Capítulo 27

Un agente de apoyo a la comunidad, que apenas se distinguía de un policía de uniforme, estaba delante de la puerta del edificio de Kemp Town donde Janie Stretton tenía alquilado un piso. Sostenía una carpeta sujetapapeles y anotaba el nombre de todas las personas que entraban y salían del edificio. A diferencia del esplendor -aunque desvaído- de la casa de su padre, esta calle, con sus casas adosadas venidas a menos, el calidoscopio de tablones de agencias inmobiliarias, cubos de basura llenos, coches y furgonetas modestos, era terreno de estudiantes.

En el siglo xix, Kemp Town había guardado las distancias con Brighton, era un enclave elegante de espléndidas casas de la época de la Regencia, construido en una colina rematada con un hipódromo y con buenas vistas sobre el Canal. Pero, de forma gradual, durante la segunda mitad del siglo xx, con la construcción de viviendas subvencionadas y bloques de pisos y el desdibujamiento progresivo de los límites, Kemp Town se contagió de la misma aura sórdida y gastada que había corroído Brighton hacía tiempo.

Aparcada al final de la calle y sobresaliendo demasiado, Grace vio la mole alta y cuadrada del camión del centro de investigaciones. Encajó su Alfa Romeo en un espacio entre dos coches justo delante, luego bajó por la calle con Branson, ambos con sus bolsas.

Eran poco menos de las tres, y a Grace le dolía el estómago por haber engullido dos sándwiches de gambas, una barrita de Mars y una coca-cola en el coche mientras regresaban de casa del padre de Janie. Le sorprendió tener apetito después de dar la dura noticia, y aún más que, en realidad, fuera un apetito voraz, como si de algún modo al comer estuviera reafirmando la vida. Ahora la comida contraatacaba.

Soplaba un viento borrascoso y salado, y el cielo se estaba encapotando. Las gaviotas volaban en círculos, graznando y gimiendo; un tablón de «en venta» de Mishon Mackay se balanceó en el viento cuando Grace pasó por delante. Esta era una parte de Brighton que siempre le había gustado, cerca del mar, con espléndidos chalés adosados antiguos. Si uno cerraba los ojos, si se imaginaba que no estaban las inmobiliarias ni los porteros automáticos de plástico y si se daba una capa de pintura blanca a los edificios, podía verse a los londinenses adinerados de hacía cien años saliendo por la puerta con sus mejores galas y caminando con aire arrogante, quizás en dirección a las casetas de la orilla, o a un magnífico café, o dando una vuelta pausada por el paseo marítimo, para disfrutar de los placeres de la ciudad y su elegante costa.

Brighton había cambiado mucho, incluso durante su corta vida. Recordaba que, de niño, las calles como aquélla eran territorio de mujeres con propiedades junto al mar. Ahora, tras un par de décadas en manos de especuladores inmobiliarios, estas casas estaban todas divididas en habitaciones y pisos de estudiantes de alquiler bajo: dinero al contado, tipos duros que pasaban a cobrar. Y si algo iba mal, quizá podías arreglarlo, al final, si tenías suerte.

A veces, un domingo lluvioso, a Grace le encantaba ir al museo de la ciudad y contemplar los grabados y las acuarelas de las épocas pasadas de Brighton, de los tiempos del viejo muelle y coches de caballos, cuando los hombres se paseaban con sombreros de copa de seda y usaban bastones con empuñaduras de plata. Solía preguntarse cómo debía de ser la vida entonces y, luego, recordaba cuando su padre le contaba que su dentista le daba a un pedal para accionar la fresa. Y, de repente, se alegraba de vivir en el siglo xxi, a pesar de todos los males de la sociedad moderna.

– Un penique por tus pensamientos -le dijo el sargento Branson.

– Me gusta esta parte de Brighton -dijo Grace.

Branson lo miró, sorprendido.

– ¿Sí? Yo creo que es asquerosa.

– No sabes apreciar la belleza.

