Roy Grace tampoco podía dormir. No dejaba de darle vueltas a una lista interminable de cosas que tenía que comprobar para la Operación Ruiseñor. También pensaba en las palabras de Brent Mackenzie: «El tema es que me dicen que corres peligro, colega. Tiene que ver con este escarabajo pelotero. Tienes que tener cuidado».
¿Qué quería decir? ¿Quizá sólo había percibido la vibración del escarabajo, un detalle que le preocupaba muchísimo?
Entonces, sus pensamientos se centraron, por enésima vez, en Janie Stretton. Apartó toda la emoción de su padre destrozado, se había vuelto insensible a esas cosas a lo largo de los años, quizá más de lo que le gustaría, pero tal vez era la única forma de poder sobrellevarlo. Pensaba en lo que le habían hecho a la chica. ¿Qué sentido tenía decapitarla pero dejar una mano? ¿A menos que fuera una especie de mensaje? ¿Para quién? ¿Para la policía? ¿O quizás era un trofeo de mal gusto?
¿Y por qué el escarabajo?
¿Quería el asesino -o la asesina- hacer alarde de su inteligencia?
Luego, volvió a acecharle la advertencia de Alison Vosper y saber que este caso era su última oportunidad. Para conservar su trabajo y su vida en Brighton, tenía que encontrar al asesino de Janie sin cagadas, sin titulares de periódico sobre policías que tenían escarceos con lo oculto, sin muertos en persecuciones de coches.
Tenía que andarse con pies de plomo.
Pensó que quizá sería más fácil caminar sobre las aguas.
A las seis de la mañana, Grace ya estaba harto del trino de los pájaros al amanecer, del golpeteo de las botellas de leche, de un perro que ladraba a lo lejos, de todas las malditas cosas que tenía en la cabeza.
Apartó el edredón, sacó las piernas de la cama y se quedó sentado unos momentos. Los ojos le picaban por la falta de sueño y tenía la cabeza a punto de estallar. No había conseguido dormir más de media hora en toda la noche. Y hoy tenía una cita. Una cita seria de verdad.
Sabía que en gran parte no había podido dormir por eso. La emoción. ¡Como un adolescente enamorado! No podía evitarlo. No recordaba la última vez que se había sentido así.
Caminó hasta la ventana, descorrió las cortinas un poquito y miró afuera. Iba a hacer un buen día; el cielo era un lienzo azul oscuro despejado. Todo era quietud. Un tordo enorme saltaba con torpeza por el césped impregnado de rocío, picoteando el suelo en busca de gusanos. Grace contempló el jardín acuático zen que Sandy había creado, con su forma ovalada y sus piedras grandes y planas, y luego todas las plantas que había colocado en los arriates alrededor del césped. Muchas habían muerto y las que quedaban habían crecido a su aire sin ningún control.
Él no tenía ni idea de jardinería; de eso siempre se había ocupado Sandy, aunque le gustó ayudarla a transformar los aburridos quinientos metros cuadrados de césped rectangular y arriates en un jardín especial. Cavó allí donde le dijo que cavara, puso abono, regó, cargó bolsas de turba arriba y abajo, desherbó, plantó; fue un sirviente voluntarioso para Sandy la capataz.
Habían sido buenos tiempos, en los que estaban construyendo su futuro, formando un hogar, su nido, consolidando su vida juntos.
El jardín que Sandy había creado y había adorado estaba ahora sumido en el abandono. Incluso el césped parecía levantado y estaba lleno de malas hierbas. Grace se sentía culpable por ello, a veces se preguntaba qué diría Sandy si volviera.
Los sábados por la mañana. Recordó cuando salía a correr temprano y volvía de la panadería de Church Road con un cruasán de almendras para Sandy y con el Daily Mail para él.
Descorrió las cortinas del todo y la luz inundó la habitación. Y, de repente, por primera vez en casi nueve años, la vio de otro modo.
Vio el cuarto de una mujer, decorado casi en su totalidad con diferentes tonos de rosa. Vio un tocador Victoriano de caoba -que habían comprado por cuatro perras en un puesto del mercado de Gardner Street- lleno de objetos de mujer: cepillos, peines, maquillaje, frascos de perfume. Había una fotografía enmarcada de Sandy con un traje de noche y de él con esmoquin, junto al capitán del barco de vapor Black Watch en el único crucero que habían realizado.
Vio sus zapatillas aún en el suelo, su camisón colgado en la pared junto a la cama. ¿Qué pensaría cualquier mujer de todo aquello si la llevaba allí?
¿Qué pensaría Cleo?
