Capítulo 3

Entrecerrando los ojos para no deslumbrarse con el sol bajo de la tarde, Janie miró aterrorizada el reloj en el salpicadero de su Mini Cooper, luego volvió a comprobar la hora en su reloj de muñeca. Las 19.55, Dios santo. «Casi estamos en casa, Bins», dijo con la voz tensa; maldijo el tráfico del paseo marítimo de Brighton y deseó haber tomado una ruta distinta. Luego, se metió una tira de chicle en la boca.

A diferencia de su dueña, el gato no tenía una cita caliente y no tenía prisa. Estaba tumbado plácidamente en su cesto de mimbre, en el asiento del copiloto del coche, mirando con aire taciturno al frente por entre las barras, enfurruñado, quizá, porque lo hubiera llevado al veterinario. Janie alargó la mano para estabilizar el cesto mientras giraba, demasiado deprisa, para entrar en su calle, luego redujo, buscando un sitio donde aparcar y esperando con todas sus fuerzas tener suerte.

Había regresado mucho más tarde de lo que había planeado, por culpa de su jefe, que la había retenido en el despacho -precisamente hoy- para que lo ayudara a preparar las notas para una reunión que tenían por la mañana con un abogado sobre un caso de divorcio especialmente amargo.

El cliente era un vago arrogante y atractivo que se había casado con una rica heredera y que ahora iba a sacarle todo el dinero que pudiera. Janie lo había despreciado desde el momento en que lo conoció, en el despacho de su jefe hacía unos meses; creía que era un parásito y esperaba, en el fondo, que no recibiera ni un penique. Jamás le había confiado su opinión a su jefe, aunque sospechaba que él sentía lo mismo.

Luego, había tenido que aguardar media hora en la sala de espera a que por fin la hicieran pasar con Bins a ver al señor Conti. Y no había sido en absoluto una consulta satisfactoria. Cristian Conti, joven y bastante moderno para ser veterinario, examinó largamente el bulto en el lomo de Bins y, luego, le realizó una revisión general. Entonces, le pidió que le llevara el gato al día siguiente para hacerle una biopsia, por lo que a Janie le entró el pánico y pensó que el veterinario sospechaba que el bulto era un tumor.

El señor Conti había hecho todo lo posible por disipar sus miedos y había enumerado las otras posibilidades, pero Janie había salido con Bins de la consulta temiéndose lo peor.

Más adelante, vio un pequeño espacio entre dos coches, a poca distancia de su casa. Frenó y puso la marcha atrás,

– ¿Estás bien, Bins? ¿Tienes hambre?

En los dos años que hacía que se conocían, Janie le había cogido mucho cariño al animal anaranjado y blanco, con sus ojos verdes y larguísimos bigotes. Había algo en esos ojos, en todo su comportamiento, en la forma en que se acurrucaba a su lado, ronroneaba, se dormía con la cabeza en su regazo cuando veía la televisión y, luego, le lanzaba una de esas miradas que parecían tan condenadamente humanas, tan adultas, tan sabias. Tenía razón quienquiera que hubiera dicho: «A veces cuando juego con mi gato, me preguntó si no será mi gato el que juega conmigo».

Dio marcha atrás para aparcar, y lo hizo fatal, luego volvió a intentarlo. Tampoco le quedó perfecto, pero tendría que bastar. Cerró el techo corredero, cogió la caja, se bajó del coche y se detuvo a comprobar la hora una vez más, por si, milagrosamente, la había mirado mal la última vez. Pero no. Ahora eran las ocho menos uno.

Sólo tenía media hora para dar de comer a Bins y prepararse. Su cita era un maniático del control que insistía en dictar exactamente cómo debía ir cada vez que se veían. Tenía que llevar los brazos y las piernas recién depilados; tenía que ponerse exactamente la misma cantidad de Issey Miyake en los mismos lugares; tenía que lavarse el pelo con el mismo champú y acondicionador, y tenía que maquillarse exactamente igual. Además, debía llevar hecha la depilación brasileña con una perfección microscópica.

Le comunicaba de antemano qué vestido llevar, qué joyas lucir e, incluso, en qué parte del piso quería que estuviera esperando. Iba todo en contra de su forma de ser; ella siempre había sido una chica independiente y no había permitido nunca que ningún hombre la mangoneara. Y, sin embargo, había algo en aquel hombre que la tenía enganchada. Era tosco, de la Europa del Este, de complexión fuerte y vestía ostentosamente, mientras que todos los hombres con los que había salido con anterioridad eran cultos, refinados y elegantes. Y tras sólo tres citas había caído en sus redes. El mero hecho de pensar en él la excitaba.

Mientras cerraba el coche y se daba la vuelta para dirigirse a su piso, ni siquiera se fijó en el único coche de la calle que no estaba cubierto de excrementos endurecidos de paloma y gaviota, un Volkswagen GTI negro y reluciente con los cristales tintados, aparcado a poca distancia de ella. Un hombre, invisible al mundo exterior, sentado en el asiento del conductor, la observaba a través de unos minúsculos prismáticos mientras marcaba un número en su móvil de tarjeta.

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