A la 1.25 horas, hubo una explosión repentina de Jay-Z cuando el móvil de Glenn Branson sonó en el dormitorio. Al alargar el brazo a toda velocidad para contestar y silenciar el dichoso aparato antes de que Ari se despertara, tiró el vaso de agua de la mesita de noche y mandó el teléfono y el despertador al suelo.
Saltó de la cama a oscuras, un poco confuso y buscó a tientas debajo de la silla junto a la mesa donde había caído el teléfono, la música cada vez más fuerte. Por fin lo cogió y clavó el dedo en la tecla de contestar.
– Sargento Branson -contestó, susurrando, agazapándose como si, de algún modo, así pudiera hablar aún más bajo.
Era Tom Bryce, y por la voz parecía estar fatal.
– Sargento Branson, siento llamarle tan tarde.
– Tranquilo, Tom, no se preocupe. Espere un…
– ¡Por el amor de Dios! -dijo Ari-. Llegas a casa pasadas las doce y me despiertas, y ahora me despiertas otra vez. Creo que deberíamos plantearnos dormir en habitaciones separadas. -Y se dio la vuelta a modo de indirecta.
Una forma genial de comenzar la semana, pensó Branson con tristeza mientras salía del cuarto. Entró con el teléfono en el baño color naranja intenso y cerró la puerta.
– Lo siento. Ahora le escucho -dijo, y se sentó desnudo en la tapa del váter a falta de otro lugar-. Dígame.
El cuarto olía a masilla. Miró la mampara nueva de cristal de la ducha, instalada hacía sólo una semana, y los azulejos atigrados que Ari había escogido y que el fontanero había acabado de colocar el viernes. Se habían mudado a esta casa hacía tres meses. Estaba en una buena zona, a poca distancia tanto del mar como del campo, en Saltdean, aunque en estos momentos, le había comentado Ari, todo el barrio estaba inquieto porque se encontraban a menos de kilómetro y medio de donde habían hallado el cadáver de Janie Stretton.
– Tengo que saber si esta línea es segura -dijo Tom Bryce, que parecía casi histérico. Oía un rugido, como si estuviera conduciendo.
Branson miró la pantalla del teléfono; Bryce llamaba desde su móvil.
– Me ha llamado al móvil, todas las señales que emite están encriptadas. Es totalmente seguro -le dijo para intentar que Bryce mantuviera la calma. Decidió no mencionar que el móvil de Tom, que suponía que sería normal, estaba abierto a cualquiera que sintonizara su frecuencia-. ¿Dónde está, Tom?
– No quiero decírselo.
– De acuerdo. ¿No está en casa?
– No, no es seguro hablar desde casa. Hay micros.
– ¿Quiere que nos veamos en algún lugar?
– Sí. No. Sí… Quiero decir… Tiene que ayudarme.
– Para eso estoy.
– ¿Cómo sé que puedo confiar en usted? ¿Que nuestra conversación será confidencial?
Branson frunció el ceño ante la pregunta.
– ¿Qué garantía necesita para sentirse cómodo?
Hubo un largo silencio.
– ¿Hola? Señor Bryce, Tom, ¿sigue ahí?
– Sí. -Apenas escuchó su voz.
– ¿Ha oído mi pregunta?
– No sé si…, si debería hacerlo. Creo que no puedo arriesgarme.
Tom Bryce colgó.
Glenn Branson marcó el número de la pantalla y le saltó directamente el buzón de voz. Dejó un mensaje diciendo que había llamado, luego esperó un par de minutos, muy despierto, la cabeza a mil por hora, deseando que Ari fuera más comprensiva. Sí, era difícil, pero estaría bien que se mostrara un poco más tolerante. Se encogió de hombros. Qué diablos. Quizá debería leer ese libro que le había regalado por Navidad, Los hombres son de Marte, las mujeres de Venus. Le había dicho que tal vez lo ayudara a comprender cómo se sentía una mujer. Pero dudaba que alguna vez llegara a entender de verdad qué querían las mujeres. Los hombres y las mujeres no eran de planetas distintos; eran de universos distintos.
Volvió a marcar el número de Bryce. De nuevo, le saltó directamente el buzón de voz. Después, llamó al número de casa de los Bryce, y sintió un profundo terror imposible de describir.