Y se dio cuenta de que nunca se le había ocurrido pensar en eso. El tiempo se había detenido en aquella casa. Todo estaba exactamente igual que aquel día, ese martes, 26 de julio, en el que Sandy había desaparecido de la faz de la Tierra.
Y todavía lo recordaba con absoluta claridad.
La mañana de su treinta cumpleaños, Sandy lo había despertado con una bandeja en la que había una tarta diminuta con una sola vela, una copa de champán y una tarjeta de cumpleaños muy picarona. Había abierto los regalos que le había dado y luego habían hecho el amor.
Se había marchado de casa más tarde de lo habitual, a las nueve y cuarto, y había llegado a su despacho en la comisaría de policía de Brighton poco después de las nueve y media para una reunión informativa sobre el asesinato de un motorista de los Angeles del Infierno que había aparecido en el puerto de Shoreham con las manos atadas a la espalda y un bloque de cemento encadenado a los tobillos. Le había prometido a Sandy llegar temprano a casa, salir a cenar para celebrar su cumpleaños con otra pareja, el que entonces era su mejor amigo Dick Pope, también detective, y su mujer Leslie, con la que Sandy se llevaba bien. Se habían producido avances en el caso, por lo que había llegado a casa casi dos horas más tarde de lo que tenía planeado. No había rastro de ella.
Al principio, creyó que estaba enfadada con él por llegar tan tarde y que era su forma de protestar. La casa estaba ordenada; su coche y su bolso no estaban; no había señales de lucha.
Luego, veinticuatro horas después, encontraron su viejo Golf negro en una plaza del aparcamiento del aeropuerto de Gatwick. Se habían realizado dos transacciones en su tarjeta de crédito la mañana de su desaparición, una en un Boots y otra en él Tesco. No se había llevado ropa ni ningún otro tipo de pertenencia.
Sus vecinos de la tranquila calle residencial donde vivían, cerca del paseo marítimo, no habían visto nada. En la casa de al lado, vivía una familia griega sumamente agradable que regentaba un par de cafés en la ciudad, pero estaban de vacaciones. Al otro lado, vivía una anciana viuda dura de oído que dormía con el televisor encendido a todo volumen. Ahora mismo, a las 6.18 horas oía una voz americana apagada a través de la pared medianera que separaba sus casas pareadas; parecía John Wayne hablando con un grupo de malos a los que acababa de acorralar.
Bajó a la cocina, preguntándose si prepararse una taza de té o si salir primero a correr. Su pez de colores nadaba sin rumbo en su pecera circular, como siempre.
– ¡Buenos días, Marlon! -dijo con alegría-. ¿Dándote un baño matutino? ¿Tienes hambre?
Marlon abrió la boca y la cerró un par de veces. No era un gran conversador.
Puso agua a hervir, separó una silla y se sentó a la mesa de la cocina, mirando a su alrededor, preguntándose qué señales de Sandy había en esa estancia. Casi todo, excepto la nevera gris metalizado, era rojo y tenía un motivo del mismo color. El horno y el lavaplatos eran rojos, los tiradores de los aparatos blancos, los quemadores y los pomos de las puertas eran todos rojos. Incluso la mesa de la cocina era roja y blanca. Todo lo había elegido Sandy. Era el color de moda en aquel entonces, pero ahora parecía todo un poco anticuado; las encimeras de cerámica estaban muy desportilladas. Algunas de las bisagras estaban torcidas. La pintura estaba rayada y sucia.
La verdad era que estaría mejor en un piso, lo sabía. Él, Marlon y el fantasma de Sandy vagaban por la casa.
Abrió un armario de debajo del fregadero de la cocina, se agachó, encontró un rollo de bolsas de basura negras y arrancó una. Luego, cogió una fotografía de él y Sandy de un estante y se quedó mirándola un momento. La había sacado un desconocido, con la cámara de Grace, en su luna de miel. Justo en la cima del Vesubio. Sandy y él estaban posando, sudorosos por el esfuerzo de la dura ascensión, los dos con camiseta, delante del cráter parcialmente oculto por una nube baja gris.
Metió la foto en la bolsa de basura, luego se quedó inmóvil, como esperando a que le alcanzara un rayo y lo matara.
Pero no pasó nada.
Salvo que lo embargó un sentimiento de culpa enorme. ¿Y si esta noche iba todo muy bien y acababa llevando a Cleo Morey a casa después de cenar?
Se dio cuenta de que tenía que quitar todo lo que hablaba de Sandy y se le hacía muy cuesta arriba. Una montaña.
Pero ¿quizás había llegado el momento?
