En la habitación estrecha que hacía las veces de despacho en Londres y salón de exposición de BryceRight Promotional Merchandise Limited, Tom Bryce estaba sentado a su mesa, triste, las mangas de la camisa arremangadas y la corbata a media asta. Estaba temblando y pensaba en volverse a poner la chaqueta. Maldito clima inglés. Ayer el calor era casi insoportable, hoy hacía un frío horrible.
El lugar daba la imagen correcta; estaba en una zona de moda y aunque no era grande, la habitación tenía unas proporciones elegantes con grandes ventanas y conservaba el estuco original en el techo. Había el espacio justo para las mesas de los cinco, una sala de espera que también era la zona de exposición de productos y, al fondo, una cocina pequeña detrás de un tabique.
El nombre de la empresa había sido idea de Kellie. Un poco cursi, pensó en su momento, pero como ella señaló, era un nombre que la gente recordaría con facilidad. BryceRight suministraba regalos de empresa y ropa de promoción para negocios y clubes. Su línea de productos iba desde bolígrafos, calculadoras, alfombrillas para ratones y juguetes de escritorio para ejecutivos hasta camisetas, gorras de béisbol, ropa deportiva y trofeos, todo sobreimpreso.
Después de graduarse en la escuela de Negocios de Brighton, Tom había trabajado para una de las empresas más importantes del sector, Motivation Business, y luego, diez años atrás, animado por Kellie, se había hipotecado hasta el cuello y había montado su propio negocio. Había operado desde su estudio y los dos dormitorios libres de su casa hasta poco después de nacer Max, momento en el que había acumulado el capital suficiente para arrendar este local prestigioso, aunque pequeño, al lado de Bond Street, así como un almacén cerca de Brick Lane en el este de Londres.
Durante los seis primeros años el negocio prosperó. Era un vendedor nato, caía bien a sus clientes, todo marchaba como una seda. Luego tuvo lugar el 11 de septiembre y durante dos días el teléfono no había sonado. Y desde entonces, parecía que no había vuelto a sonar con regularidad.
Tenía contratados a cuatro vendedores, dos trabajaban aquí en Londres, uno en el norte de Inglaterra y otro en Escocia. Además, su secretaria, Olivia, estaba en este despacho, igual que su auxiliar administrativa, Maggie, que se encargaba de las relaciones con los clientes y de buscar proveedores. Tenía cuatro empleados más en el almacén: alguien que cursaba los pedidos, un supervisor de control de calidad y dos personas que recibían y mandaban los productos. Y era allí donde tenía muchos problemas, seguramente porque no pasaba el tiempo suficiente en el almacén.
BryceRight tenía una cartera de clientes de primera, con algunas de las casas más importantes. Suministraba a Weetabix, Land Rover, Legal and General Insurance, Nestlé, Grants of Saint James's, además de a muchos otros clientes menores.
Durante los primeros años, le encantaba ir a trabajar y, durante un tiempo, disfrutó del reto que supuso el 11 de septiembre, pero más recientemente, con el último bajón económico y la competencia cada vez mayor, la facturación había caído en picado hasta el punto de que ya no ganaba el dinero suficiente para cubrir los gastos indirectos. Estaba perdiendo clientes en favor de la competencia, los que le quedaban realizaban pedidos menores y últimamente una serie de cagadas le habían hecho perder aún más clientela.
La bandeja de entrada de su mesa estaba llena de facturas, algunas tenían más de noventa días. Una vez más, a final de mes iba a tener que hacer malabarismos entre los cobros y las deudas para asegurarse de que no le devolvieran los cheques de las nóminas. Y, como siempre, a esa ecuación también se sumarían las compras de Kellie.
Su mujer le sonreía desde el marco de plata que tenía sobre la mesa, junto a Max y a Jessica, los tres habían reaccionado a algo que había dicho el fotógrafo. Era una gran fotografía, con un enfoque suave favorecedor, que les daba un toque ligeramente irreal. Mirándola con cariño, le pidió a Dios que por un tiempo no le diera más sorpresas desagradables.
¿Cómo le daría la noticia si tenían que vender la casa y recortar gastos? E irse, ¿dónde? ¿A un piso? ¿Cómo podría decirles a Max y Jessica que quizá ya no tendrían jardín?
