– Viking noroeste, rolando a sureste fuerza cinco o seis, amainando a variable fuerza tres o cuatro posteriormente. Chubascos. Abundantes. North Utsire, South Utsire, noroeste, fuerza cuatro o cinco en South Utsire, o amainando a variable fuerza tres o cuatro -dijo el Hombre del Tiempo.
Iba conduciendo su coche, un pequeño Fiat Panda blanco roñoso que sufría de oxidación terminal. En la radio, un imbécil, que no tenía ni idea de lo que hablaba, explicaba lo fácil que era suplantar la identidad de alguien. Conducir por la carretera del puerto de Shoreham, el puerto comercial contiguo al municipio de Brighton y Hove, hacía relevante el pronóstico marítimo.
A su izquierda, estaba el club náutico de Sussex, seguido de un almacén, y a su derecha, una hilera de casas adosadas. Iba a ver a Jonas Smith otra vez -o Carl Venner, su nombre auténtico-, y el hombre gordo empezaba a cabrearle. Sólo se había asociado con Venner para vengarse de la gente para la que trabajaba, que le cabreaba muchísimo. Ahora tenía que dejarlo todo cada vez que «Venner» lo requería, porque «Venner» se negaba a comunicarse por teléfono o correo electrónico, como cualquier persona «normal». Siempre había que pasar por una farsa ridícula, bien reuniéndose con él en una habitación de hotel, como la última vez, por si lo seguían, o en raras ocasiones en su despacho, como ahora.
Al final de la hilera de casas, pasó por delante de un proveedor de yates, luego puso el intermitente para girar a la derecha, esperó a que se abriera un espacio en el tráfico y aceleró, con el motor resoplando bajo el peso repentino, hacia el polígono industrial de Portslade Units. Era fácil ver el edificio al que se dirigía; era el del helicóptero aparcado, como un insecto negro mulante, en el tejado. El helicóptero privado de Venner.
Pasó por delante del depósito de antigüedades, luego entró en el garaje de un enorme almacén moderno y aparcó junto a un gran Mercedes negro que sabía que era uno de los coches de Venner. El cartel de la pared decía: «Importaciones / Exportaciones Oceanic & Occidental».
Paró el motor, pero siguió escuchando Radio Five Live, preguntándose si utilizar el móvil para llamar y castigar al imbécil. Pero andaba mal de tiempo; tenía que volver al despacho. Murmurando para sí mismo «Forties, Cromarty, Tyne, Dogger, noroeste fuerza siete arreciando a vendaval intenso fuerza nueve», bajó del coche, lo cerró y, tras comprobar cada puerta metódicamente, se dirigió a la entrada lateral. Mostró la cara al objetivo de la cámara de seguridad y llamó al timbre.
Hubo un «clanc» seguido de un zumbido áspero cuando se abrió el cerrojo. Empujó la puerta pesada y entró en el vestíbulo de la primera planta, del tamaño de un campo de fútbol y lleno de contenedores grises enormes para transporte marítimo. Dos hoscos europeos del Este vestidos con monos, uno calvo con la cabeza tatuada, el otro con una larga cabellera negra, lo miraron, lo saludaron brevemente con la cabeza y volvieron a concentrarse en el contenedor que se elevaba en el aire sobre una gigantesca plataforma móvil.
El Hombre del Tiempo había entrado en el sistema informático de la empresa y había leído los manifiestos. Sabía qué había dentro de los contenedores. La mitad tenía bienes legales, en su mayoría componentes de máquinas y productos químicos agrícolas, la otra mitad contenía coches de lujo robados para Rusia y Oriente Medio, equipamiento militar con destino a Siria y Corea del Norte, y fármacos caducados para Nigeria.
De todos modos, no iba a decirle a Venner que lo sabía. Sólo era algo que venía bien saber. Únicamente quería ver al hombre, decirle qué había averiguado y volver al despacho. Y esta noche tenía una cita con Mona, bueno, una cita en un chat de Internet. La tercera. Mona trabajaba para una empresa de informática de Boise, Idaho, en Estados Unidos; principalmente hablaban de ecología. No obstante, lo importante era que había leído a Robert Anton Wilson y tenían muchas cosas más en común. Estaba de acuerdo con el Hombre del Tiempo en que muy pronto la gente podría descargar su cerebro en ordenadores y vivir una existencia virtual, libre de todas las limitaciones de mierda que suponía ser un ser humano biológico.