Luego, se lo pensó mejor y sacó la fotografía de la bolsa de basura y volvió a colocarla en la repisa. Parecería raro que no tuviera fotos. Eran los objetos personales de Sandy los que tenía que reducir su presencia en la casa.
Arriba, en el dormitorio, miró su cepillo. Aún había cabellos rubios y largos enredados en las cerdas. Cogió uno, lo levantó, triste de repente. Soltó el cabello y se quedó mirando cómo caía flotando hasta la moqueta, con un nudo en la garganta. Luego, se llevó el cepillo a la nariz y lo olió, pero ya no había rastro de la fragancia de Sandy sólo un olor neutro y seco.
Metió el cepillo en la bolsa de basura y el resto de sus pertenencias que había en el tocador y luego las del baño. Llevó la bolsa al cuarto de invitados, que utilizaban para guardar trastos, y la dejó junto a una maleta vacía, la caja del portátil y varios rollos antiguos de papel de regalo de Navidad.
Luego, se puso los pantalones cortos, una camiseta y las deportivas, se metió un billete doblado de cinco libras en el bolsillo y salió a correr.
Su recorrido lo llevó directamente a Kingsway, una ancha calle de dos carriles que recorría todo el paseo marítimo de Hove. A un lado, había casas que tras ochocientos metros darían paso a mansiones y hoteles -algunos modernos, algunos Victorianos, algunos de la época de la Regencia – que continuaban a lo largo de todo el paseo. Enfrente, había dos estanques pequeños para barcos y unos columpios, césped y luego el paseo con casetas, detrás la playa de guijarros y, a sólo kilómetro y medio al este, los restos del viejo West Pier.
Estaba casi desierto. Sintió como si tuviera toda la ciudad para él. Le encantaba salir tan temprano el fin de semana, como si le tomara la delantera al mundo. La marea estaba bajando y podía ver la esfera del sol naciente muy arriba, ya en el cielo. A lo lejos, en las marismas, un hombre caminaba balanceando un detector de metales. Un buque portacontenedores, que apenas era más que un puntito, descansaba sobre el horizonte y parecía no moverse.
Un camión barredora avanzaba despacio hacia Grace, su motor rugía, los cepillos giraban, recogiendo los desechos habituales de una noche de viernes: envases de comida rápida, latas de Coca-Cola, colillas de cigarrillo, alguna que otra jeringuilla.
Grace se detuvo en medio del paseo, a poca distancia de un borracho que dormía acurrucado en un banco, y realizó sus estiramientos, inhalando profundamente ese olor familiar a mar que tanto le gustaba -el olor salado del aire fresco y suave, rociado de óxido y alquitrán, cuerdas viejas y pescado putrefacto- y al que la generación de ancianas propietarias de casas junto al mar gustaba llamar en sus prospectos «aire puro».
Luego, comenzó su carrera de casi diez kilómetros de ida y vuelta al principio del club náutico. En el último kilómetro, siempre giraba hacia dentro, subía por la concurrida calle comercial de Church Road, en Hove, hasta una tienda de comestibles que abría las veinticuatro horas, y compraba leche y el periódico, y quizás una revista que le gustara. Quizás esta mañana compraría otra revista de moda, algo como Arena; sólo para tener más ideas sobre qué ponerse esta noche.
Se detuvo delante de la tienda, sudando copiosamente, en parte con energías renovadas por la carrera y en parte cansado por la falta de sueño. Realizó sus estiramientos, luego entró en la tienda y se dirigió hacia la sección de periódicos y revistas. Y, al instante, vio los titulares de la edición matinal del Argus.
El enigma del escarabajo en el asesinato de
la estudiante de derecho de brighton
Furioso, cogió un periódico de la estantería. Reproducía la fotografía de Janie Stretton que había hecho pública ayer. En un recuadro de debajo, había una pequeña fotografía de un escarabajo pelotero.
El Departamento de Investigación Criminal de Sussex se niega a revelar si un extraño escarabajo pelotero, no originario de las islas Británicas, podría ser una pista vital en el asesinato de Janie Stretton. A la petición de confirmar el hallazgo del escarabajo durante la autopsia llevada a cabo por el patólogo del Ministerio del Interior, el doctor Frazer Theobald, el inspector jefe del caso, el comisario Roy Grace del Departamento de Investigación Criminal de Brighton y Hove, no quiso hacer comentarios…
Grace se quedó mirando las palabras, más furioso a cada minuto. ¿Que no quiso hacer comentarios? Nadie le había pedido que comentara nada. Y había dado órdenes muy estrictas de que no se informara a la prensa sobre el escarabajo.
Entonces, ¿quién lo había filtrado?