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Pasado un tiempo comenzó a quebrarse de manera sutil la unidad que habíamos mantenido el hombrecillo y yo. A veces parecíamos dos. Una noche, por ejemplo, me dormí en mi extensión de hombre, pero continué despierto en mi ramificación de hombrecillo, lo que no había sucedido nunca antes. Con la parte dormida soñé que mi versión de hombrecillo se colaba por una grieta de la pared y que llegaba, tras atravesar un túnel largo y sinuoso, débilmente iluminado, al reino de los hombrecillos, compuesto por callejuelas estrechas y empedradas, dispuestas en forma de red. Olía a gallinero.

El hombrecillo callejeó al azar por aquel retículo viario hasta desembocar en una plaza amplia y luminosa (era de día), limitada por edificios nobles, de piedra y ladrillo, en los que llamaba la atención la abundancia de ventanas geminadas de estilo medieval. La plaza se encontraba abarrotada de hombrecillos, pues parecía a punto de producirse un acontecimiento social de enorme importancia. Mi doble diminuto, idéntico en todo al resto de la población, se abrió paso entre la muchedumbre hasta llegar a los aledaños de una tarima sobre la que se erigía, verticalmente, un gran panal compuesto por celdas hexagonales idénticas a las de los panales de las abejas. Todas las celdas permanecían vacías excepto la del centro, donde había una mujercilla -la única de aquel extraño reino- de una belleza atroz, de una hermosura violenta, de una perfección cruel y desconocida por completo en el mundo de los hombres «normales» (yo estaba dominado por tics antiguos que me hacían pensar que el tamaño normal de hombre era el grande).

La mujercilla, reina evidentemente de aquel enjambre de hombrecillos que la contemplaban con un desasosiego feliz desde el suelo de la plaza, permanecía dentro de su habitáculo en ropa interior. Advertí enseguida que del mismo modo que el atuendo de los hombrecillos era de carne, aquellas prendas íntimas de la reina formaban también parte de su cuerpo. Se trataba de una lencería orgánica enormemente delicada y tenue, como formada por hilos de humo. Me recordó a la de mi vecina, pues tenía un tono anaranjado que en ocasiones, en función de los cambios de luz, evolucionaba hacia el calabaza.

En un momento dado, cuando en la plaza no habría cabido ya ni un alfiler, la reina, por medios telepáticos, ordenó subir hasta su celda a mi doble pequeño, que trepó ágilmente por aquella estructura hasta alcanzar su habitáculo, donde se estremeció (me estremecí) ante la mirada anhelante, al tiempo que tiránica, de la mujercilla y sus formas delicadas, a la vez que rotundas. Dado que su lencería, como ha quedado dicho, formaba parte de su piel, el hombrecillo no podía arrancársela del todo sin dañarla. Sí le estaba permitido, en cambio, retirar a un lado la parte de las bragas de humo bajo la que se ocultaba el sexo de la reina para extasiarse ante la naturaleza de aquel conjunto de pliegues de carne íntima hinchados por la excitación e inundados por un jugo incoloro, producto también del ardor venéreo, cuyos efluvios arrebatadores llegaban al cerebro del hombrecillo (y al mío por lo tanto) con la violencia de un tren sin frenos en una estación. La manipulación amorosa debía llevarse a cabo con un cuidado enorme, con unas maneras exquisitas, para no provocar heridas, derrames o desgarros ni en las propias prendas (recorridas por nervaduras finísimas semejantes a las que en las hojas de los árboles o en las alas de las mariposas cumplen las funciones de vasos sanguíneos) ni en las paredes del vestíbulo vaginal, constituidas por un tejido esponjoso muy sensible. Los colores de esta antecámara, siendo en general rosados, se oscurecían en las zonas más recónditas, como aquella donde se abría el misterioso túnel cuyos bordes acariciaron primero los dedos y después la lengua del hombrecillo (y mis dedos y mi lengua en consecuencia).

Poseído por una curiosidad emocional que me impelía a investigar con detalle cada una de las partes de aquel conjunto de órganos, intenté memorizar su disposición, su temperatura, su humedad, su consistencia, lo que no resultaba fácil, pues aquella carne poseía la inestabilidad del magma (también su fiebre). El modo en que el hombrecillo y yo hurgábamos en aquellas profundidades sugería que había en ellas algo esencial para nuestra existencia.

Jamás me había enfrentado a una aventura sexual ni amorosa como aquélla. Nunca en mi vida la excitación venérea y la sentimental habían alcanzado aquel grado de acuerdo. El hombrecillo y yo amábamos y deseábamos a la mujercilla en idénticas proporciones, también con el mismo dolor, pues las cantidades de sentimiento y de placer eran tales que nos hacían daño. Porque la amábamos la deseábamos y porque la deseábamos la amábamos. Ambas cosas nos hacían sufrir.

Aunque el hombrecillo era el único de toda la colonia que podía acariciar aquella piel, besar aquella boca o enredar sus dedos en la lencería viva y palpitante de la mujercilla, el enjambre de hombrecillos que asistía al espectáculo desde la plaza sentía lo mismo que él, pues el sistema nervioso de todos estaba misteriosamente interconectado por una red neuronal invisible. El hombrecillo jugó hasta el delirio mientras la mujercilla se dejaba hacer y hacía al mismo tiempo, como si poseyera el secreto de la pasividad activa, o de la actividad pasiva. Y cuando ni el hombrecillo ni yo ni la muchedumbre a la que permanecíamos sutilmente conectados podíamos resistir más, porque nuestra fiebre había alcanzado ya un grado insoportable, la penetramos con violencia y amor a través de los encajes de la lencería con un pene erecto que había ido surgiendo poco a poco de las entretelas del hombrecillo y que también era mío, era mi pene.

La colonia de hombrecillos alcanzó enseguida un orgasmo colectivo que hizo temblar los cimientos de la plaza pública, como si hubieran copulado dos naciones, o dos ideas obsesivas, en vez de dos individuos. Yo eyaculé dos veces (una como hombre y otra como hombrecillo), las dos al mismo tiempo. El placer fue tan desusado, me agité de tal manera y grité tanto que desperté a mi mujer, con quien apenas había mantenido relaciones venéreas, pues el sexo -quizá porque nos casamos mayores- no había formado parte de nuestro proyecto conyugal.

– ¿Qué haces? -dijo.

– Ya ves -respondí yo completamente empapado, pues la producción había sido muy abundante.

Los dos sentimos un poco de pudor (yo más que ella, claro), y fingimos que volvíamos a dormirnos como si no hubiera sucedido nada. Yo, de hecho, volví a dormirme en mi extensión de hombre, agotado por aquella ejecución amorosa que no recordaba ni de mis tiempos más jóvenes. En mi extensión de hombrecillo, sin embargo, continué despierto.

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