En el Vauxhall camuflado de la policía, Nick Nicholl cruzó la verja de seguridad de Sussex House y pisó a fondo el acelerador. Emma-Jane daba instrucciones por radio al operador del centro de control.
– Aquí Golf-Tango-Juliet-Eco. Necesitamos unidades de refuerzo en los alrededores de Freshfield Road. El incidente está en el número 138, pero no quiero que nadie se acerque al coche hasta que yo lo diga, es muy importante. ¿Entendido? -Estaba temblando de los nervios. Era el primer incidente serio del que se hacía cargo y era consciente de que podía estar rebasando su autoridad. Pero ¿qué otra opción tenía?-. ¿Puedes confirmarlo?
– Golf-Tango-Juliet-Eco, enviando unidades de refuerzo a los alrededores de Freshfield Road. Solicita no intervención hasta nuevo aviso. Hora de llegada estimada, cuatro minutos.
Bajaban a toda velocidad por una cuesta larga y pronunciada. Emma-Jane miró el velocímetro. Más de 110 kilómetros por hora. Marcó el número que el señor Seiler le había dado. Al cabo de unos momentos, contestó.
– ¿Señor Seiler? Soy la detective Boutwood. Vamos para allá. ¿Sigue la furgoneta ahí fuera?
– Sigue ahí -confirmó el hombre-. ¿Quieren que vaya a hablar con el conductor?
– No -le imploró la detective-. No, por favor, no lo haga. Por favor, quédese dentro y vigílele. Seguiré al teléfono. Dígame lo que ve.
El fogonazo de la cámara de un radar cruzó la luna trasera del coche. Manteniendo la velocidad, el detective Nicholl siguió bajando la cuesta, acelerando aún más cuando vio el semáforo en verde delante de ellos. La maldita luz se puso roja.
– ¡Sáltatelo! -le dijo Emma-Jane.
La policía aguantó la respiración cuando cruzaron la línea y Nicholl giró bruscamente a la derecha, pasando peligrosamente delante de un coche que le pitó enfurecido,
– Sigo viendo la furgoneta blanca -dijo el señor Seiler-. Hay un hombre dentro.
– ¿Sólo uno?
Iban por una carretera de dos carriles, en la que la velocidad estaba limitada a sesenta kilómetros por hora, y el velocímetro rozaba los ciento cuarenta y cinco.
– Sólo veo a un hombre.
– ¿Qué hace?
– Tiene un portátil abierto.
Se disparó otro radar.
– Será mejor que no te equivoques -le susurró Nick Nicholl-. Si no, adiós al carné.
Las farolas pasaban a toda velocidad. Las luces de posición posteriores aparecían como cuando se avanza la imagen en un DVD. Los conductores enfadados les hacían luces.
Sin hacer caso a su compañero, Emma-Jane se centró totalmente en el informador.
– Llegaremos dentro de un par de minutos -le dijo.
– Entonces, ¿quiere que salga ahora?
– ¡¡No!! -chilló-. Por favor, no salga.
Nick Nicholl frenó, se saltó otro semáforo, luego giró bruscamente a la izquierda por Elm Grove, una cuesta empinada y ancha con casas y tiendas a cada lado. El cartel «Alfombras Harmony», situado encima de un escaparate, pasó a toda velocidad.
– ¿Qué ve ahora, señor Seiler?
– Todo sigue igual.
De repente, se oyeron interferencias en la radio.
– Golf-Tango-Juliet-Eco, al habla el agente Godfrey. Aquí unidad Delta-Zulú-Bravo. Estamos acercándonos a Freshfield Road. Llegada estimada, treinta segundos.
– Deteneos donde estáis -dijo ella, que de repente se sintió increíblemente importante, y muy nerviosa por si la fastidiaba.
Pasaron por delante de los edificios lúgubres del Hospital General de Brighton, donde su abuela había muerto de cáncer el año pasado, luego giraron a la derecha dando un bandazo y con los neumáticos chirriando y entraron en Freshfield Road.
Emma-Jane echó un vistazo a los números de las casas: 256… 254… 248… Se volvió hacia Nick Nicholl y dijo:
– De acuerdo, reduce. Ahora llegaremos a una pequeña rotonda. Es al otro lado.
Mientras seguían avanzando, de repente vio la Ford Transit blanca a unos doscientos metros, los pilotos rojos encendidos. Y ahora sí notó que se le aceleraba el corazón. Al cabo de unos segundos, pudo leer la matrícula.
GU03 OAG.
Pulsó el botón de la radio.
– Unidad Delta-Zulú-Bravo. Hay una Ford Transit blanca delante del número 138. Por favor, interceptadla.
Luego, se volvió hacia Nick Nicholl.
– ¡Adelante! ¡Para delante! ¡Bloquéale el paso! -Se desabrochó el cinturón.
Al cabo de unos segundos, estaban frenando, en dirección a la furgoneta. Antes de que hubieran parado del todo, Emma-Jane tenía su puerta abierta. Se bajó de un salto y agarró la puerta de la Transit.