– Esta parte de la ciudad me recuerda a esa película, Brighton Rock. Dickie Attenborough hacía de Pinkie.

– Sí, la recuerdo. Y leí la novela -dijo Grace, venciéndole por una vez.

– ¿Era un libro? -Branson lo miró sorprendido.

– Dios santo, ¿en qué planeta vives? -dijo Grace-. Es de Graham Greene. Es una de sus novelas más famosas. Se publicó en los cuarenta.

– Sí, eso lo explica, viejo. ¡Tu generación!

– ¡Sí, sí! Me cuentas todos esos rollos sobre que sabes mucho de cine, pero en el fondo sólo eres un ignorante.

Branson se detuvo un momento y señaló una ventana cerrada con tablas, luego la pintura quemada por la sal y, luego, el enlucido que se desconchaba.

– ¿Qué hay de bonito en eso?

– La arquitectura. Este lugar tiene alma.

– Sí, bueno, trabajé en una discoteca a la vuelta de la esquina y nunca encontré ni vi ninguna alma allí dentro. Sólo una cola interminable de idiotas empastillados.

Llegaron a donde estaba el agente de apoyo a la comunidad, delante de la puerta de entrada, y le mostraron las placas. El policía anotó sus nombres diligentemente en su libreta con la mayor lentitud que Grace había visto. Habían incorporado estos agentes para aligerar el trabajo de los policías. Los apodaban «policías de plástico» y eran perfectos para tareas como aquélla.

– Suban al segundo piso -les dijo amablemente-. Han inspeccionado la escalera y el acceso, no han encontrado nada «forénsicamente» relevante. -Hablaba como si manejara el cotarro, pensó Grace, riéndose para sus adentros.

Al entrar, a Grace el lugar le recordó a todos los edificios de alquiler bajo en los que había estado: la moqueta gastada en el suelo, los buzones rebosantes de propaganda, la pintura desconchada y el papel de pared despegado, el olor a col hervida, la bicicleta encadenada en el vestíbulo, la escalera empinada y estrecha.

Una tira de plástico azul, amarillo y blanca de la policía de Sussex precintaba la puerta del piso. Grace y Branson sacaron sus blancos trajes protectores de las bolsas, se los pusieron, luego los guantes, los chanclos y las capuchas. Entonces, Branson llamó a la puerta.

Al cabo de un rato, Joe Tindall les abrió, vestido con el mismo atuendo protector que ellos. Daba igual cuántas veces viera trabajando Grace a los miembros del SOCO, sus trajes blancos con capucha siempre le hacían pensar en agentes secretos del Gobierno limpiando después de una invasión alienígena. Y daba igual cuántas veces hubiera visto a Joe Tindall últimamente, no se acostumbraba al cambio radical de imagen de su colega.

– Dios santo, realmente nos vemos en los mejores lugares, ¿verdad, Roy? -dijo Tindall a modo de saludo.

– Me gusta mimar a mis hombres -contestó Grace con una sonrisa burlona.

– Ya lo hemos notado.

Entraron en un pequeño recibidor. Tindall cerró la puerta. Otra figura vestida de blanco inspeccionaba el zócalo a cuatro patas. Grace vio que habían desarmado un radiador de la pared. Cuando acabaran allí, todos los radiadores estarían desmontados, la mitad del suelo levantado e incluso habrían arrancado trozos de papel de pared.

Habían colocado en el centro del pasillo una franja de cinta adhesiva de la policía para que nadie se saliera de ese camino. Tindall era muy meticuloso a la hora de proteger las escenas del crimen.

– ¿Algo de interés? -preguntó Grace mirando a un gato naranja y blanco que había salido a observarle.

Tindall volvió a lanzarle una mirada extraña.

– Sígueme.

– Tú debes de ser Bins -dijo Grace al gato, recordando que Derek Stretton había mencionado al animal.

Bins maulló.

– ¿Alguien le ha dado de comer?

– Hay un alimentador de esos automáticos en la cocina -dijo Tindall.

