Aquel sábado venía a cenar a casa un grupo de colegas de mi mujer. Como era habitual, me encargué yo de la intendencia. Dado que seríamos casi veinte personas, decidí preparar un buffet frío, lo que de un lado no me llevaría demasiado trabajo y de otro obligaría a la gente a moverse, facilitando la comunicación entre los invitados. A mi mujer le pareció bien, de modo que realicé la compra por teléfono, disponiendo que me la hicieran llegar el sábado por la mañana para que los embutidos y los ahumados estuvieran frescos.
A media tarde me metí en la cocina y comencé a desenvolver los paquetes para organizar su contenido. Mientras yo trabajaba, el hombrecillo iba de un lado a otro de la encimera observándolo todo con curiosidad y tomando pequeñísimas muestras de cuanto yo desenvolvía para llevárselas a la boca. No había vuelto a recordarme la necesidad de que matara a alguien si quería copular de nuevo con la mujercilla porque sabía que no era necesario. Yo estaba obsesionado con la idea, que después del ensayo fracasado con el cojo pobre de la periferia me parecía más sencilla de llevar a cabo sin correr grandes riesgos (al margen de los morales, que iban y venían).
En esto, entró mi mujer en la cocina, tomó una taza del armario que estaba justo encima de donde se encontraba en ese instante el hombrecillo, la llenó de agua y la introdujo en el microondas con idea de prepararse una tisana. Yo me quedé literalmente sin aliento, y supongo que bastante pálido también, ante la posibilidad de que reparara en el hombrecillo. Cuando recuperé la capacidad de reacción, eché sobre él un paño de cocina al tiempo que le pedía telepáticamente que se estuviera quieto.
– ¿Qué te pasa? -preguntó ella al notar mi alteración.
– Nada, bueno, no sé, quizá un pequeño corte de digestión. La verdad es que me he despertado de la siesta un poco mareado -añadí sin dejar de trabajar en lo que tenía entre manos.
Mi mujer esperó a que el agua se calentara, introdujo en ella un sobre de manzanilla y fue a sentarse a la mesa.
– Por cierto -dijo tras soplar sobre la superficie del líquido, manteniendo la taza entre las dos manos-, ¿le has dicho tú a Alba algo de unos hombrecillos?
– ¿Qué Alba?, ¿tu nieta? -pregunté yo ganando tiempo.
– ¿Qué Alba va a ser?
– ¿Algo de unos hombrecillos? -volví a preguntar.
– Sí -insistió mi mujer-, algo de unos hombrecillos.
– No sé -titubeé como haciendo memoria-, creo que fue ella la que los mencionó y yo le seguí la corriente. Es muy fantasiosa. ¿Por qué?
– Dice su madre que no duerme bien por culpa de esos dichosos hombrecillos.
– Habrá que llevar cuidado con lo que se le cuenta -concluí yo volviéndome hacia mi mujer para mostrarle una fuente de ahumados especialmente bien presentada-. ¿Qué te parece? -dije.
Ella la aprobó de forma rutinaria (estaba acostumbrada a mis habilidades), pero era evidente que tenía la cabeza en otra parte. Al poco, mientras distribuía sobre una tabla de madera las piezas de sushi adquiridas en un japonés cercano, volvió a la carga.
– Y aparte del corte de digestión, ¿cómo estás tú? -dijo.
– Yo, bien, ¿por qué?
– ¿Sigues pensando en abandonar las clases el curso que viene?
– He aplazado la decisión -dije.
– Entre los invitados de esta noche -añadió ella-, está Honorio Gutiérrez. ¿Lo recuerdas?
– ¿El decano de Psicología?
– Sí. Lee tus artículos y tiene muchas ganas de conocerte. He pensado que quizá te convendría hablar con él.
– ¿Crees que necesito un loquero? -bromeé.
– A nadie le viene mal una ayuda de ese tipo. No sé si te has dado cuenta, pero llevas una temporada un poco agitado.
– Tengo una idea, quizá para una clase magistral o una conferencia, a la que no consigo dar forma, eso es todo lo que me pasa.
– Bueno, si tienes oportunidad, habla con él -concluyó.
– A sus órdenes -bromeé de nuevo.
Cuando mi mujer nos dejó solos, levanté el paño de cocina para liberar al hombrecillo al tiempo que le pedía disculpas.
– No te preocupes -dijo él con expresión divertida.
Todo le gustaba, todo le parecía bien, a todo le sacaba partido. No era difícil odiarlo. Por mi parte, me quedé preocupado, pues parecía evidente que mi mujer había percibido alteraciones en mi comportamiento. Quizá, pese a mis precauciones, había visto alguna botella de vino abierta, tal vez había notado en mi ropa algún rastro del humo del tabaco. Por otra parte, aun siendo yo de constitución delgada, había perdido peso a lo largo de las últimas semanas.
– Habrá que extremar las precauciones -dije telepáticamente al hombrecillo.
– Tú verás -respondió-, pero mientras preparas la comida podrías tomarte un vasito de vino.
La idea me pareció bien. Si entrara de nuevo mi mujer en la cocina, le diría que había comenzado a picar algo mientras preparaba las ensaladas. Así que abrí una botella y me serví una copa cuyo primer sorbo nos produjo al hombrecillo y a mí una euforia poco común, quizá debido a la excepcional calidad del caldo (era un «reserva especial» según la etiqueta). Lo malo fue que inmediatamente nos apeteció encender un cigarrillo, de modo que cuando hubimos apurado la copa, fui al salón, donde mi mujer leía, y le dije que iba a dar una vuelta a la manzana, para despejarme un poco antes de que llegaran los invitados.
– ¿Ya está todo listo? -preguntó ella.
– Prácticamente -dije yo.
– Yo me ocupo de colocar los cubiertos -añadió.
Por precaución, no encendimos el cigarrillo hasta doblar la esquina, y me llevé el humo de la primera calada a los pulmones con una violencia inhabitual, de modo que la nicotina penetró de inmediato en mi torrente sanguíneo (y en el del hombrecillo por tanto), multiplicando la euforia que nos había proporcionado el vino. Qué bueno era el sabor del Camel, qué rubio, qué húmedo, qué tierno.
Por cierto, que era de noche ya, y pese a que vivimos en el centro había muy poca gente por la calle. En el interior de un coche aparcado con la ventana abierta dormía un joven que quizá, pese a la hora, había bebido demasiado. Si hubiera llevado el cuchillo encima, podríamos haberle rebanado el gaznate sin dejar rastro. Aunque tengo entendido que la sangre de las arterias que pasan por el cuello sale con mucha violencia al exterior y nos podría haber manchado.
Antes de subir a casa, mastiqué un chicle especial, contra la halitosis, y me perfumé las manos con un frasquito de colonia que solía llevar en el bolsillo. Mi mujer hablaba por teléfono.