Grace se marchó del despacho y pasó por el área de las ayudantes de apoyo a la gestión, donde Eleanor estaba instalada junto a otras tres AAG. Juntas, esas cuatro mujeres proporcionaban el refuerzo necesario a todos los jefes del Departamento de Investigación Criminal, a excepción de Gary Weston, que tenía su propia ayudante a tiempo completo.
Una de las cosas que no le gustaban del edificio era su uniformidad impersonal. Quizás era simplemente porque lo habían reformado hacía poco o quizá porque estaba lejos de la ciudad, pero el edificio parecía estéril. No tenía agujeros en las paredes a causa de las refriegas con los maleantes o con alguien que tuviera prisa con un objeto metálico; por su parte, las moquetas no estaban raídas ni los techos manchados de nicotina, como pasaba en la mayoría de las comisarías de policía. Las ventanas no tenían los cristales agrietados, no había sillas rotas ni mesas inestables -toda la pátina del uso que daba carácter a un lugar-, aunque no fuera siempre un carácter grato, había que reconocerlo.
Eleanor tenía un ramillete de violetas sobre su mesa en un gracioso jarrón de porcelana, una fotografía de sus cuatro hijos, pero, curiosamente, ninguna de su marido, un sudoku a medias, arrancado de un periódico, y su fiambrera de plástico.
Alzó la vista con su sonrisa nerviosa habitual, una rebeca colgada pulcramente del respaldo de su silla. Después de varios años trabajando juntos, había ciertas cosas que Eleanor sabía hacer automáticamente. Una era despejar su agenda cuando era el investigador jefe de un caso importante.
Le informó brevemente de las tres reuniones de comité cuya asistencia había cancelado: una en procedimientos internos, otra en la junta de revisión de casos sin resolver de los cuerpos policiales combinados del Reino Unido y una tercera en el programa de encuentros del equipo de rugby de la policía de Sussex.
Luego, Grace recibió una llamada en el móvil de Emily Gaylor, de la Unidad de Juicios de Brighton, la administradora de la acusación en el juicio contra Suresh Hossain, para decirle que definitivamente no iban a necesitarle hoy en el juzgado. Hossain era un delincuente inmobiliario acusado de asesinar a un competidor.
Cogió su maletín con la revista FHM bien guardada dentro y cruzó la zona abierta, con su moqueta verde flanqueada de mesas que albergaban al personal de apoyo de los jefes del Departamento de Investigación Criminal. A su izquierda, a través de una ancha extensión de cristal, podía ver el interior del impresionante despacho del inspector jefe Gary Weston. Por una vez, Gary estaba dentro, dictándole algo a su ayudante.
Cuando alcanzó la puerta al fondo de la sala, Grace acercó su tarjeta de seguridad al ojo gris Interflex, luego empujó la puerta para abrirla y entró en un pasillo silencioso con moqueta gris que olía a recién pintado. Pasó por delante de un tablón de anuncios de fieltro rojo, en el que se leía «Operación Lisboa»; debajo había una fotografía de un hombre oriental, con barba rala, rodeada de varias fotos, cada una con un círculo rojo, en la playa rocosa al pie de los altos acantilados de Beachy Head, un lugar emblemático de la ciudad. Habían hallado al hombre sin identificar al pie del acantilado hacía cuatro semanas. Al principio, supusieron que se trataba de otro suicida, hasta que la autopsia reveló que ya estaba muerto cuando cayó.
Grace dejó a su izquierda el despacho del equipo de investigación externo, donde los detectives requeridos para casos importantes montaban su base de operaciones mientras duraban las pesquisas, luego una puerta a la izquierda, con la placa «Investigador Jefe», que sería el despacho temporal al que se trasladaría para esta investigación. Justo enfrente, había una puerta con la placa «MIR Uno» y la cruzó.
El MIR Uno y el MIR Dos eran los centros neurálgicos de los casos importantes. A pesar de las ventanas opacas demasiado altas para asomarse, el Uno, con sus paredes blancas recién pintadas, era espacioso, tenía luz y transmitía energía positiva. Era su sala preferida en todo el edificio. Si bien en otras partes de Sussex House echaba de menos el bullicio caótico de los centros de investigaciones con el que había crecido, esta sala parecía una central eléctrica.
