Capítulo 37

El sargento Jon Rye creía que explorar el ordenador de alguien era como explorar su alma, y tenía experiencia más que suficiente para hacer esa observación. Había perdido la cuenta del número de ordenadores que había examinado en los últimos siete años, seguramente unos cientos, según había calculado hacía poco. Y hoy tenía otro, un Mac portátil, con pantalla de quince pulgadas y un año de antigüedad.

Todavía no se había encontrado con ningún ordenador que pudiera ocultarle sus secretos a él o a su equipo. Maleantes de todas las calañas -rateros, autores de fraudes, ladrones de coches, estafadores por Internet, pederastas-, todos creían poder limpiar su disco duro y salvarse, pero no era posible borrar un disco. El software que Jon Rye tenía a su disposición podía recuperar casi todos los datos borrados de un disco y podía sacar todas las huellas digitales de todos los recovecos de un sistema informático, por muy complejo que fuera, por muy escondidas que estuvieran.

En estos momentos, sentado a su mesa en la Unidad de Delitos Tecnológicos, que dirigía, estaba a punto de examinar el alma de un hombre llamado Tom Bryce. Y no le quedaba más remedio que trabajar el fin de semana, pues este hombre, que era un testigo en potencia, no un sospechoso, necesitaba el ordenador para trabajar el lunes por la mañana.

Jon Rye se jactaba, y no era una fanfarronada, de que le bastaba una hora con el ordenador de un hombre para saber más de él que su mujer. E, invariablemente, los ordenadores que llegaban a su dominio pertenecían a hombres y no a mujeres.

La Unidad de Delitos Tecnológicos ocupaba un espacio considerable en la planta baja de Sussex House. Para el observador casual, a grandes rasgos no parecía distinta de muchos otros departamentos del edificio. Consistía en una zona abierta con áreas de trabajo muy apretujadas; sobre las mesas de varias de estas áreas había grandes torres de servidores, y en algunas también descansaban las entrañas de ordenadores desmontados. En una de las estanterías desordenadas, entre filas de expedientes ladeados, había un sobre de azúcar Tate and Lyle. Un reloj de Bart Simpson colgaba en la pared encima de una mesa, a la que estaba sentado atentamente frente a su teclado Joe Moody, un hombre corpulento con coleta, camiseta y vaqueros, que registraba las imágenes de un grupo de vándalos adolescentes más estúpidos de lo habitual, que se habían sacado fotografías incendiando un coche que habían robado.

Una sección de la sala estaba separada del resto por una jaula; albergaba la Operación Glasgow, una importante investigación contra la pornografía infantil que llevaba en marcha dos años y que estaba a punto de destapar una de las mayores redes de Europa. La jaula era para evitar la contaminación de las pruebas con el resto del departamento. Hoy había cuatro personas trabajando en la jaula, y Rye no las envidiaba. Todos los días, durante los últimos veinticuatro meses, habían tenido que pasarse horas mirando fotos asquerosas de actos sexuales con niños. La mayor parte del trabajo de Jon Rye tenía que ver con presuntos pederastas, y nada atenuaba la ira que sentía cada vez que veía una de esas fotografías. Dios santo, había gente muy enferma suelta por el mundo. Demasiados, maldita sea.

Las persianas venecianas estaban cerradas a las vistas lúgubres del bloque de celdas, que el chaparrón que caía aún hacía más deprimente. Pero al menos hoy la temperatura del despacho era tolerable; la mayoría de los días de verano hacía demasiado calor, el aire se viciaba y las malditas ventanas no podían abrirse.

Jon Rye era un hombre duro, enjuto y nervudo de treinta y ocho años, cara agresiva y aniñada y pelo rubio, escaso y corto. Llevaba una camiseta blanca de manga corta, pantalones azul marino y zapatos negros, la misma ropa sencilla, casi de uniforme, que se ponía para ir a trabajar todos los días, y le daba igual que hoy fuera sábado. Últimamente la excepción para él era no ir a trabajar los sábados.

A Jon siempre le habían interesado la tecnología y los aparatejos, y cuando el uso de los ordenadores comenzó a explotar hacía una década, vio las nuevas y grandes oportunidades que abriría a los delincuentes y lo mal equipada que estaba la policía por aquel entonces para hacer frente a los delitos informáticos. Decidió que el trabajo de mayor seguridad en la policía estaría en delitos informáticos y que después de retirarse del cuerpo, con su experiencia en el campo, le resultaría fácil encontrar un trabajo en el mundo civil que estuviera bien pagado.

Había renunciado a intentar convencer a su mujer, Nadine, de que aquel trabajo de locos era sólo temporal y de que no se dedicaría a eso para siempre; o quizás ella había renunciado a escucharle cuando se lo decía. Miró a su alrededor a algunos de los otros miembros de su equipo que también estaban hoy en el departamento; se preguntó cuántos tendrían problemas en casa por estar allí.

El hecho era que estaban desbordados. Ahora mismo llevaban un retraso de nueve meses con los ordenadores incautados que esperaban ser examinados «forénsicamente»; como siempre, todo era cuestión de recursos. Sospechaba que los jefes preferían gastar el dinero en hacer más visible a la policía -sacándola a la calle para atrapar a ladrones, atracadores y traficantes de drogas y presentar así unas buenas estadísticas- y que consideraban que la Unidad de Delitos Tecnológicos era necesaria, pero que no hacía ganar demasiados puntos a la policía de Sussex.

Bastantes de los miembros de su equipo eran verdaderos freaks de la informática, reclutados fuera de la policía: un par salidos directamente de la universidad, otros de departamentos de informática de la industria y del Gobierno local. En el área de trabajo que tenía justo detrás, observó al más freak de todos, Andy Gidney.