Roy Grace siguió al agente del SOCO. A diferencia del exterior del edificio y del destartalamiento de las zonas comunes, el piso de Janie Stretton era espacioso, muy ordenado, y la decoración, aunque barata, estaba elegida con mucho gusto. El vestíbulo y el salón tenían el suelo de madera pulida cubierto con alfombras blancas y todas las cortinas y la tapicería mullida también eran blancas, con la carcasa de los muebles lacada negra, excepto seis sillas de plexiglás dispuestas alrededor de la mesa de comedor. En las paredes había fotografías en blanco y negro, un par de ellas desnudos bastante eróticos, observó Grace.

A un lado del salón, en la entrada de un mirador había una mesa pequeña, de aspecto bastante endeble, con un portátil Sony encima y un teléfono con contestador. La luz de mensajes parpadeaba.

Había una cocina minúscula, un cuarto de invitados igual de pequeño, luego un dormitorio principal grande, con un toque muy femenino y en el que persistía la fragancia de un perfume elegante que Grace reconoció vagamente y que le gustó. Era extrañamente doloroso pensar que la persona que lo había llevado estaba ahora muerta y que, sin embargo, esta parte suya perduraba. La habitación tenía moqueta blanca y había una mancha grande en el centro, de medio metro de diámetro más o menos, luego varias manchas más pequeñas alrededor. Manchas de sangre que alguien había intentado sacar, sin éxito.

A través de una puerta abierta, vio el interior de un baño en suite. Se acercó, rodeando con cuidado las manchas de sangre, y miró dentro. Había un cubo de plástico vacío y un cepillo de fregar en el suelo junto al baño.

Recorrió el dormitorio con la mirada, asimilándolo todo, mientras otro miembro del SOCO vestido de blanco empolvaba afanosamente todas las superficies en busca de huellas. Miró el arcón de cedro a los pies de la cama de matrimonio, los cojines esparcidos encima, el largo espejo de pie de madera antiguo, las persianas venecianas cerradas, las dos lámparas de las mesitas de noche, encendidas, las puertas de espejo del armario enfrente de la cama. Vio los lugares en la pared que el asesino se había descuidado de limpiar. O quizá se había dado por vencido con las manchas de la moqueta…, o lo habían sorprendido en plena limpieza.

Sin embargo, el cubo estaba impoluto, igual que el cepillo de fregar.

Otro enigma.

Bins entró en la habitación y se restregó en la pierna de Grace, que volvió a acariciar al gato, distraídamente. Luego, viendo que Tindall miraba hacia arriba, se fijó de repente en el techo de espejo encima de la cama.

– Un poco insólito, ¿no te parece? -dijo el agente del SOCO.

– Bastante pervertidillo -comentó Branson-. ¡Sí!

– Quizá le dolía la espalda -sugirió Grace, medio en broma-. Y era la única forma que tenía para poder maquillarse.

– Hay más -añadió el del SOCO abriendo el arcón a los pies de la cama.

Grace y Branson miraron dentro. Asombrado, Grace vio que estaba lleno de objetos que habría esperado encontrar en una mazmorra sadomasoquista.

Sin que le hiciera falta tocar el contenido, vio un látigo, unas esposas, una máscara de goma, varios arneses, incluido un collar de perro con pinchos que era evidente que no había sido diseñado con mentalidad perruna, un rollo de cinta adhesiva plateada, una fusta de bambú y un surtido de vibradores.

Grace silbó.

– Creo que has encontrado su caja de juguetes.

– Si a ella le ponía… -dijo Joe Tindall.

Grace se arrodilló y miró más detenidamente.

– ¿Algo más?

– Sí, en la mesilla de noche hay una veintena de revistas porno recientes. Material fuerte, porno duro.

