Capítulo 18

Los restos de la mujer muerta descansaban en una camilla de acero en la esterilizada sala de autopsias, dentro de una bolsa de plástico traslúcida, como si fuera un producto congelado de un supermercado.

El torso estaba envuelto en una sábana; las dos piernas y la mano que habían recuperado del campo de colza estaban empaquetadas por separado. La mano estaba dentro de una bolsa pequeña, y cada uno de los pies, envueltos en otra bolsa; aquello se hacía para proteger partículas de tejidos, piel o tierra que pudieran haber quedado debajo de las uñas. Luego, lo habían cubierto todo con una sábana grande.

El doctor Frazer Theobald estaba retirando la sábana de plástico con sumo cuidado, comprobando minuciosamente, por muy microscópica que fuera, cualquier cosa que pudiera haber caído de la piel o del pelo de la muerta y pudiera proceder del asesino.

Grace había estado en este lugar más veces de las que recordaba. La primera vez había sido más de veinte años atrás, cuando era un poli novato y tuvo que asistir a su primera autopsia. Aún lo recordaba perfectamente, ver a un hombre de sesenta años que se había caído de una escalera, tumbado completamente desnudo, desprovisto de toda dignidad humana con dos etiquetas con su nombre -una beis y otra verde- colgadas del dedo gordo.

Cuando el técnico forense cortó la parte posterior del cuero cabelludo, justo por debajo del nacimiento del pelo, luego lo retiró de modo que quedó colgando sobre la cara, dejando al descubierto el cráneo, y el patólogo, blandiendo una sierra de cinta, comenzó a rebanar la parte superior del cráneo, Grace hizo lo qué hacía más que algún que otro novato: ponerse amarillo, salir de la sala tambaleándose y vomitar.

No había devuelto ninguna vez más, pero aquel lugar siempre le dejaba mal cuerpo. En parte, era la peste a desinfectante Trigene que te llevabas contigo, en todos los poros de tu piel, durante horas y horas después de haber salido del edificio; en parte, era la luz difusa que entraba por las ventanas opacas y que daba a esta sala un carácter etéreo. Y, luego, siempre estaba la sensación de que el depósito era un almacén, un repositorio, un punto intermedio brutal entre la muerte y el descanso eterno.

Aquí se guardaban los cuerpos hasta que se determinaba la causa de la muerte y, en algunos casos, hasta que los identificaban formalmente. Luego se entregaban a una funeraria siguiendo las instrucciones de los familiares. De vez en cuando, había cuerpos que no se llegaban a identificar nunca. Había uno, un anciano, que llevaba casi un año en una nevera en el trastero. Lo habían encontrado muerto en un banco de un parque, pero nadie lo había reclamado.

A veces Grace se preguntaba, en sus momentos más sombríos, si eso era lo que le pasaría a él algún día. No tenía mujer, ni hijos ni padres, sólo tenía a su hermana, ¿y si la sobrevivía? Pero nunca se paraba demasiado a pensar en ello -vivir ya le daba suficientes problemas-, aunque sí pensaba mucho en la muerte. Sobre todo aquí. A veces, mirando un cuerpo en una camilla o las puertas del congelador, mientras se preguntaba cuántos fantasmas habitaban en este edificio, un escalofrío le recorría las venas.

Cleo Morey, la directora del depósito o técnico jefe de patología, para dar su título oficial, ayudó al doctor Theobald a retirar la gran sábana exterior y, luego, la dobló con cuidado para guardarla; la mandarían a un laboratorio forense si el cuerpo no revelaba ninguna prueba. Grace se quedó mirándola unos momentos. Incluso con su ropa de trabajo, estaba sorprendentemente guapa, pensó, una opinión que compartía con todo el mundo que la conocía.

Luego, el patólogo del Ministerio del Interior desenvolvió el torso y comenzó la tarea laboriosa de medir y anotar la longitud de cada una de las treinta y cuatro heridas de arma blanca.

La carne parecía más pálida que ayer, y aunque gran parte, incluidos los pechos de la chica muerta, estaba lacerada en franjas de carne color carmesí, vio que la piel comenzaba a adquirir un aspecto marmóreo.

La sala estaba presidida por dos mesas de autopsias de acero: una, fija; la otra, en la que descansaban los restos de la mujer, con ruedas. Había un torno hidráulico y una hilera de neveras con puertas que llegaban hasta el techo. Las paredes estaban alicatadas de verde y un desagüe recorría todo el perímetro. En una de las paredes, había una fila de fregaderos y una manguera amarilla enrollada. En otra, había una encimera ancha, una tabla de cortar metálica y una vitrina llena de instrumentos, algunos paquetes de pilas Duracell y recuerdos truculentos que no quería nadie más -en su mayoría marcapasos- y que habían extraído de las víctimas.

