Capítulo 44

Roy Grace se despertó a las seis y media el domingo por la mañana con el pitido del radiodespertador, tenía la boca seca y un dolor de cabeza atroz. Las dos cápsulas de paracetamol que se había tomado con un vaso de agua sobre las cinco de la mañana habían tenido casi el mismo efecto que las primeras dos que había tragado unas horas antes. O sea, no mucho.

Cuando le dio al botón de repetición, para silenciar el despertador temporalmente, lo sustituyó el fuerte canto de un pájaro, incesante, como un CD estropeado. La luz entraba a raudales por un hueco grande en las cortinas, que vio que no había corrido bien.

¿Cuánto había bebido anoche?

Mientras organizaba sus pensamientos, la cabeza perezosa, sintiendo como si alguien se hubiera pasado la noche sacando cables de ella al azar, alargó la mano para coger el móvil. Pero no había recibido ningún mensaje más de Cleo.

No podía esperar que hubiera ninguno, ya que sólo eran las seis y media de la mañana y seguramente Cleo estaría profundamente dormida, pero la lógica no era una característica fundamental de su razonamiento en estos momentos, con el martilleo dentro de su cabeza, con el maldito pájaro y, además, sabiendo que tenía que levantarse y enfrentarse a todo un día de trabajo. Nada de quedarse el domingo en la cama, chaval.

Cerró los ojos y se puso a recordar. Dios santo, Cleo era encantadora en todos los sentidos, una persona verdaderamente afectuosa y hermosa. Era muy, muy especial, ¡y se habían llevado tan bien! Entonces recordó el beso en la parte trasera del taxi, un beso largo, largo e increíble. E intentó recordar quién lo había comenzado. Había sido Cleo, le pareció recordar. Ella había dado el primer paso.

Sintió un deseo vehemente de hablar con ella, de verla. De repente, creyó oler su perfume. Sólo un rastro levísimo en su mano; se la acercó a la nariz y ¡sí! Lo olía más fuerte en la muñeca; sería del momento en que le pasó el brazo por los hombros en el taxi. Se quedó con la muñeca pegada a la nariz un buen rato, inhalando el olor a almizcle, y algo muy escondido en su corazón, que creía muerto hasta hacía pocos días, se despertó.

Luego se sintió un poco culpable. «Sandy.» Pero no hizo caso y apartó el sentimiento de culpa de su mente, decidido a no entrar ahí, a no dejar que le estropeara el momento.

Volvió a mirar el reloj para comprobar la hora, centrándose, a su pesar, en el trabajo: en la reunión de las ocho y media. Luego recordó que tenía que ir a recoger el coche.

Calculó que si se levantaba ahora tendría el tiempo justo para ir corriendo al aparcamiento subterráneo donde anoche había dejado el Alfa, le iría bien el aire fresco para despejarse. Pero su cuerpo le decía que no necesitaba correr, que necesitaba unas ocho horas más de sueño. Cerró fuertemente los ojos, para intentar aplacar el dolor que le atravesaba el cráneo como un taladro -y no escuchar el maldito pájaro, al que le habría pegado un tiro de buena gana si hubiera tenido un arma-, y se quedó pensando unos minutos deliciosos en Cleo Morey.

Parecieron haber pasado sólo unos segundos cuando el despertador sonó de nuevo. A regañadientes, se levantó de la cama, acabó de descorrer las cortinas y entró desnudo en el cuarto de baño para lavarse los dientes. La cara que lo miraba desde el espejo encima del lavabo no era una visión agradable.

Roy Grace nunca había sido un hombre vanidoso, pero hasta hacía poco se consideraba joven, o juvenil, no guapo, pero pasable; su mejor rasgo eran sus ojos azules (sus ojos de Paul Newman, solía decirle Sandy) y el peor, su nariz pequeña, pero rota. Ahora, cada día más, el rostro que veía a primera hora de la mañana parecía pertenecer a un tipo mucho mayor, un completo desconocido con la frente arrugada, carrillos blandos y bolsas debajo de los ojos del tamaño de conchas de ostra.