Tenía un aire casi futurista, como si pudiera albergar tranquilamente el Centro de Control de Misiones de la NASA en Houston. Era una habitación en forma de «L» dividida en tres áreas de trabajo principales, cada una con una mesa larga y curva para ocho personas, con pizarras blancas enormes; una, «Operación Cormorán»; otra «Operación Lisboa», otra «Operación Ventisca», cada una cubierta con fotografías de la escena del crimen y gráficos de las evoluciones. Había una pizarra nueva, de ayer por la tarde: «Operación Ruiseñor», el nombre al azar que el ordenador de la policía de Sussex había elegido para la investigación sobre el torso desmembrado.
A diferencia de las áreas de trabajo del resto del edificio, en esta sala no había rastro de objetos personales sobre las mesas o en las paredes. Ni fotos de familiares o de futbolistas, ni programas de encuentros ni tiras cómicas. Todos y cada uno de los objetos de la sala, aparte de los muebles y del hardware, estaban relacionados con los casos que se investigaban. Tampoco se hacían bromas. Sólo campaba el silencio de la concentración intensa, el timbre sordo de los teléfonos, el clac, clac, clac del papel que salía de las impresoras láser.
Cada una de las áreas de trabajo estaba operada por un equipo mínimo integrado por un director, que normalmente era un sargento o un inspector, un supervisor de sistemas, un analista, un indexador y un mecanógrafo. Grace conocía la mayoría de las caras, pero todos estaban demasiado ocupados como para distraerlos con los detalles de los saludos.
Nadie levantó la vista mientras cruzaba la sala en dirección a su equipo, salvo el sargento Glenn Branson, metro noventa, negro y calvo como una bola de billar, quien lo saludó levantando la mano. Llevaba puesto uno de sus habituales trajes elegantes, hoy uno marrón de raya diplomática que hacía que pareciera más un próspero traficante de drogas que un policía, una camisa blanca con el cuello almidonado y una corbata que parecía diseñada por un chimpancé daltónico drogado.
– ¡Eh, viejo! -dijo Glenn Branson, tan fuerte que todos los de la sala levantaron la vista un momento.
Grace miró al resto de los ocho miembros centrales de su equipo con una breve sonrisa. Había cogido a la mayoría directamente de su último caso, lo que significaba que no habían podido descansar demasiado, por no decir nada, pero era un buen grupo y habían trabajado bien juntos. Gracias a años de experiencia, había aprendido que si tenías un buen equipo, valía la pena no tocarlo, si era posible.
El miembro más antiguo era la sargento Bella Moy de rostro alegre y cabello castaño rojizo, que tenía un paquete abierto de Maltesers, como siempre, a unos centímetros de su teclado. La observó tecleando muy concentrada, cada pocos momentos alejaba la mano derecha del teclado, como si fuera una criatura con vida propia, para coger una pastilla de chocolate y llevársela a la boca. Era una mujer esbelta y, sin embargo, comía más que cualquier ser humano con el que Grace se hubiera tropezado nunca.
A su lado, estaba sentado el detective Nick Nicholl, de casi treinta años, pelo corto y alto como un pino. Era un policía entusiasta y un delantero de fútbol rápido a quien Grace animaba para pasarse al rugby, puesto que pensaba que sería perfecto para jugar en el equipo de la policía del que le habían pedido que fuera el presidente el próximo otoño.
Delante de él, leyendo un grueso listado de ordenador, estaba la agente novata Emma-Jane Boutwood. Era una joven hermosa de largo pelo rubio y figura perfecta. Al principio, cuando se había unido al equipo en el último caso, Grace creyó que era una policía de poca monta, pero pronto había demostrado ser una agente batalladora. El comisario le auguraba un futuro brillante en el cuerpo, si permanecía en él.
– ¿Y bien? -dijo Glenn Branson-. He cambiado de corazonada. ¿Cómo te convenzo de que mi nueva corazonada es la acertada? Teresa Wallington.