Estaba cerrada.
Oyó una sirena. Vio luces azules deslizándose por el asfalto negro. Oyó que el motor de la Transit arrancaba y aceleraba. De repente, la furgoneta dio marcha atrás y casi se le desencajó el brazo. Oyó el crujido del metal sobre metal y cristal. Luego, su brazo se movió hacia delante con una sacudida cuando la furgoneta aceleró y embistió al Vauxhall. El aire se llenó con el estruendo del motor acelerando, con el hedor acre de las gomas quemadas y, luego, con un chillido metálico cuando el Vauxhall dio un bandazo.
– ¡Alto! ¡Policía! -oyó que gritaba Nick.
Luego, hubo otro ruido de metal torciéndose. Emma-Jane siguió agarrada a la puerta con todas sus fuerzas.
De repente, perdió pie. La furgoneta estaba acelerando, giró bruscamente a la izquierda, y sus piernas se elevaron en el aire, luego el vehículo giró a la derecha. Hacia una fila de coches aparcados.
Emma-Jane sintió un momento de terror ciego.
Luego, todo el aire abandonó su cuerpo. Notó una presión horrible, luego oyó un crujido sordo como de cristales y metales rompiéndose. En los segundos de agonía que precedieron a la pérdida de conocimiento, sus manos soltaron la puerta, su cuerpo rodó por el suelo y se dio cuenta de que no eran ni cristales ni metales los que hacían ese ruido. Eran sus huesos.
Nick la vio tirada en la carretera y dudó un momento. Mirando por el retrovisor, vio el coche de policía a bastante distancia. Delante, los pilotos de la Transit desaparecían cuesta abajo. En una milésima de segundo, tomó una decisión, aceleró para perseguir al vehículo y gritó por radio:
– ¡Policía herido! ¡Necesitamos una ambulancia!
Al cabo de unos segundos, acortó la distancia respecto a la furgoneta. El coche saltó al pasar por un resalto. Al final de la cuesta, había un semáforo en rojo, el cruce con Eastern Road. La Transit tendría que parar, o al menos aminorar la marcha.
No hizo ninguna de las dos cosas.
Mientras la furgoneta cruzaba la calle, Nick vio el resplandor de unos faros y, al cabo de un momento, un taxi marca Skoda se empotró contra la puerta del conductor de la furgoneta. Oyó un golpe metálico fuerte y sordo, como dos cubos de basura gigantes que chocaban.
La Transit dio un giro y se detuvo, soltaba vapor, aceite y agua, la bocina sonaba atronadora, había fragmentos de cristal y metal por todas partes, una rueda estaba torcida y desviada, casi en paralelo al suelo, el neumático desinflado.
El Skoda siguió avanzando unos metros y dio la vuelta, emitiendo un chirrido metálico agudo, del capó salió vapor, luego se subió a la acera, chocó contra la pared de una casa y rebotó unos metros hacia atrás.
Nicholl detuvo el coche mientras llamaba por radio a los servicios de emergencia, luego se bajó de un salto y corrió hacia la furgoneta. Pero al llegar se dio cuenta de que no tenía por qué darse prisa. El parabrisas estaba agrietado y manchado de sangre. El conductor yacía desplomado de lado, con el cuerpo parcialmente tendido sobre el volante, con el cuello torcido. La cara, que tenía varios cortes, estaba contra el parabrisas agrietado; sus ojos, cerrados.
Seguía saliendo vapor y olía a gasoil. Nick Nicholl intentó abrir la puerta hundida, pero no pudo. Tiró con firmeza, tenía miedo de que la furgoneta se incendiara, luego más fuerte, con todas sus fuerzas. Al final, se abrió unos centímetros.
Era consciente de que los vehículos estaban deteniéndose; por el rabillo del ojo, vio que dos personas se habían acercado al taxi y abrían la puerta del conductor y que otra persona se esforzaba por abrir la puerta de atrás. Nick Nicholl tiró aún con más fuerza de la puerta de la Transit, que cedió un poco más. Al hacerlo, vislumbró un resplandor en el suelo del asiento del pasajero.
Era un portátil.
Mientras metía la mano por entre la puerta, Nick miró detenidamente la cara del hombre. Respiraba. Una de las principales lecciones que había aprendido en primeros auxilios era no mover a la víctima de un accidente a menos que fuera para ponerla fuera de peligro. Alargó la mano por delante del hombre y apagó el motor. No olía a quemado. Decidió esperar, luego se dirigió al otro lado de la furgoneta y sacó el portátil, con aplomo, sólo tocando el aparato con su pañuelo.
Luego, preocupadísimo por Emma-Jane, llamó por radio para preguntar por la situación de los vehículos de urgencias. Mientras lo hacía, oyó las sirenas.
Además de lo inquieto que estaba por la joven detective, tenía otra preocupación. Roy Grace no iba a dar saltos de alegría cuando se enterara del accidente.