Subió en el ascensor de tamaño industrial hasta la planta de arriba.
– Amainando en East Forties y East Dogger -le informó a Mick Brown, quien esperaba para recibirle cuando se abrieron las puertas, vestido con un chándal gris de Prada y mocasines blancos.
El albanés nunca había escuchado el pronóstico marítimo del Reino Unido. No tenía ni idea de qué hablaba el Hombre del Tiempo y no le importaba. Mascó chicle unos momentos con la boca abierta, mostrando gran parte de sus diminutos incisivos blancos al Hombre del Tiempo, mirándole, asimilando su expresión mustia, su pelo mustio y sin vida, su camisa blanca mustia, los pantalones beis y los toscos zapatos grises. Buscaba indicios de un arma, no porque pensara que el extraño señor Frost fuera capaz de llevar una, sino porque le pagaban para hacerlo, así que lo comprobó de todas formas.
Frost no era musculoso; parecía débil. Sería fácil matarlo cuando llegara el momento. Tampoco hacía deporte. El albanés prefería a los luchadores; estaba bien pegar un poco a alguien mientras intentaba pegarte a ti, sobre todo a las mujeres.
– ¿El móvil? -le preguntó con su acento gutural.
– No lo he traído.
– ¿Te lo has dejado? ¿En el coche o en el despacho?
– En el despacho -mintió-. Es lo que me dijeron.
Justo enfrente del ascensor había una puerta de aspecto robusto con un teclado numérico de seguridad y una cámara de circuito cerrado. El albanés sacó una tarjeta del bolsillo, la presionó contra el teclado, abrió la puerta e indicó al Hombre del Tiempo que lo siguiera.
Al instante, mientras entraba, Frost olió el humo de puro rancio y familiar. Se dirigieron a una habitación pequeña, austera, sin ventanas y con una moqueta barata. Estaba amueblada con una vieja mesa metálica que parecía sacada de una liquidación por cierre, una silla giratoria, un televisor de plasma en la pared en el que podía verse un partido de fútbol y cinco monitores, uno mostraba el exterior del despacho, los otros cuatro cubrían el exterior del edificio por los cuatro costados.
– Espera.
El albanés se dirigió al fondo de la habitación, abrió otra puerta, entró y la cerró tras él. Al cabo de unos momentos, el Hombre del Tiempo oyó voces que subían de tono. Venner estaba gritando, pero el sonido le llegaba demasiado apagado para entender qué decía.
Miró la pantalla del televisor. Era la hora de comer, otra razón por la que estaba irritado, la segunda vez esta semana que Venner le requería a la hora del almuerzo. Mirando al suelo, clavando la vista en un trozo minúsculo de papel de aluminio atrapado en las fibras de la moqueta, se preguntó cómo reuniría el valor para decirle que ya no quería seguir trabajando más para él. Entonces, miró a la pantalla, deseando que pusieran Star Trek en lugar de fútbol. Star Trek le infundía valor, inspiración. De vez en cuando, se imaginaba que era alguno de los personajes. Caminando con descaro…
– Ejem -dijo el Hombre Que No Era Tímido aclarándose la garganta y la mente, pensando, preguntándose de nuevo cómo reunir el valor. A Carl Venner no iba a gustarle…
Entonces, el sonido de la puerta de Venner interrumpió sus pensamientos, así como la voz de pito del hombre gordo, que gritaba con su acento de Luisiana.
– ¡Llévate a esta puta zorra de aquí. ¡La muy zorra me ha mordido!
