y emocional por tanto) como la de mi mujer, con yerno y nietos, y no acababa de verme. Y aunque al principio, en un momento de debilidad, pensé en el hombrecillo, quizá por su tamaño y porque estaba hecho a mi imagen y semejanza, como en un hijo, luego preferí que fuera una extensión de mí.

En medio de la conversación con mi mujer, sonó el timbre de la puerta y fui a abrir. Era la vecina, la de los vinos, la esposa del representante de cantantes de música moderna. Sabía que era ella antes de abrir, pues había visto, desde mi versión de hombrecillo, cómo, tras la cópula, se vestía y se organizaba la melena mientras bromeaba con su marido (en el caso de que estuvieran casados) acerca de las virtudes del huevo de gallina en la producción del orgasmo (por cierto, que ninguno de los dos se había lavado). Él le había pedido que le hiciera unas setas, traídas ese mismo día de algún sitio, y ella se había puesto a trastear por la cocina todavía con el semen de él y el contenido del huevo de gallina entre sus ingles. En esto, advirtió que no tenía ajos, a lo que el representante le dijo:

– Pídeselos a los catedráticos.

Los catedráticos éramos nosotros, mi esposa y yo, así nos llamaban según averigüé entonces. De modo que la mujer se ajustó un poco el vestido, se atusó brevemente el pelo y salió de su casa en dirección a la nuestra. Y ahí la tenía ahora, frente a mí, preguntándome si podía prestarle unos dientes de ajo que había echado en falta al ir a cocinar unas setas.

– Este año hay muchas setas -dije yo absurdamente.

– Las lluvias -dijo ella.

Sólo permanecimos el uno frente al otro unos segundos, pero me dio la sensación de que se ruborizaba, como si un sexto sentido la hubiera advertido de que yo conocía el estado de sus bragas. Le di una cabeza de ajo entera.

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