Decidió que no era la cerveza, el tabaco ni la dieta a base de comida rápida, ni siquiera un horario de trabajo demencial, lo que acababa pasando factura, era la gravedad. La gravedad te hacía un poquito más bajito todos los días. Te destensaba más la piel, y la hacía caer implacablemente. Te pasabas la mitad de la vida luchando contra la gravedad, pero siempre acababa pasándote factura. Sería la gravedad lo que haría que la tapa del ataúd se cerrara de golpe. Y si esparcían tus cenizas al viento, al final la gravedad posaría todas y cada una de las partículas.

A veces le preocupaba tener aquellos pensamientos, que últimamente eran cada vez más morbosos. Quizá su hermana tuviera razón; ¿quizá pasaba demasiado tiempo solo? Pero, al fin y al cabo, estaba acostumbrado a la soledad. Para él era lo normal.

No era el tipo de vida que había planeado, tampoco la que había imaginado ni remotamente que viviría, diecisiete años atrás, cuando le había pedido a Sandy que se casara con él un cálido día de septiembre al final del Palace Pier, cuando le dijo que la había llevado allí porque si le hubiera contestado que no, habría saltado. Ella había esbozado esa sonrisa suya preciosa y tierna, había apartado el pelo rubio de los ojos y le había dicho -con su típico humor negro- que habría considerado una prueba mucho mayor de su amor que la hubiera llevado al acantilado de Beachy Head.

Grace se bebió un vaso de agua del grifo e hizo una mueca al notar el sabor del fluoruro, que esta mañana parecía más fuerte de lo normal. «Bebe más agua», le repetía una y otra vez su instructor de fitness, Ian, del gimnasio de la policía. Lo estaba intentando, pero no sabía tan bien como un latte del Starbucks, o como un Glenfiddich con hielo, o como casi cualquier otra cosa. No se había preocupado demasiado por su aspecto físico hasta ahora.

Hasta Cleo.

Los años transcurridos desde la desaparición de Sandy habían hecho mella en él. El trabajo policial era duro, pero al menos la mayoría de los policías tenían a alguien que los esperaba en casa al final del turno, alguien con quien hablar. Y Marlon, aunque le hacía compañía, si podía decirse así, no le bastaba.

Se puso el equipamiento de footing, dio de desayunar a Marlon por si después se olvidaba y salió por la puerta a la calle desierta. Hacía una mañana de verano deliciosamente fresca, con un cielo despejado que encerraba la promesa de un día espléndido. Y, de repente, a pesar de la resaca y la falta de sueño, se sintió lleno de energía. Tarareando, comenzó a bajar por la calle a paso rápido.

Roy Grace vivía en Hove, un distrito residencial que hasta hacía pocos años había sido una ciudad independiente de Brighton, aunque estaba al lado. Ahora las dos estaban bajo el paraguas del municipio de Brighton y Hove. Se rumoreaba que Hove en griego, lengua de la que procedía el nombre -o «Hove, Actually», como había sido apodada-, significaba «cementerio».

No era del todo inapropiado, ya que Hove era más tranquilo, la hermana más residencial de la antes animada y marchosa Brighton. La frontera comenzaba en el paseo marítimo, en un lugar marcado con un obelisco conmemorativo de guerra y una línea pintada en el suelo, pero luego se volvía cada vez más oscuro, y mucha gente veía que atravesaba sus casas en su recorrido zigzagueante hacia el norte.

La casa pareada de tres habitaciones de Grace estaba en una calle que bajaba directamente hasta Kingsway, la calle ancha de dos carriles al final de la cual se encontraba el paseo marítimo. Cruzó al otro lado y pasó por los jardines de césped cubiertos de rocío, por delante del parque infantil y de los dos estanques para barcas de la Laguna de Hove donde su padre, a quien le gustaba construir motoras a escala, solía llevarle de pequeño; allí le dejaba sujetar el control remoto.