Al lado de la vitrina en la pared, había un gráfico donde se detallaba el nombre del fallecido, con columnas para los pesos de cerebro, pulmones, corazón, hígado, ríñones y bazo. Lo único que había escrito de momento era: «Sin identificar. Mujer».

Era una habitación de proporciones considerables, pero esta mañana estaba concurrida. Además del patólogo y de la técnico jefe, estaban Darren -el ayudante de la técnico, un tipo listo, guapo y agradable de veinte años que llevaba el pelo negro de punta, moderno-, Joe Tindall -el agente del SOCO, que fotografiaba la regla situada junto a cada herida de arma blanca-, Glenn Branson y él.

Los visitantes se habían puesto batas verdes protectoras con puños blancos y chanclos de plástico o botas de agua blancas. El patólogo y los dos técnicos llevaban un traje azul y un delantal verde grueso, y el patólogo tenía una máscara colgando debajo de la barbilla. Grace miró a Cleo Morey; ella lo miró, luego vio que le ofrecía una sonrisa breve pero clara y se puso nervioso.

Se sentía como un niño emocionado. Y no estaba bien, no era profesional -ahora mismo debía poner toda su atención en este caso-, pero no podía evitarlo. Cleo Morey lo distraía, era innegable.

Ya habían tenido una cita hacía unos días. Bueno, si se le podía llamar cita: una copa rápida en un pub que una llamada que le requería con urgencia volver al trabajo acortó aún más.

Dios, era preciosa, pensó. Y por muchas veces que la viera, no le cuadraba que esta chica de largo pelo rubio, tez clara y delicada y mente avispada trabajara en este lugar, desempeñando uno de los trabajos más sombríos del mundo. Con su físico podría haber sido modelo o actriz, y con su inteligencia seguramente podría haber estudiado cualquier carrera que se hubiera propuesto, y había elegido ésta, con sus largas guardias día y noche. En cualquier momento la avisaban desde la margen de un río, de un almacén incendiado, de una tumba poco profunda en un bosque, siempre para que fuera a buscar un cadáver. Lo preparaba para que el patólogo realizara la autopsia, luego lo dejaba en el mejor estado posible, por muy quemado o descompuesto que estuviera, para que los familiares lo identificaran y para poder ofrecerles algún tipo de ayuda, algún atisbo de esperanza de que su ser querido no había tenido una muerte tan mala como indicaba el cadáver.

Mientras observaba al doctor Theobald presionar una regla contra la quinta puñalada, justo por encima del ombligo de la joven, no envidió la tarea que Cleo tenía por delante. Con suerte, la identificación se realizaría gracias al ADN, pensó; ningún padre tendría que ver nunca aquello. Sin embargo, sabía muy bien lo importante que era para alguna gente verlo por sí misma. A menudo, a pesar de todos los esfuerzos para disuadirlos, los familiares insistían en verlos, sólo una vez más, para despedirse.

Para poner un punto final.

Algo que él nunca había tenido. Y aquello lo había ayudado a comprender esa necesidad. Si no se ponía un punto final, no había esperanza para seguir adelante, razón por la cual había estado en el limbo desde la desaparición de Sandy. Un joven médium muy cotizado iba a Brighton mañana para actuar delante de un público reducido en un centro médico holístico, y Grace había comprado una entrada. Seguramente se llevaría otra decepción, lo sabía, pero tanto la policía británica como la internacional habían agotado todas las vías convencionales.

Cleo le lanzó una mirada, una mirada afectuosa, claramente insinuante. Procurando comprobar primero que Branson no estuviera mirando, le guiñó el ojo.

«¡Dios santo, qué guapa eres!», pensó, afligido y sintiéndose muy culpable por Sandy. Era como si todavía, después de todos estos años, le fuera infiel por salir con otra mujer.

Su móvil pitó, para indicar que le había llegado un mensaje. Lo sacó del bolsillo interior y miró la pantalla. Era del detective Nicholl desde el centro de investigaciones:

Teresa Wallington, descartada.

De inmediato, Grace se acercó a Branson y le hizo una señal para ir al fondo de la sala.

– Creo que tienes que practicar tu técnica de corazonadas -le dijo Grace. Luego, levantó el teléfono para que su compañero leyera el mensaje.

– Mierda. Tenía un presentimiento, tenía un presentimiento de verdad -dijo el sargento. Parecía tan abatido que a Grace le dio pena.

– Glenn, en la película Seven, Morgan Freeman tuvo una corazonada que tampoco acabó del todo bien -le dijo dándole una palmadita para animarlo.

– ¿Insinúas que se trata de una característica común entre los polis negros? -le dijo Branson mirándolo de reojo.