Miró por su ventana del segundo piso a través de la lluvia hacia las ventanas del otro lado de la calle. Conduit Street era estrecha y los edificios altos hacían que pareciera un barranco. Incluso cuando hacía sol, en su despacho daba siempre la sombra.
Miró abajo y vio el torrente de personas que iban a almorzar, el mar de paraguas y las hileras de coches, taxis y furgonetas que esperaban en el semáforo para cruzar la intersección con Bond Street. En concreto, se quedó mirando un Bentley Continental granate nuevo. Desde que habían salido al mercado había anhelado tener uno, pero ahora el abismo que le separaba de algo tan caro parecía tan grande como el que distanciaba a un caracol en la valla de su jardín del planeta Marte.
Masticó desconsoladamente su sándwich de atún y maíz tierno con pan de centeno. La combinación de atún y maíz tierno no lo volvía loco y no le gustaba el sabor fuerte de la alcaravea del centeno, pero esta mañana se había levantado más decidido que nunca a comer sano, y se suponía que esta cosa era baja en grasas, baja en todo. Habría preferido mil veces su sándwich de siempre de beicon y huevo, o de cheddar y pepinillo. El colmo había sido que Kellie lo llamara «barrilete» anoche en la cama, pinchándole juguetonamente la barriga.
Miró la primera página de la revista comercial Promociones e Incentivos y vio que uno de sus competidores, cuyo negocio estaba floreciendo, se preparaba para salir a bolsa. Se preguntó cuál sería su secreto. ¿Qué diablos habían hecho tan bien que él había hecho tan mal?
Dio otro mordisco y miró al técnico informático, Chris Webb, un hombre de cuarenta años, lacónico, de pelo lacio, que llevaba un pendiente y al que llamaba para que le solucionara todos los problemas informáticos -y que le trataba como si fuera un niño retrasado-, mientras hurgaba con un destornillador en las entrañas de un Mac portátil. Cada pocos minutos, Tom miraba la pantalla en blanco, esperando contra todo pronóstico que resucitara.
Y pensando en lo que había visto anoche.
No había podido quitarse de la cabeza la imagen de la chica apuñalada y había generado una pesadilla tan real que se había despertado gritando a las tres de la mañana. Debía de ser una película o una especie de trailer de alguna película.
Pero, por algún motivo, parecía muy real, joder.
– Me temo que has perdido los datos, colega -dijo Chris Webb, con una alegría insufrible.
– Ya, es lo que te he dicho -dijo Tom-. Necesito que los recuperes.
Mientras el técnico se ponía otra vez con la máquina, Tom, que se sentía perdido sin su ordenador e incapaz de concentrarse en la revista, contempló las exposiciones de algunos de los productos de su empresa, y pensó que todos estaban ya un poco vistos, llevaban allí demasiado tiempo, necesitaban agudizar el ingenio.
Examinó el escaparate de cristal de Team Jaguar, que exhibía un anorak, una gorra de béisbol, un polo, un bolígrafo, un llavero, guantes de conducir, una corbata y un pañuelo de cabeza, todo en los colores distintivos de Jaguar. Habían producido diseños más nuevos que deberían estar expuestos ahí, pensó. Luego centró su atención en otro escaparate de alfombrillas para ratones, bolígrafos, calculadoras y paraguas con el logotipo de Weetabix. Este también había que actualizarlo.
Olivia, su secretaria, una joven atractiva de veintitantos años que saltaba de una crisis sentimental a otra, entró en la habitación con una bolsa del Pret a Manger, el móvil pegado a la oreja, enfrascada en una conversación. Detrás de su mesa vacía, estaba sentado su mejor vendedor, Peter Chard, que vestía uno de sus elegantes trajes de marca, el pelo lacio y brillante, la viva imagen del actor Leonardo DiCaprio, absorto en una revista de coches y comiendo con un tenedor unos fideos de lata. A la mesa de al lado estaba sentado Simon Wong, nacido en Hong Kong, un hombre callado y ambicioso de treinta años que estaba ocupado rellenando un formulario de pedidos. Era de un cliente nuevo, se trataba de un pedido decente; una pequeña alegría, pensó Tom.