– ¿No está? -dijo Roy Grace, de pie junto a Branson en el recibidor de la casa de Tom Bryce a las dos y diez de la mañana, mirando furioso y desconcertado al joven policía de Relaciones Familiares-. ¿Qué coño quieres decir con que no está?
– Subí a ver si se encontraba bien y no estaba.
– Tom Bryce, su hija de cuatro años y su hijo de siete se marchan de la casa, ¿y tú ni te enteras?
– Yo…, bueno, mm… -balbució Chris Willingham con impotencia.
– Te has quedado dormido estando de guardia, ¿verdad?
– No, yo…
Grace, que mascaba chicle para disimular el olor a alcohol de su aliento, se quedó mirando al joven agente.
– Se suponía que tenías que vigilarlos. No quitarle el ojo de encima a Bryce porque era el sospechoso principal. ¿Y te han dado esquinazo?
El agente de Relaciones Familiares explicó a los dos detectives lo que había pasado en las últimas horas, en especial les habló del e-mail que Tom Bryce decía haber recibido y que había desaparecido de su ordenador.
Grace venía directamente del hospital del condado de Sussex, donde la joven detective en la que había depositado tantas esperanzas, Emma-Jane Boutwood, estaba con respiración artificial y a punto de entrar en el quirófano. Había tenido que asumir el deprimente deber de llamar a sus padres y comunicarles la noticia de que los médicos no esperaban que su hija sobreviviera.
Se había marchado de la cama de Cleo a regañadientes y flotando en una nube, pero después de conocer la gravedad de las lesiones de Emma-Jane, todos los recuerdos del rato que había pasado aquella noche con Cleo se habían borrado -al menos temporalmente- y ahora estaba muy deprimido y sumamente preocupado por Emma-Jane.
El conductor de la furgoneta, que seguía sin identificar, aún estaba inconsciente en la Unidad de Cuidados Intensivos del mismo hospital. Grace había ordenado una vigilancia las veinticuatro horas del día junto a su cama y había dejado instrucciones al agente encargado de la misma de que, en cuanto el hombre recobrara la conciencia, lo detuvieran por intento de asesinato de un policía. Grace sólo esperaba que no tuvieran que elevar el cargo a asesinato.
Mientras tanto, el detective Nick Nicholl le esperaba en el centro de investigaciones con un ordenador portátil que quería que viera, y el esquivo señor Tom Bryce se había largado con sus dos hijos. ¿Por qué había hecho eso?
Y sólo hacía dos horas que había comenzado la semana.
– Esa llamada que has recibido de Tom Bryce -le dijo a Branson-, dices que parecía raro. ¿Estaba asustado?
– Muy asustado -confirmó Branson.
Grace se quedó pensando un momento.
– ¿Ayer le hiciste rellenar un formulario por la desaparición de su mujer?
Branson asintió.
– ¿Lo archivaste?
– Sí.
– Llama a Nick, está en el centro de investigaciones. Pídele que lo busque. Figurarán las direcciones de los familiares y amigos más cercanos de la señora Bryce. Un hombre asustado no conducirá muy lejos con dos niños pequeños en mitad de la noche. ¿Has difundido la descripción del coche?
Tanto Chris Willingham como Glenn Branson se quedaron mirándolo perplejos. Era evidente que a ninguno de los dos se le había ocurrido.
– ¿Qué coño está pasando aquí?
– Roy, no sabía hasta qué punto había que controlarle -dijo Glenn Branson intentando tranquilizarlo-. Chris sólo ha venido para ayudarle a sobrellevar la situación y ofrecerle protección.
– Sí, y si divulgamos la descripción del vehículo que conduce aún podremos ofrecerle más protección, con cada maldito coche patrulla que haya por la calle. -Aunque sabía que a estas horas no serían muchos.
– ¿Le digo a Nick que convoque al resto del equipo?
Grace lo pensó un momento. La tentación de sacar a Norman Potting de la cama era casi irresistible, pero le daba la impresión de que tenían un día muy largo por delante. Dejaría que el máximo número de agentes durmiera bien esta noche para al menos tener personal descansado y alerta en la reunión de las ocho y media.
Se dio cuenta de que tenía que encontrar un sustituto para Emma-Jane. ¿Y cómo iba a reaccionar Alison Vosper a otro accidente de tráfico provocado por una persecución policial? El taxista estaba en el hospital con diversas lesiones leves, su pasajero, que no llevaba puesto el cinturón, se había roto una pierna. Un periodista del Argus ya se había presentado en el hospital, y toda la prensa pronto se haría eco de la historia.