– ¿Quién es? -preguntó Grace.
– Una chica de Peacehaven. Prometida. No se presentó a su fiesta de compromiso anoche.
Las palabras removieron algo frío en lo más profundo de Grace.
– Sigue.
– He hablado con su prometido. Dice la verdad.
– No lo sé -dijo Grace.
Su intuición le decía que era demasiado pronto, pero no quería desmoralizar a Glenn Branson. Examinó las fotografías de la escena del crimen colgadas en la pared que se habían apresurado a traer a petición suya. Miró un primer plano de la mano cortada, luego las fotos espeluznantes del torso desmembrado en la bolsa negra.
– Confía en mí, Roy.
– ¿Que confíe en ti? -dijo Grace sin apartar la vista de las fotografías.
– ¡Ya estás haciéndolo otra vez! -dijo Branson.
– ¿Haciendo qué? -preguntó Grace, perplejo.
– Lo que me haces siempre, tío. Contestarme con una pregunta.
– ¡Eso es porque nunca entiendo de qué diablos me hablas!
– ¡Y una mierda!
– ¿Cuántas mujeres desaparecidas tenemos que aún no hayamos descartado?
– No se ha producido ningún cambio desde ayer. Todavía son cinco. A partir de un radio razonable de nuestra área. A nivel nacional son más.
– ¿Aún no tenemos noticias del laboratorio sobre el ADN? -preguntó Grace.
– Esta tarde a las seis esperan saber si la víctima figura en su base de datos -intervino la detective Boutwood.
Grace miró la hora. Dentro de quince minutos tenía que ir directo al depósito de cadáveres. Hizo algunos cálculos aritméticos mentales. Según la mejor estimación de Frazer Theobald realizada ayer sobre el terreno, la mujer llevaba muerta menos de veinticuatro horas. No era extraño que alguien desapareciera durante un día, pero dos días comenzarían a sembrar la preocupación entre amigos, parientes y compañeros de trabajo. Era probable que hoy fuera un día productivo, al menos para elaborar una lista de la posible identidad de la víctima.
– ¿Tenemos un molde de las huellas? -dijo dirigiéndose al detective Nicholl.
– Lo están sacando.
– No es suficiente -dijo Grace, un poco irritado-. En la reunión de esta mañana he dicho que quería a dos agentes recorriendo las tiendas de la zona con los moldes para ver si encontrábamos una correspondencia. Lo más probable es que alguien comprara las botas para la ocasión. Si así fue, puede que lo grabara una cámara de seguridad. No puede haber tantas tiendas por la zona que vendan botas gruesas. Aseguraos de darme un informe en la reunión de las seis y media.
El detective Nicholl asintió y descolgó de inmediato el teléfono.
– Lleva ya dos días sin ponerse en contacto con él -insistió Branson.
– ¿Quién? -dijo Grace distraídamente.
– Teresa Wallington. Vive con su prometido. No parece que haya ninguna razón para que no se presentara.
– ¿Y las otras cuatro de nuestra lista?
– Hoy tampoco ha aparecido ninguna -admitió a regañadientes.
Aunque tenía treinta y un años, Branson sólo llevaba seis siendo policía, después de un comienzo en falso en la vida como segurata de discoteca.
A Grace le caía muy bien; era listo y generoso, y tenía grandes corazonadas. Las corazonadas eran importantes en el trabajo policial, pero tenían un inconveniente: podían hacer que la policía se precipitara en sus conclusiones, no analizara de manera adecuada otras posibilidades y, luego, subconscientemente, seleccionara pruebas que encajaran con sus corazonadas. A veces, Grace tenía que frenar el entusiasmo de Branson por su propio bien.
De todos modos, en estos momentos, no le necesitaba en el caso sólo por su corazonada, sino por algo claramente extracurricular.
– ¿Quieres dar un paseo hasta el depósito de cadáveres conmigo?
Branson lo miró con las cejas levantadas.
– Mierda, tío, ¿es ahí adonde llevas a todas tus citas?
Grace sonrió. Branson tenía más razón de lo que creía.