20

Pasó el tiempo y comenzó a amanecer en mi versión de hombre, de modo que me levanté de la cama y tras echar un vistazo a mi mujer, que dormía, fui directamente a la cocina para preparar el desayuno. Aturdido como me encontraba, abrí la ventana que daba al patio interior para respirar el aire de la mañana. En esto, una avispa se posó sobre las cuerdas de la ropa. Me pareció raro, por la época del año, e intenté comunicarme telepáticamente con ella sin resultado alguno. Entonces, la aparición de una sombra la espantó e inició ese vuelo errático característico de su especie. Levanté la vista y distinguí en la ventana de enfrente a mi vecina, la de los vinos, recién levantada también, que me hizo un gesto de saludo con la mano.

Cerré la ventana y volví a mis ocupaciones sin que la ingestión del aire fresco hubiera obrado en mi cabeza los efectos esperados. Al hacer el zumo de naranja, me temblaba la mano sobre el exprimidor, lo que no era raro si pensamos que continuaba activada la conexión con el hombrecillo, que seguía (seguíamos, por tanto) en el sótano de un edificio, escondido como una alimaña en una irregularidad de la pared. Desde mi punto de vista, hacía varias horas que podía haber abandonado el escondite, pues no se percibía actividad exterior alguna (la habitación disponía de un respiradero desde el que se veía la calle), pero el hombrecillo prefirió curarse en salud.

Estaba, por cierto, debatiendo con él -por medios telepáticos, como siempre- sobre la conveniencia de abandonar el escondite ahora o esperar hasta la noche, cuando mi mujer entró en la cocina. Al acercarme a darle un beso rutinario, se echó hacia atrás con expresión de espanto y preguntó qué me pasaba.

– Nada -le dije-, qué me va a pasar.

– Pero ¿tú te has visto la cara? -insistió.

De modo que abandoné la cocina para mirarme en el espejo del pasillo y también me espanté. Como si mi calavera hubiera crecido por la noche o mi piel hubiera menguado, todo el hueso se apreciaba detrás de mi carne, recreando la expresión de pánico del que se dirige a la horca. Estaba consumido por el cansancio físico, por los remordimientos, por el miedo, por la duda.

Volví a la cocina y admití que tenía mala cara.

– Quizá has cogido la gripe -dijo mi mujer.

Lo que he cogido es la peste, me dieron ganas de contestar. Desayunamos en silencio, ella restando ahora importancia a mi estado por miedo, supuse mezquinamente, a tener que quedarse en casa para cuidarme; yo, asegurando que descansaría y que, si me subía la fiebre, la llamaría al rectorado. Cuando se fue, me puse el termómetro y tenía 38 grados. A mí la fiebre me parecía molesta, pero al hombrecillo le resultaba estimulante.

– ¿Qué es esto? -preguntó al sentir los primeros efectos de la subida de temperatura.

– Es la fiebre -dije yo como el que dice es el monzón o es el nordeste o es la tramontana.

– Me gusta la fiebre -replicó el hombrecillo con euforia-, les da a las cosas un tono algo irreal. A lo mejor esto no está pasando, a lo mejor no estoy escondido en este sótano, a lo mejor no he matado a nadie, a lo mejor…

– No hay delirio que valga -añadí yo telepáticamente-. Estás metido en un buen lío, de modo que sal con cuidado de ese sótano y vuelve a casa por el camino más corto.

Exagerando las precauciones para burlarse de mi miedo, el hombrecillo abandonó su escondite, salió a la calle y caminó normalmente sin que nadie le molestara. El mundo de los hombrecillos, a la luz del día y en las arterias principales, parecía superpoblado. Estaban las calzadas y las aceras llenas, respectivamente, de vehículos y de personas. El hombrecillo caminaba despacio, extrañado de aquella abundancia biológica en la que se sentía un intruso como yo mismo, por otra parte, me he sentido casi siempre entre los seres humanos. El hombrecillo se preguntó cuántos hombrecillos fabricados (cuántos replicantes, como él mismo) habría en aquella colonia, pues a primera vista no se percibía signo alguno que diferenciara a los artificiales de los nacidos de la mujercilla. Mientras nos dirigíamos a su casa de muñecas, decidí, en mi versión grande, tomarme una aspirina efervescente.

– ¿Qué es eso? -preguntó el hombrecillo.

– Una aspirina, para el dolor de cabeza.

– ¿Para la fiebre? -insistió él.

– Sí -dije yo.

– ¡Ni se te ocurra! -gritó fuera de sí-. Si me quitas la fiebre, matamos a otra persona ahora mismo.

Arrojé la aspirina a medio diluir a la pila y fui a mi despacho en busca de un poco de paz. Apenas me hube sentado, el hombrecillo sugirió que nos fumáramos un cigarrillo, a lo que no dije que no. La primera calada me calmó como si me hubiera inyectado la nicotina directamente en el cerebro. La mezcla del tabaco y la fiebre provocaron un estado de bienestar algo siniestro. Ya comprendo que parece una contradicción, pero la verdad es que los escalofríos que recorrían mi cuerpo, por aciagos que fueran, resultaban también estimulantes.

Enseguida se abrió paso en mi cabeza la idea de tomar una copa de vino, que me serví de inmediato. Tras el primer trago, vi llegar al hombrecillo al portal de su casa, o lo que fuera el lugar aquel, cuyas escaleras acometió en medio de una tormenta de alucinaciones intensísimas. Así, por ejemplo, aquella escalera era en realidad la escalera en el sentido platónico del término. Al ascender por ella a su domicilio, ascendía a todos los domicilios posibles, al domicilio, cabría decir. En aquel hombrecillo con fiebre, fumado y borracho, se resumían asimismo todos los amantes y todos los asesinos y todos los ladrones que habían subido o bajado unas escaleras a lo largo de la historia. Pero también en él se concentraban todos los padres de familia y todos los estudiantes y todos los animales domésticos que habían utilizado a lo largo del tiempo aquella curiosa construcción arquitectónica. Cómo podíamos representar aquellos papeles a la vez y con la máxima intensidad, resultaba un misterio.

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