Grace y Branson echaron un vistazo rápido a la colección de revistas. Hombres con mujeres, mujeres con mujeres, hombres con hombres y diversas variaciones. A pesar de las circunstancias, Grace sintió una punzada de lascivia mientras pasaba algunas de las páginas de mujeres con mujeres; no pudo evitarlo y, en realidad, se alegró bastante de que, por fin, después de tantos años, los sentimientos, los deseos, volvieran a aflorar.

– ¿Es «normal» esta mierda? -preguntó Glenn Branson.

– He encontrado porno en los cajones de muchos hombres antes -dijo Tindall-. No lo encuentro a menudo en los de las mujeres.

Grace se alejó de los dos hombres y paseó, solo, por todo el piso. Quería familiarizarse con el lugar. Y cuanto más caminaba, menos acogedor le parecía.

Recordó que el arquitecto Le Corbusier dijo que las casas son máquinas para vivir. Es lo que parecía aquel piso. Estaba limpísimo. Había un desinfectante fresco Pato WC en el váter, en el baño en suite; la pila estaba reluciente, todos los artículos de tocador, salvo un cepillo de dientes eléctrico y un dentífrico blanqueador, estaban guardados en los armarios del baño. Estaba increíblemente limpio, para ser de una estudiante.

Comparó el dormitorio que Janie tenía aquí con el de casa de su padre, con el poster en la pared, los peluches, la colección de conchas, los libros; uno podía formarse una imagen de una persona a través de su habitación, pero en este caso no.

Grace pasó al salón y, utilizando su pañuelo, pulsó el último número marcado en el teléfono. Sonó algunas veces, luego oyó el contestador del bufete de abogados donde trabajaba Janie. Luego marcó el 1471 para comprobar el último número entrante, pero estaba oculto. Después, pulsó la tecla de reproducción de mensajes del contestador. El gato estaba cerca de él, pero no se fijó. Miraba una fotografía enmarcada de Janie que había sobre la mesa, junto al contestador: llevaba un largo vestido de noche y parecía que estaba delante de la ópera de Glyndebourne. Era interesante, observó, que en todas las fotografías que había visto de ella pareciera estar posando. El contestador se puso en marcha y oyó una voz de mujer bastante anodina: «Ah, emm, hola, Janie, soy Susan, la secretaria del señor Broom. Son las once y cuarto del miércoles. El señor Broom te esperaba esta mañana a las ocho para ultimar con él las notas para la instrucción con el abogado. ¿Puedes llamarme, por favor?».

Grace anotó la información en su libreta.

Había otro mensaje similar de la misma mujer, dos horas después. Luego, a las tres y media de la tarde, una mujer distinta, de voz más joven y bastante despierta: «Hola, Janie, soy Verity. Estoy un poco preocupada porque no has aparecido hoy. ¿Estás bien? Quizá me paso luego cuando me vaya a casa. Llámame o mándame un mensaje o algo».

Luego, una hora después, había un mensaje distinto de una mujer de voz excesivamente jovial: «Ah, hola, Janie, soy Claire. Tengo algo para ti. Llámame, por favor».

El siguiente mensaje era de Derek Stretton: «Hola, Janie, cielo. He recibido tu tarjeta de cumpleaños, eres un encanto. Tengo muchas ganas de verte el viernes. He reservado mesa en tu restaurante preferido. ¡Podemos salir y darnos un gran festín de marisco! Llámame antes si tienes un momento. Te quiero mucho, mucho. ¡Soy papá!».

Luego, una voz de hombre bastante tosca: «Ah, hola, señorita Stretton. Me llamo Darren. La llamo de Beneficial para saber si querría que le hiciéramos un presupuesto para el seguro del hogar. Volveré a llamarla».

Luego, otra vez la voz alegre de Claire, esta vez un poco inquieta: «Ah, hola, Janie, soy Claire otra vez. Me preocupa que no escucharas mi mensaje de ayer. Intentaré llamarte otra vez al móvil, era para esta noche».

Grace frunció el ceño. ¿Para «esta noche»? Miércoles por la noche. ¿Cuando ya llevaba muerta unas veinticuatro horas?