En aquel entonces, la Laguna le parecía un lugar enorme, y ahora lo veía muy pequeño y abandonado. Había un tiovivo viejo, un columpio oxidado, un tobogán al que le hacía falta una mano de pintura y el mismo quiosco de helados que había estado siempre allí. Las barcas seguían guardadas y varios patos nadaban por el menor de los dos estanques, mientras un grupo de cisnes descansaba en el borde del mayor.

Bordeó los estanques, llegó al paseo, igual de desierto que ayer a esta hora, y pasó por delante de una larga hilera de casetas azules. Mientras corría, el paisaje de su izquierda cambió. Al principio, había una hilera de edificios grises de posguerra y una fila de casas que tampoco despertaba ningún interés. Luego, después del polideportivo King Alfred, ahora una construcción importante, contempló sus vistas preferidas a la izquierda: el largo paseo marítimo de espléndidas casas adosadas de la época de la Regencia, la mayoría pintadas de blanco, muchas con miradores, barandillas y magníficos porches. Muchas de ellas habían sido viviendas independientes, casas de fin de semana para los ricos londinenses de la época de la Regencia y de la Inglaterra victoriana, pero ahora, como la mayoría de los edificios de esta ciudad con sus precios por las nubes, se habían dividido en pisos; algunas se habían transformado en hoteles.

Al cabo de unos minutos, mientras se acercaba a la frontera entre Brighton y Hove, pudo ver, delante de él a la derecha, los palos tristes y oxidados que surgían del mar, lo único que quedaba del West Pier. En su día, había sido tan alegre y llamativo como su equivalente, el Palace Pier, que estaba exactamente a ochocientos metros más al este. Visitarlo había sido uno de los acontecimientos especiales de su infancia.

Su padre, que era un entusiasta pescador, le llevaba a menudo al Palace Pier, y caminaban hasta la plataforma pesquera descubierta del final, desde donde los sábados por la tarde -cuando no había comenzado la temporada de fútbol o cuando el Albion jugaba fuera- podían volver a casa con un buen botín de pescadillas, besugos y platijas y, si tenían suerte, con un lenguado o una lubina de vez en cuando, dependiendo de la marea y del tiempo.

De todos modos, para el pequeño Roy no era la pesca el gran aliciente del muelle, sino las otras atracciones, sobre todo los autos de choque y el tren de la bruja, así como la mayoría de las viejas máquinas tragaperras de madera con el frente de cristal que contenían retablos móviles. Tenía una preferida, y siempre engatusaba a su padre para que le diera más peniques para echar a la máquina. Era una casa encantada y, durante un minuto entero, mientras los engranajes se ponían en movimiento y las poleas gemían, las puertas se abrían, las luces se encendían y se apagaban, y aparecían todo tipo de esqueletos y fantasmas, así como la propia Muerte, una figura encapuchada, toda vestida de negro, con una guadaña.

A la izquierda -y sintió que sus energías comenzaban a decaer un poco-, apareció ahora la monstruosidad horrenda del edificio Kingswest, una lúgubre estructura de ocio de los sesenta que desentonaba totalmente con el resto del paseo marítimo. Unos cien metros más allá, se elevaba la bella fachada del hotel Old Ship. Subió corriendo las escaleras hasta el paseo de arriba, cruzó la calle casi desierta, mantuvo el ritmo al pasar al lado del hotel y, luego, entró en el aparcamiento y miró su reloj.

«Mierda.» Se dio cuenta de que había calculado muy mal el tiempo. Si quería llegar a la reunión de las ocho y media -y era vital para la moral del equipo que así fuera-, tenía menos de media hora para ir a casa, cambiarse y salir por la puerta.

También estaba muriéndose de sed, pero ni siquiera tenía tiempo de pensar en pararse a comprar un botellín de agua en algún lugar. Metió el tique en la máquina, después la tarjeta de crédito, luego bajó corriendo la escalera de hormigón hasta la planta donde había dejado el coche, arrugando la nariz al percibir el olor a orina, preguntándose por qué sería que siempre había alguien que se meaba en todos y cada uno de los aparcamientos en los que había estado.

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