Un teléfono comenzó a sonar. Olivia, que seguía hablando por el móvil, parecía ajena a él. Peter y Simon tampoco parecieron oírlo. Maggie había salido de la oficina a comer.
– ¡¡Que alguien coja el puto teléfono!! -gritó Tom.
Su secretaria levantó un brazo para disculparse y se dirigió a grandes zancadas a su mesa.
– Bueno, vuelve a contarme exactamente qué pasó -dijo Chris Webb, que parecía exasperado, como si se dirigiera al tonto de la clase.
Los dos vendedores miraron a Tom.
– He encendido el ordenador en el tren esta mañana y no arrancaba. Se ha muerto -contestó.
– Arranca bien -dijo el técnico-, pero no hay datos, ¿no? Por eso no aparece nada en la pantalla.
– No lo entiendo -dijo Tom, que bajó la voz para intentar perder audiencia.
– No hay mucho que entender, colega. Se ha borrado la base de datos.
– No es posible-dijo Tom-. Quiero decir que… Yo no he hecho nada.
– O bien entró un virus o un pirata informático.
– Creía que en los Mac no entraban virus.
– Hiciste lo que te dije, ¿verdad? Por favor, dime que sí. ¿No lo conectaste al servidor de la oficina?
– No.
– Menos mal. Te habría destrozado toda la base de datos.
– Entonces, hay un virus.
– Ahí dentro tienes algo. El hardware no está afectado. Me parece increíble que fueras tan estúpido, mira que poner un CD que encontraste en el tren. ¡Por Dios, Tom!
Tom miró tras él. El resto del equipo parecía haber perdido interés.
– ¿Qué quieres decir con eso de estúpido? Es un ordenador, ¿no? Es lo que hace. Tiene un software antivirus completo, que instalaste tú. Reproduce los CD. Tendría que ser capaz de reproducir cualquier CD.
Webb levantó el disco.
– He hecho una lectura, lejos de cualquier máquina que pudiera dañar. Es spyware, reconfigura el software e introduce sabe Dios qué cosas en el sistema. ¿Lo encontraste en un tren?
– Anoche.
– Te lo tienes bien merecido por no dejarlo en Objetos Perdidos de inmediato.
A veces Tom no podía creer que le pagara a este tipo para que lo ayudara.
– Muchas gracias. Sólo quería ayudar; pensé que podría encontrar una dirección a la que poder mandarlo.
– Sí, bueno, la próxima vez que te pase, envíamelo a mí y yo le echaré un vistazo. Bueno, aparte de esto, ¿has abierto algún documento adjunto que no reconocieras?
– No.
– ¿Estás seguro?
– No lo hago nunca, me advertiste de que no lo hiciera, hace años. Sólo los que me llegan de gente que conozco.
– ¿Porno?
– Chistes, porno, lo habitual.
– Te sugiero que te pongas condón la próxima vez que navegues por Internet.
– No tiene gracia.
– No era un chiste. Has cogido un virus muy peligroso; es sumamente agresivo. Si te hubieras conectado al servidor de la oficina esta mañana, lo habrías borrado todo, incluyendo los ordenadores de tus compañeros. Y la copia de seguridad.
– Mierda.
– Buena palabra -dijo Chris-. Ni yo mismo lo habría expresado mejor.
– Entonces, ¿cómo me deshago de él?
– Pagándome mucho dinero.
– Genial.
– O puedes comprarte un ordenador nuevo.
– Tú sí sabes cómo animarme, ¿verdad?
– Quieres hechos y te los doy.
– No lo entiendo. Creía que en los Mac no entraban virus.
– No es habitual, pero hay algunos flotando por ahí. Puede que simplemente tuvieras mala suerte. Pero lo más probable es que fuera el CD. Aunque existe otra posibilidad, claro. -Miró a su alrededor, encontró la taza de té que había dejado hacía un rato y bebió un trago.
– ¿Y cuál es? -preguntó Tom.
– Podría ser alguien que estuviera cabreado contigo. -Al cabo de un momento, Webb añadió-: Qué corbata más fardona que llevas.
Tom bajó la vista; era de color lavanda con caballos plateados. De Hermés. Kellie la había comprado hacía poco por Internet en alguna oferta por liquidación; ésa era su idea de ahorrar.
– Está en venta -dijo él.