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Volví a soñar. Tras la cópula, el hombrecillo se retiró del cuerpo de la reina, que permaneció en reposo durante un tiempo indeterminado tras el cual se incorporó y comenzó a recorrer ágilmente todas y cada una de las celdas del panal depositando en ellas unos huevecillos que salían del interior de su cuerpo. Ahora me pareció que había en ella también algo de insecto. Si hubiera tenido alas, quizá la hubiera tomado por una libélula con formas humanas, o por un hada, tal vez por un ángel diminuto. En cualquier caso, el espectáculo me hacía temblar en sueños, dentro de la cama, pues tuve la impresión de que se me estaba revelando uno de los secretos de la existencia, un secreto de orden biológico -pero también sutilmente económico- que me era dado sentir, y que recordaría el resto de mi vida, pero cuya esencia jamás podría expresar, como lo demuestra esta torpe acumulación de palabras, más torpes cuanto más precisas pretenden resultar.

Siempre en aquella ropa interior orgánica, cuya trama oscilaba entre lo vegetal y lo animal, la mujercilla iba de una celda a otra, se bajaba ligeramente las bragas (o bien se retiraba delicadamente con los dedos la zona que cubría su sexo), se agachaba y su vagina rosada (de un atractivo metafísico) se dilataba para dejar caer el huevo. Los huevos brillaban como si en su interior, en vez de un embrión, hubiera una luz encendida.

Jamás había asistido a un suceso tan hermoso ni tan turbador como el de aquel desove, pues se trataba al mismo tiempo de una acción meramente biológica y puramente metafórica. No soy capaz, por el momento, de explicarlo mejor, pues nunca hasta entonces me había sido dado asistir a un suceso que parecía real e imaginario de forma simultánea. O psicológico y físico a la vez. O moral y orgánico al tiempo. O económico y biológico de golpe.

Recuerdo que dentro del sueño tuve en algún momento la certidumbre de que aquello era real, de que estaba sucediendo como un acontecimiento extra mental (aunque en una dimensión diferente a la mía), porque poseía la textura y el sabor de los hechos que ocurren con independencia de que los imagines o los dejes de imaginar. Tal vez tendría que aceptar la evidencia de que mientras en mi versión de hombre grande dormía, en mi versión de hombre pequeño llevaba a cabo aquella aventura sentimental y biológica extraordinaria cuyos lances se filtraban en mi conciencia adoptando las formas de un material onírico.

Al poco de la puesta, los huevecillos se empezaron a agitar, como si algo, dentro de ellos, se desplazara de sitio. Luego vi cómo se quebraban por uno de sus extremos y cómo del interior de cada uno salía un hombrecillo perfectamente conformado, adulto, con su traje gris, su camisa blanca, su corbata oscura, su sombrero de ala, su delgadez característica. Todos ellos se dirigían ordenadamente a la celda en la que reposaba la reina, cuyos pechos, entre tanto, se habían hinchado sin perder un ápice de su belleza. Entonces se retiraba con cuidado el sujetador biológico, para dejar los pezones al aire, y les daba de mamar al tiempo que acariciaba sus sombreros o les colocaba la corbata, pronunciando, con sus labios perfectos, ultrasonidos que alimentaban tanto como la leche. O más. Ningún hombrecillo se quedaba sin su ración, tampoco los que miraban, pues los órganos del gusto de todos estaban conectados de tal modo que el placer llegaba a toda la colonia (y también a mi versión de hombre grande por lo tanto). El recuerdo de aquel elixir, de aquella leche, quizá de aquella droga, podía llenar una vida entera.

Superada la sorpresa de que los hombrecillos fueran ovíparos y mamíferos al cincuenta por ciento (tal vez un poco menos si tenemos en cuenta que en la lencería de la mujercilla había también un no sé qué de vegetal), me pregunté -siempre dentro del sueño y desde mi perspectiva de hombre grande- si entre aquella colonia de hombrecillos habría alguno más -aparte del mío- que hubiera sido alumbrado por medios artificiales. Dado que no había diferencia apreciable entre unos y otros -al menos fuimos incapaces de advertirla- imaginé que quizá la colonia estaba infestada de hombrecillos procedentes, como mi réplica, de la suma de las distintas partes de otros hombres grandes. ¿Con qué objeto? Tal vez con el de evitar las consecuencias degenerativas de la endogamia. Tal vez también por una suerte de rechazo moral al incesto, pues si los hombrecillos que salían de los huevos copularan con la mujercilla, lo estarían haciendo en realidad con su propia madre. La existencia de hombrecillos provenientes de otro origen, como el mío, aportaba a la colonia material genético fresco, extranjero, diferente, lo que evitaba la decadencia de la especie. Pero también introducía un código moral o una norma cultural que ponía alguna distancia entre los hijos y la madre. Podríamos decir que muchos de aquellos hombrecillos (los pertenecientes al menos a la camada última) eran transgénicos, pues estaban modificados genéticamente por la inyección de un ADN que en última instancia provenía de mí. Resultaba irónico que no hubiera tenido hijos en la dimensión que me era propia (¿de verdad me era propia?) y los tuviera a centenares en esta otra a la que acababa de acceder.

Me pareció inquietante en cualquier caso la idea de una brigada de hombrecillos falsos o artificiales (de replicantes, en fin) incrustados en aquella sociedad, sobre todo si pensamos que cumplían una función, la reproductiva, esencial para la supervivencia del grupo. ¿Qué pasaría si los hombrecillos de verdad los descubrieran?

La idea me desasosegó porque yo mismo, en mi versión de hombre grande, me he sentido a veces un intruso en el mundo de los seres humanos, como si alguna extraña potencia me hubiera colocado en él para espiarlos (no, desde luego para contribuir a su reproducción, ya que no he sido padre). Bien pensado, yo no había hecho en mi vida otra cosa que observar a los hombres y tomar nota de su comportamiento (su comportamiento económico sobre todo) para tratar de imitarlos al objeto de disimular mi diferencia. Podría escribir informes muy detallados sobre sus costumbres, sus hábitos, sus debilidades, pero no sabría a quién enviárselos, pues ignoraba quién me había puesto aquí o para quién trabajaba. Todavía dentro del sueño, pensé que debía darle vueltas a la idea del dinero transgénico, quizá también a la del dinero ecológico, si esta expresión última no constituyera una contradicción en los términos.

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