Era el mejor regalo de cumpleaños que había recibido nunca, ¡en sus cincuenta y dos años de vida! Nada se había acercado tanto, ni en un millón de años; Ni el deportivo MG envuelto en un lazo rosa que Don le había regalado por su cuarenta cumpleaños (que, en realidad, no podía permitirse) ni el reloj Cartier de plata que le había regalado por los cincuenta (que sabía que tampoco podía permitirse), tampoco la preciosa pulsera de diamantes que le había regalado ayer por los cincuenta y dos. En realidad, tampoco la semana en la clínica de adelgazamiento Grayshott Hall que sus hijos Julius y Oliver le habían regalado entre los dos: un lujo fabuloso, pero ¿acaso pensaban que tenía sobrepeso o qué?
Daba igual. A Hilary Dupont no le importaba lo más mínimo. Estaba en una nube, con sus setenta y seis kilos. Cruzó levitando la puerta e hizo sonar la correa de Nero mientras proclamaba para sí misma: «¿Un bolso, señor Worthing? ¿Un bolso?».
Peacehaven, el barrio residencial donde vivía, formaba parte de la zona este de Brighton, que había crecido descontroladamente. Era un sombreado amplio de calles residenciales que se extendían desde la carretera de la costa en la cima del acantilado hasta los límites con la campiña de los South Downs, ocupado densamente por casitas de una planta y casas construidas a partir de la primera guerra mundial.
A tan sólo una hilera de casas de distancia de la calle donde vivía, comenzaba una amplia extensión de tierras de labranza. Cualquier vecino que se asomara por casualidad a la ventana poco antes de las diez de esa mañana nublada de junio habría visto a una mujer rubia obesa, pero sorprendentemente hermosa, vestida con un blusón y unos leotardos de topos, los pies calzados con unas botas de agua verdes, hablando y gesticulando para sí misma, seguida por un labrador negro bastante gordo que zigzagueaba de una farola a otra, y meaba en cada una.
Hilary dobló a la izquierda al final de la calle, siguió la curva de la carretera, vigilando cautelosamente a su perro cuando una furgoneta de reparto con ventanillas dobles pasó con un gran estruendo, luego cruzó la calle, subió hasta una verja que conducía a un campo de colza amarilla brillante.
– ¡Nero! ¡Ni se te ocurra! ¡¡Ven aquí!! -le gritó al perro, que estaba a punto de realizar un depósito en el camino de entrada de la casa de alguien; lo hizo con una voz estentórea que podría haber silenciado a todo el estadio de Wembley.
El perro levantó la cabeza, vio la verja abierta, trotó alegremente hacia ella, luego arrancó a correr y salió disparado, colina arriba. A los pocos segundos lo había perdido de vista entre las colzas.
Hilary cerró la verja, luego volvió a repetir: «¿Un bolso, señor Worthing? ¿Un bolso?».
Estaba rebosante de felicidad, revolucionada; ya había llamado a Don, a Sidonie, a Julius, a Oliver y a su madre para contarles la noticia, la increíble noticia, la mejor noticia de su vida: la llamada que había recibido hacía tan sólo media hora de la Southern Arts Dramatic Society, para comunicarle que había conseguido el papel de Lady Bracknell, ¡el personaje principal! ¡La protagonista!
Después de veinticinco años de teatro amateur, principalmente en el Little Theatre Group de Brighton, siempre esperando que alguien la descubriera, ¡por fin le llegaba una oportunidad de verdad! La Southern Arts Dramatic Society era una compañía semiprofesional que montaba una obra al aire libre todos los veranos, primero en las murallas del castillo de Lewes, luego iniciaban una gira por todo el Reino Unido, hasta Cornualles. Era famosa; saldrían críticas en la prensa; ¡seguro que se fijarían en ella! ¡Seguro!
La única salvedad era que, Dios santo, ya comenzaba a notar los nervios. Había actuado en esa obra antes, hacía años, en un papel menor. Pero aún se sabía fragmentos de memoria.
Mientras subía la colina a grandes zancadas, rodeando el borde del campo, moviendo los brazos mientras hablaba, declamó, a voz en cuello, la que consideraba una de las frases más dramáticas y divertidas de la obra. Si lograba decirla bien, habría captado al personaje. «¿Un bolso, señor Worthing? ¿Le encontraron dentro de un bolso?»
Siguió caminando, repitiendo la frase una y otra vez, cambiando cada vez las inflexiones e intentando pensar en a quién más podía llamar para contárselo. Sólo quedaban seis semanas para el estreno, no faltaba mucho. Dios santo, ¡había tanto que aprender!
Entonces, comenzaron las dudas. ¿Y si no estaba a la altura? ¿Y si se quedaba paralizada, petrificada, delante de un público tan numeroso? Sería el final, ¡el final absoluto!
Lo haría bien; de algún modo iba a conseguirlo. Al fin y al cabo, había nacido en una familia de actores de teatro. Lo llevaba en la sangre; los padres de su madre fueron artistas de music hall antes de jubilarse y comprar una pensión en Brighton, cerca del mar.
Mientras levantaba las cejas y veía la siguiente colina desplegándose delante de ella a lo largo de kilómetro y medio más, y tierras de labranza anchas a cada lado rotas tan sólo por algunos árboles solitarios y alambradas, no vio rastro de Nero. Soplaba una fuerte brisa, que doblaba las colzas y los tallos verdes y largos del trigo.
– ¡Nero! Ven aquí, chico. ¡Nero! -gritó juntando las manos en torno a la boca.
Al cabo de unos momentos, vio una onda amplia entre las colzas, algo que se movía en zigzag, Nero siempre parecía incapaz de correr en línea recta. Luego, salió a la superficie y se acercó a ella saltando, llevaba algo blanco colgando en la boca.
Un conejo, pensó al principio, y esperó que al menos la pobre criatura estuviera muerta. No soportaba que trajera a un animalillo vivo, herido, y lo dejara caer con orgullo a sus pies, donde se retorcía y chillaba asustado. A Nero le encantaba hacer eso.
– Vamos, chico, ¿que llevas ahí? ¡Suéltalo! ¡Suéltalo!
Entonces, se quedó boquiabierta.
Mientras daba un paso adelante, mirando al objeto blanco inmóvil en el suelo, un escalofrío le recorrió el cuerpo.
Y empezó a gritar.