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Aquel día mi mujer se encontraba de viaje, así que decidí quedarme un rato en la cama después de que sonara el despertador, que apagué a tientas, alargando el brazo. Al poco, me quedé dormido de nuevo y soñé con el embrión de un pollo en el interior de su huevo. De alguna manera inexplicable, yo me encontraba también dentro del huevo, por lo que me era dado asistir al espectáculo de la multiplicación de las células, que asociándose en diferentes grupos iban formando cada uno de los órganos del ave. Pensé, dentro del sueño, que las frases de un discurso se formaban de un modo semejante, aunque por asociación de palabras, en vez de células.

Durante las tres semanas que dura la gestación, el pollo no recibe ningún nutriente de fuera. Él es su propia despensa, crece a costa de sí. En cuanto al oxígeno, lo toma en parte de la cámara de aire formada entre la membrana y la cáscara, en uno de los extremos, y en parte del exterior, a través de los 7.500 poros que posee el huevo. Aquella información, leída antes de irme a la cama en una revista, había actuado sin duda como el resto diurno generador de la materia onírica. En el fondo, era un modo más de indagar acerca de las relaciones entre biología y economía. Si continuaba dándole vueltas al asunto, tarde o temprano encontraría un vínculo original entre una cosa y otra. Mi cabeza funcionaba así. Soñaba muchos de mis artículos antes de escribirlos.

En esto, sufrí uno de esos pequeños episodios catatónicos que se traducen en que quieres hablar o moverte y no eres capaz de hacerlo, pues los músculos no te responden. Por lo general, producen angustia, pero yo los sufría con cierta frecuencia y encontraba en ellos un punto de placer si no se prolongaban demasiado. Propiamente hablando, en tales estados no estás dormido, aunque tampoco despierto. Se dan al amanecer, sobre todo si en vez de levantarte cuando suena el despertador, haces un poco de pereza entre las sábanas. Tal era mi caso.

Sentí unos golpecitos, como de pasos, en el pecho, pues me encontraba boca arriba, aunque no podía abrir los ojos para ver de qué se trataba. Finalmente, logré levantar un poco los párpados y distinguí a tres o cuatro hombrecillos a la altura de mis tetillas, muy atareados en algo que no conseguí averiguar. Quise hablarles para preguntarles qué hacían en mi pecho, pero aunque era capaz de formular la frase con el pensamiento no lograba articularla con la boca, pues ni la lengua ni la mandíbula me respondían. Entonces uno de los hombrecillos se dirigió a mí por telepatía.

– Procura no moverte -dijo.

– No me moveré -respondí también mentalmente, como si estuviera dispuesto a hacer alguna concesión-, pero dime qué hacéis.

– Estamos fabricándote un doble de nuestro tamaño -añadió-. Hemos tomado una pequeña porción de cada uno de tus órganos para completarlo.

– ¿De dónde me habéis quitado la piel? -pregunté absurdamente.

– Del muslo -dijo-, nadie lo percibirá. Por lo demás, con un trocito de riñón, otro de hígado, otro de páncreas, etcétera, hemos construido unas vísceras diminutas y perfectas.

– ¿Y los ojos? -insistí.

– Era lo más delicado -respondió-, pero ya hemos tomado una fracción de cada una de sus partes; los tendrás enrojecidos varios días, usa gafas de sol.

– ¿Y el cerebro?

– No te apures -me tranquilizó-, hemos tomado porciones tan pequeñas de sus diferentes regiones que no notarás nada, quizá alguna dificultad para pronunciar la erre, así como insignificantes molestias motoras durante los primeros días.

Tranquilizado por las palabras del hombrecillo, ya no intenté moverme. Incluso cerré la rendija que había logrado abrir con tanto esfuerzo entre los párpados. Pasado un rato pregunté telepáticamente al hombrecillo si ese doble mío en cuya construcción se afanaban sería una especie de hijo. Por unas u otras razones no he sido padre, de modo que la idea de alumbrar una réplica de mí no me resultaba del todo declinable. Pero me dijo que no, que no se parecería en nada a un hijo, pese a estar hecho de mi carne y de mi sangre.

– Tampoco -añadió- será exactamente un doble, aunque antes lo he llamado así; será idéntico a ti porque será una extensión de ti; aunque separados, formaréis parte de la misma entidad. Los dos seréis uno, aunque resulte difícil de entender.

– Hay naciones constituidas de ese modo -dije tratando de ayudarle.

El hombrecillo, sin abandonar su trabajo, emitió una especie de “mmm”, como si estuviera y no estuviera de acuerdo con la comparación.

Pasados unos segundos me preguntó desde cuándo veía hombrecillos. Le dije que los había visto por primera vez de pequeño, pero que desaparecieron en torno a los diez u once años y no volvieron a manifestarse hasta pasada la juventud. Desde entonces, había vuelto a verlos con cierta regularidad, sin saber de qué dependían sus visitas.

– Típico -dijo él-, ¿le comentaste a alguien la experiencia?

Le dije que no, pues intuía que no debía hacerlo, y evoqué mis primeros contactos con ellos durante la infancia, tan remota. Una vez, al abrir el armario del colegio donde guardábamos los abrigos, sorprendí a uno sacando una galleta del bolsillo de una bata. Me miró sin intención de huir y yo cerré, asustado, la puerta. Al volverla a abrir un instante después ya no estaba. Los había visto también dentro de los zapatos de tacón de mi madre y en el cajón de su ropa interior, con la que jugaba cuando mis padres estaban fuera de casa. Un día sorprendí dentro de ese cajón a tres hombrecillos que tampoco mostraron intención de huir. A medida que hacía memoria, llegaba a la conclusión de que incluso durante aquellos años había estado familiarizado con los hombrecillos más de lo que recordaba.

– Es muy común -dijo el hombrecillo, siempre telepáticamente, desde mi pecho.

Luego subió hasta la barbilla, atravesó mi rostro y me levantó un poco el párpado derecho para hacer alguna comprobación en el iris, dando así por terminado el trabajo.

– Ahora conviene que descanses un par de horas antes de levantarte -dijo.

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