«Mierda, mierda, mierda.»
– Hay un problema. No sé la matrícula de su coche -dijo Glenn Branson.
– Bueno, no creo que sea muy complicado averiguarlo. Seguramente tienen la documentación del coche en algún lugar de la casa.
Grace dejó que Branson hiciera la llamada y que el agente de Relaciones Familiares buscara en el piso de abajo la información sobre el coche. Subió las escaleras y encontró los cuartos de los niños y el dormitorio principal con la cama sin hacer. Nada. El estudio de Tom Bryce parecía más prometedor. Echó un vistazo a la mesa del hombre, atestada de carpetas y con una webcam en un soporte. Arrugando la nariz por el hedor a vómito, hurgó en los cajones, pero no encontró nada interesante, así que miró en el alto archivador metálico negro.
Toda la información estaba en una carpeta titulada «coches».
No todo el trabajo policial requería tener un título en ingeniería aeronáutica, pensó.
Al cabo de quince minutos, Grace y Branson estaban en un ascensor deprimente, con grafitis obscenos en todas las paredes y con un charco de orina en una esquina, en un bloque de pisos del barrio de viviendas subvencionadas de Whitehawk.
Salieron en el séptimo piso, recorrieron el pasillo y llamaron al timbre del apartamento 72.
– ¿Quién es? -gritó una mujer al rato.
– ¡Policía! -dijo Grace.
Una mujer de aspecto cansado y atribulado de cincuenta y pocos años, que llevaba una bata y unas zapatillas con una borla, les abrió la puerta. Parecía haber sido atractiva de joven, pero ahora tenía la cara áspera, llena de arrugas, y el pelo ondulado, cortado sin ninguna forma, era rubio, tirando a gris. Tenía los dientes muy manchados, por la nicotina, decidió Grace, a juzgar por el olor a tabaco. En algún lugar de la casa, un niño gritaba. Había un olor levemente rancio a grasa frita.
Grace levantó su placa.
– Soy el comisario Grace del Departamento de Investigación Criminal de Brighton, y él es el sargento Branson. ¿Es usted la señora Margaret Stevenson?
La mujer asintió.
– ¿Es la madre de la señora Kellie Bryce?
La mujer vaciló un segundo.
– Sí. No está aquí-dijo luego-. ¿Buscan a Tom? No está.
– ¿Sabe dónde está? -preguntó Grace.
– ¿Saben dónde está mi hija?
– No, estamos intentando encontrarla.
– Ella no desaparecería así, no abandonaría a sus hijos. No ha soportado nunca perderlos de vista. Ni siquiera le gusta dejarlos con nosotros. Tom ha traído a los niños hará una hora. Ha llamado al timbre, los ha metido en casa y se ha marchado.
– ¿Le ha dicho adónde iba?
– No. Ha dicho que me llamaría más tarde.
Los gritos se volvieron más fuertes. La mujer se giró, preocupada.
Grace sacó una tarjeta del bolsillo y se la dio.
– Por favor, llámeme si habla con él. Al móvil.
– ¿Quieren pasar? -preguntó la mujer mientras cogía la tarjeta-. ¿Quieren un té? Debo calmar a Jessica para que deje de llorar. Mi marido tiene que dormir. Tiene párkinson. Debe descansar.
– Siento haberla molestado -dijo Grace-. ¿El señor Bryce no le ha dicho nada?
– Nada.
– ¿No le ha explicado por qué le traía a los niños en mitad de la noche?
– Para ponerlos a salvo, eso ha dicho. Nada más.
– ¿Para ponerlos a salvo de qué?
– No me lo ha dicho. ¿Dónde está Kellie? ¿Dónde creen que está?
– No lo sabemos, señora Stevenson -dijo Glenn Branson-. La llamaremos en cuanto la encontremos. ¿El señor Bryce no le ha dicho adónde iba?
– A buscar a Kellie, me ha dicho.
– ¿No ha dicho adónde?
La mujer negó con la cabeza. Los gritos se volvieron aún más fuertes. Grace y Branson se miraron; una pregunta y un gesto de resignación.
– Siento haberla molestado -dijo Grace. Sonrió para intentar tranquilizarla-. Encontraremos a su hija.