Gidney, de veintiocho años, era rarito de verdad. Estaba tan delgado que casi daba pena; por el color de su tez se diría que no había salido nunca al aire libre, no había duda de que se cortaba él mismo el pelo; llevaba una ropa y unas gafas que parecían salidas de la liquidación por cierre de una tienda de segunda mano y tenía una conducta por lo general antisocial, pero era un genio absoluto en su trabajo, el miembro más inteligente de su equipo de lejos. Hablaba con fluidez siete lenguas, incluido el ruso, y aún no se le había resistido nunca ninguna contraseña.

En realidad, no necesitaban contraseñas para entrar en un ordenador, porque el software que utilizaban les permitía acceder por una puerta trasera, pero había algunos archivos protegidos con contraseñas que les daban problemas. Durante la mayor parte de la semana anterior, Andy había estado trabajando en un archivo especialmente rebelde incautado al sospechoso de un gran fraude en el que se habían clonado páginas web de bancos que operaban a través de Internet. Se negaba a abandonar y permitir que mandaran la máquina a un centro especializado en desencriptación.

A Jon no le caía bien Gidney pero admiraba su tenacidad y respetaba sus habilidades. Hacía tiempo que había aceptado que las personas de esta unidad eran muy distintas a los policías locos por la velocidad con los que solía trabajar en Tráfico, donde había pasado casi diez de sus veinte años hasta la fecha en el cuerpo. En Tráfico, principalmente se presenciaban cosas horribles y a veces tragedias estremecedoras. Pero allí, en la Unidad de Delitos Tecnológicos, se veía el verdadero lado oscuro de la naturaleza humana.

Comenzó, como hacía en todos los casos, llevando el ordenador a la sala de pruebas cerrada con llave, donde las paredes estaban llenas de estanterías de madera repletas de ordenadores incautados. Todos se consideraban escenas del crimen y estaban guardados en bolsas de plástico translúcidas y brillantes, y etiquetados. Algunos llevaban mucho tiempo allí. En el suelo, en varias bolsas de basura, apiladas con más equipo informático, estaba el resto del material.

Rye puso el portátil de Tom Bryce en una mesa, desatornilló la carcasa y sacó el disco duro, que conectó con cuidado a una caja de acero alta y rectangular con el frente de cristal. La caja contenía un aparato de protección de datos, el Fastbloc, que sacaría una copia forense del disco byte a byte.

Cuando se completó, volvió a montar el ordenador, lo llevó a su mesa, lo enchufó y comenzó a trabajar. Por costumbre, la primera orden de búsqueda que tecleó fue Buffy. No apareció nada. La segunda fue Star Trek. Tampoco apareció nada. Aquello no demostraba nada, pero era un indicador útil de que Tom Bryce no era un pedófilo. El departamento había descubierto un dato curioso a lo largo de estos últimos años: un alto porcentaje de pedófilos eran entusiastas de Buffy cazavampiros y trekkies simultáneamente. Si se hallaban rastros de los dos en un ordenador, saltaba la primera señal de alarma.

Jon trabajaba deprisa y metódicamente. Exploró el álbum de fotografías, que contenía muchas fotos de una mujer atractiva de pelo rubio ondulado y de dos chiquillos, un niño y una niña; su crecimiento registrado desde que tenían pocos días de vida, o menos, hasta ahora, cuando la niña tendría unos cuatro años, y el niño, unos siete. Fotos normales de familia. Nada por lo que alarmarse.

Luego, comenzó con los marcadores de páginas web de Bryce, pero no vio nada destacable. Retrocedió, siguiendo las huellas del hombre durante el último año, estudiando todas las direcciones de páginas web que había visitado. Había muchas páginas porno, igual que en casi todos los ordenadores de hombres que había examinado, pero aparte de algunas páginas lésbicas, no había nada que sugiriera que el hombre era un pervertido.

Entonces, topó con algo que lo desconcertó. Al principio, creyó que era el rastro de un virus, pero luego se dio cuenta de que era un código fuente de algún spyware autoinstalable. El diseño le sonaba, pero no supo de inmediato de qué. Lo siguió detenidamente, dejándose guiar por los enlaces. Y vio que el software había generado recientemente un nombre de usuario y una contraseña; los introdujo, pero habían sido invalidados y comprobó que le resultaba imposible seguir avanzando.

Se dio la vuelta. Andy Gidney, detrás de él, iPod enchufado a las orejas, estaba muy concentrado, moviendo los dedos por el teclado con la velocidad y gracia de un concertista de piano. El sargento se levantó, se acercó a su compañero y le dio un golpecito en el hombro.

– Necesito ayuda, Andy. ¿Puedes dejar lo que estás haciendo unos minutos y ver si puedes encontrar una contraseña y un nombre de usuario para atravesar un cortafuegos?

Sin decir una palabra, el freak se levantó de mal humor y se sentó a la mesa de Rye. Jon fue a buscarse un café y cuando regresó cinco minutos después Andy estaba trabajando otra vez en su mesa.

– ¿Has podido? -preguntó Rye.

– Es una contraseña de ocho dígitos, por el amor de Dios -le dijo Gidney a Rye, como si fuera idiota-. Podría tardar días.

El jefe de la Unidad de Delitos Tecnológicos volvió a sentarse a su mesa, quitó la tapa de plástico del café y dejó la taza a una distancia segura del ordenador. Volvió a seguir las huellas del spyware y, luego, de repente, se dio cuenta de por qué le sonaba el diseño.

¡Lo recordaba perfectamente!

Unos momentos después, volvió a la sala de pruebas y cogió con cuidado la bolsa de plástico opaca en la que podía leerse «Prueba policial» y que contenía el ordenador de sobremesa y la torre del servidor que les habían traído hacía tan sólo unas semanas.

Загрузка...