23

Una mañana, después de que mi mujer se hubiera ido a la universidad, estaba preparando un artículo acerca de los vaivenes bursátiles del último mes, cuando escuché unos ruidos en el cajón de la derecha de la mesa. Lo abrí y apareció el hombrecillo, cuya presencia venía anunciándose desde primeras horas con una especie de aura semejante a las que preceden a las jaquecas. Allí estaba, con su sombrero de ala, su traje gris, su corbata oscura y su camisa blanca. Sus rasgos seguían siendo condenadamente idénticos a los míos. Era yo.

Le pregunté dónde había estado durante aquellos días y respondió alegremente que por ahí, disfrutando de la vida. Luego quise saber cuándo se encontraría la mujercilla receptiva para la cópula, así como las posibilidades que tendríamos de ser los elegidos, y me dijo que quizá en unos días, y que las posibilidades dependían.

No pregunté de qué dependían porque entendí que aquella falta de precisión era un modo de recordarme la deuda que tenía con él. Comprendí también que si no matábamos pronto a alguien en mi dimensión, tampoco volvería a saborear los labios de la mujercilla, ni a tragarme su saliva, ni a probar los jugos de su vulva, ni a morder sus pezones, ni a cabalgar sobre sus nalgas, ni a explorar con mis dedos los bordes del agujero de su culo, que era lo más parecido a explorar los bordes del universo. Me pareció una renuncia excesiva, y más aún que excesiva: imposible. Necesitaba otra dosis de mujercilla, me dije, aunque fuera la última de mi vida. Después podría morir, incluso matarme.

Fue tal el desgarro que sentí ante la idea de no volver a poseerla (aunque fuera una vez, sólo una vez más, me repetía), que en ese mismo instante abandoné la mesa de trabajo, y fui a la cocina, donde elegí un cuchillo de punta no excesivamente largo, pero muy afilado, cuya hoja penetraba en los filetes de carne con la facilidad de un punzón en la mantequilla. Tras hacerle una especie de funda con un trozo de papel de periódico para no dañar el forro de la chaqueta, lo escondí en el bolsillo y salí a la calle en busca -lo sabía- de mi perdición (y de la perdición de mi víctima), aunque empujado a aquel desastre moral por una necesidad que estaba más allá -también lo sabía- de mi capacidad de decisión.

El hombrecillo, que había seguido todos mis movimientos muy excitado, con expresión de placer, se instaló en el bolsillo superior de la chaqueta, dejándose caer hasta el fondo. No necesitaba asomarse porque veía la calle a través de mis ojos del mismo modo que yo percibía la oscuridad en la que se hallaba él a través de los suyos. Nuestros cerebros, como en la primera época, organizaban ambas informaciones de manera que resultaban compatibles.

El día, claro y tibio, como los que preceden a la explosión de la primavera, contrastaba con la lobreguez de mi espíritu.

– ¿Qué nos pasa en la garganta? -preguntó el hombrecillo telepáticamente, desde las profundidades en las que se hallaba.

– Que la tenemos seca -dije yo-, por el miedo.

– ¿Y en el estómago?

– Que lo tenemos encogido, por el miedo también.

– Está bien el miedo -añadió el hombrecillo jovialmente.

Lo cierto es que a medida que bajábamos por la acera en dirección a ningún sitio, mi estado de ánimo se fue contagiando paulatinamente de la luminosidad exterior, de su tibieza, y del optimismo del hombrecillo, todo ello, curiosamente, sin que desapareciera el miedo, que comenzó a comportarse como un estímulo excitante.

Tras caminar un poco, tomamos un autobús al azar con la idea de alejarnos del barrio. El vehículo iba medio vacío, con la gente sentada de manera dispersa, por lo que pude hacer valoraciones acerca de sus ocupantes. Había un hombre mayor que yo, sin afeitar y de constitución más endeble que la mía. Imaginé que me acercaba a él por la espalda y que le clavaba el cuchillo un par de veces, zas, zas. Llevaba una chaqueta de mezclilla muy desgastada que la punta del arma rasgaría sin problemas y era muy delgado, por lo que la capa de carne tampoco ofrecería resistencia alguna. Pensé en la eventualidad de que el cuchillo tropezara con una costilla, pero imaginé que resbalaría sobre su superficie curva. Se trataba, en fin, de una víctima perfecta, incluso aunque la atacara de frente, tras haberme acercado con la excusa de pedirle la hora o fuego para un cigarrillo.

Había también una chica muy joven, que a esa hora debería estar en el colegio. Era menuda hasta la exageración y frágil, de apariencia al menos, como una de esas plantas que aparecen espontáneamente en la mitad de un muro o entre dos adoquines de la calle. Por su tamaño, pero también en parte por sus facciones, me recordó inevitablemente a la mujercilla. Tuve, al imaginarme acuchillándola, una erección que me obligo a cambiar de postura.

– Esto va bien -dijo el hombrecillo telepáticamente al percibir mi bulto entre sus ingles.

No le respondí porque yo no estaba seguro de que fuera tan bien. Me desagradaba la idea de que un crimen mío tuviera connotaciones de carácter sexual. Me incomodaba asimismo que se le atribuyeran motivaciones racistas, por lo que pasé de largo por delante de una inmigrante de color que tampoco me habría ofrecido mucha resistencia.

Al final, las posibilidades criminales, dadas las limitaciones impuestas por mi edad y mi constitución, tampoco eran tantas. Pero lo bueno de aquellas prácticas imaginarias, pensé, era que constituían también, en cierto modo, un ejercicio de dedos. Sin correr ningún riesgo, había visualizado las diferentes alternativas y evaluado sus peligros. Lo que tenía que hacer era bajarme lo más lejos posible de mi barrio, caminar al azar por calles desiertas y esperar la oportunidad adecuada. Como decía el poeta, lo importante no era el destino, sino el recorrido hasta el destino, el viaje. Y ya habíamos comenzado a viajar (el hombrecillo me preguntó por el poeta, pero no sabía su nombre).

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