Había varios mensajes más del bufete el día siguiente, jueves. Y otra vez de la mujer llamada Claire, que parecía muy molesta. También había otro mensaje de su padre, esta vez sonaba intranquilo: «Janie, cielo, me han llamado de tu bufete. Dicen que no has ido a trabajar desde el martes y están muy preocupados. ¿Estás bien? Por favor, llámame. Te quiero mucho. Soy papá».

Grace rebobinó la cinta hasta el primer mensaje de la alegre Claire: «Ah, hola, Janie, soy Claire. Tengo algo para ti. Llámame, por favor».

Había algo en aquel mensaje que le molestaba, pero no sabía decir qué. Comprobó si el contestador registraba los números de teléfono entrantes, pero parecía que no.

– Glenn -dijo-. Eres lo más parecido que tengo a un informático. ¿Puedes entrar en el archivo de direcciones de su portátil?

El sargento se acercó al ordenador y levantó la tapa.

– Depende de si ha sido buena chica o no. Si tenemos una contraseña para… Ah, no, ¡genial! ¡No hay contraseña!

Retiró la silla y se sentó.

– ¿Quieres un nombre?

– Claire.

– ¿Claire cómo?

– Sólo Claire. -Grace no tenía ganas de corregir la gramática de Glenn.

Después de teclear unos momentos, Glenn Branson levantó la cabeza.

– Sólo figura una. He probado varias formas de escribir el nombre.

– ¿Aparece una dirección?

– Sólo un teléfono.

– Vale, márcalo.

Branson lo marcó y le pasó el auricular a Grace. Sonó varias veces, luego descolgó un hombre de voz cortante.

– ¿Sí, diga?

– ¿Puedo hablar con Claire?

– Está hablando por la otra línea. ¿Quién la llama?

Grace hizo un cálculo rápido. Habían dejado la fotografía de Janie en el centro de investigaciones cuando habían ido a recoger la bolsa de Glenn antes de pasar por allí. La prensa tardaría un par de horas largas en publicar las copias, así que nadie, aparte de la policía y los familiares inmediatos de Janie, sabría aún que estaba muerta.

– Llamo de parte de Janie Stretton -dijo.

– Vale, espere un segundo. Ahora se pone.

Grace escuchó unos compases de la Primavera de Vivaldi, luego reconoció la voz de Claire.

– ¿Sí? -dijo la mujer, un poco recelosa.

– Sí, hola. La llamo en respuesta al mensaje que le dejó a Janie Stretton el miércoles por la tarde.

– ¿Quién es usted exactamente, por favor? -dijo Claire, muy recelosa ahora. Demasiado.

– El comisario Grace del Departamento de Investigación Criminal de Sussex.

La mujer colgó.

Al instante, Grace pulsó la tecla de rellamada. El teléfono sonó varias veces hasta que al fin saltó el contestador.

– Lo sentimos, ahora no podemos atender su llamada…

– ¡Mierda! -dijo Grace, y colgó.

A continuación, sacó la radio, llamó a Bella, le dio un número de teléfono y le pidió que encontrara la dirección. Luego, llamó a su ayudante Eleanor y le pidió que retrasara la rueda de prensa de la tarde. Tenía mucho interés en dar la máxima información a los ciudadanos antes de que el mundo cerrara durante el fin de semana.

Mientras esperaba, consultó los e-mails en su Blackberry, en especial cualquier noticia sobre el juicio a Suresh Hossain, pero en este momento el proceso parecía empantanarse día tras día en alegatos legales.

Al cabo de cinco minutos, Bella, eficaz como siempre, le llamó con una dirección cerca de la estación de Hove, a unos diez minutos de allí en coche si conducían con discreción, o noventa segundos si ponían las luces y la sirena. Correspondía a un negocio de nombre BCA-247 S. A. No le sonaba.

Se volvió hacia Branson.

– Empaqueta el ordenador y cógelo. Nos vamos de paseo. No me gusta que me cuelguen.

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