– Qué va, él es actor. -Grace volvió a mirar a Cleo, observando cómo su pelo rubio con mechas, inapropiadamente hermoso, se balanceaba contra la tira del delantal verde alrededor de su cuello-. Quizá sólo sea común entre los gorilas grandes y calvos. -Le dio otra palmadita amistosa.

Luego, llamó a Nick Nicholl desde el teléfono fijo que estaba sobre la encimera que tenía al lado. Los nuevos teléfonos digitales de la policía codificaban todas las conversaciones, pero en estos momentos era fácil realizar escuchas de los teléfonos móviles convencionales, así que evitaba utilizarlos para temas delicados.

– Le entró miedo por la boda -le explicó Nick Nicholl-. Se largó. Ahora ha vuelto muy arrepentida.

– Qué maja -dijo Grace con sarcasmo-. Se lo diré a Glenn. Le gustan los dramones con final feliz.

Silencio al otro lado. El detective Nick Nicholl era inteligente, pero el sentido del humor no era lo suyo.

Repasaron el resto de la lista de las mujeres desaparecidas que encajaban con la descripción. Grace le dijo a Nicholl que se asegurara de que la policía conseguía algo de lo que poder extraer el ADN de cada una de las cuatro mujeres. Nicholl le puso al día del rastreo minucioso que se llevaba a cabo en la zona donde hallaron el cadáver, para encontrar la cabeza y la mano izquierda de la chica. En su fuero interno, Grace no creía que aparecieran. La mano seguramente, porque quizá se la habría llevado un perro o un zorro, pero dudada que alguna vez encontraran la cabeza.

Realizó otra llamada rápida, para comprobar la evolución del juicio contra Suresh Hossain, un caso que se había convertido en algo muy personal para él. Se trataba de un asunto difícil; la fiscalía había cometido errores garrafales, y él tampoco lo había manejado como debería. Había sido una estupidez llevar una prueba a una médium, un zapato que pertenecía al hombre asesinado. El abogado defensor lo había averiguado y lo había humillado ante el tribunal.

Como siempre, el doctor Frazer Theobald realizaba sus progresos lentos, pero meticulosos. El examen del estómago de la mujer muerta indicaba que no había comido en las horas inmediatamente anteriores a su asesinato, lo que podía ayudar a calcular cuándo había muerto: a primera hora de la noche y no más tarde, si no había cenado. Tampoco había olor a alcohol -que se detectaría con sólo un par de copas-, lo que significaba que era poco probable, aunque no imposible, que hubiera estado en un bar.

Poco después de las doce y media, cuando Grace volvió a separarse del grupo, esta vez para llamar a Dennis Ponds para confirmar la rueda de prensa de las 14.00, Glenn Branson se acercó a él, y tenía una expresión inusitadamente abatida y descompuesta.

– Será mejor que vengas a ver esto, Roy.

Grace interrumpió la llamada que iba a realizar y lo siguió a través de la sala. Todos estaban alrededor de la mesa, sumidos en lo que le pareció un silencio de horror. Mientras se acercaba olió el hedor vomitivo a excrementos y gases intestinales.

Habían abierto el torso de la mujer, el tórax estaba expuesto y vio que el corazón, los pulmones y el resto de los órganos vitales habían sido extraídos, a la espera de colocarlos en bolsas para volver a meterlos dentro del pecho cuando terminara la autopsia; el cuerpo estaba vacío.

Sobre la bandeja de disección con el borde metálico, elevada algunos centímetros por encima de la joven, había un trozo de tubo marrón claro que parecía una salchicha larga. Tenía unos dos centímetros y medio de diámetro y descansaba entre sangre, excrementos y mucosidad. El doctor Theobald había realizado una incisión en él y lo sostenía abierto con fórceps para que todos lo vieran.

El patólogo, que llevaba bigote, se volvió hacia Grace, su rostro aún más serio de lo normal. Luego señaló.

– Creo que tendrías que echar un vistazo a esto, Roy.

La anatomía nunca había sido el punto fuerte de Grace y, a veces, cuando miraba los órganos de un cadáver, tardaba un tiempo en orientarse y entender qué era. Miró, intentando comprender qué podría ser. Parte de los intestinos, pensó. Luego, mientras observaba, el doctor Theobald utilizó los fórceps para abrir más la incisión que había realizado y, entonces, Grace vio que ahí dentro había algo.

Algo que el resto de los presentes en la sala ya había visto.

Algo que hizo que se quedara mirando, unos momentos, horrorizado y completamente alucinado.

Luego, retrocedió un paso como si quisiera alejarse.

– Madre de Dios -dijo cerrando los ojos un instante, y sintió que la sangre no le llegaba a la cabeza. El estómago le hervía horrorizado y asqueado-. Dios mío.

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