Al cabo de unos momentos, una chica menuda y asustada salió tambaleándose de la habitación, con cara de perplejidad. Tenía facciones de la Europa del Este, pelo largo castaño, figura esbelta; llevaba un pintalabios de color intenso y todo corrido. Calzaba unos zapatos de putilla, un top mínimo y una minifalda tan corta que casi era ilegal. Debajo del ojo derecho tenía un verdugón reciente que parecía que iba a convertirse en un ojo a la funerala; en la mejilla derecha lucía un golpe igual de reciente que le había abierto la piel y del que brotaba sangre. Tenía grandes moratones por los dos brazos.
El Hombre del Tiempo calculó que no tendría más de doce años.
La chica lo miró un instante como suplicándole ayuda, pero él apartó la vista y buscó el trozo de papel de aluminio en la moqueta, sintiéndose mal por ella, pero incapaz de hacer nada, y aún más resuelto a decirle a Venner que le dieran por saco, sólo que aún no había cobrado, claro.
El albanés habló con dureza a la chica en una lengua que el Hombre del Tiempo no entendió. La chica respondió al señor Brown alzando la voz, batalladora pese a su corta edad, volvió a mirar al Hombre del Tiempo, desesperada, pero él seguía mirando la moqueta y murmurando en silencio para sí.
Entonces el Hombre del Tiempo notó un brazo que le rodeaba los hombros y olió la peste agria a puro combinada con olor corporal, disimulado sólo ligeramente por la colonia Homme de Comme des Garcons; recientemente, se había aprendido de memoria el olor de todas las fragancias del duty free del aeropuerto de Gatwick, para matar el tiempo antes de un vuelo.
– No le gusta que la enculen, John. ¿Qué te parece? -le preguntó Carl Venner.
Su cuerpo de metro sesenta y cinco de estatura y ciento sesenta y cinco kilos de peso presentaba un aspecto lamentable y tenía un arañazo reciente en la mejilla. Su pelo plateado y ondulado, por lo general impecable, estaba alborotado, y su coleta, parcialmente suelta. Llevaba una camisa color esmeralda bien abierta, con la mitad de los botones arrancados, que dejaba al descubierto los pliegues de carne flácida de su torso y la barriga blanca sin pelos que le colgaba por encima del cinturón brillante.
Tenía la cara llena de manchas rojas por el esfuerzo o el enfado, y trozos secos de soriasis en la frente que el Hombre del Tiempo ya había advertido antes; el hombre respiraba con tanta dificultad que se preguntó si estaría a punto de darle un ataque al corazón.
– No le gusta que se la follen por el culo -dijo Venner, cambiando ligeramente las palabras-. ¿Te lo puedes creer?
En realidad, el Hombre del Tiempo no tenía una opinión sobre el tema.
– Mmmm -dijo simplemente, sintiendo que el cuerpo enano y denso de Carl Venner lo empujaba hacia delante.
Se detuvieron un momento y Venner volvió la cabeza hacia el señor Brown.
– Haz lo que quieras con esa zorra y luego deshazte de ella.
Soportar aquello y ser cómplice no era parte del trato, pero el Hombre del Tiempo no había comprendido la verdadera naturaleza del tipo que lo había contratado hasta que comenzó a investigar los antecedentes de Venner accediendo a sus archivos personales.
Había conocido a Venner en un chat de Internet para locos de la informática, donde se intercambiaba información y se planteaban y solucionaban acertijos técnicos. Venner le había ofrecido un reto que, en ese momento, el Hombre del Tiempo creyó que era hipotético. El reto consistía en si era posible colgar una página web en Internet que fuera total y permanentemente imposible de rastrear. El Hombre del Tiempo ya tenía diseñado el sistema. Había pensado ofrecerlo a los servicios de inteligencia británicos, pero entonces se cabreó por la guerra de Iraq. Y, de todos modos, no se fiaba de los cuerpos gubernamentales, de ningún país. De hecho, desconfiaba de casi todo.
Venner lo condujo a su despacho grande y tenebroso, que ocupaba gran parte de la planta de arriba del almacén. Era un lugar enorme, sin ventanas e impersonal, con una moqueta del mismo material barato que la del despacho de la entrada y con casi los mismos pocos muebles, excepto en una zona al fondo, donde había varias estanterías con hardware informático, que el Hombre del Tiempo se conocía del derecho y del revés, puesto que lo había instalado él.
La mesa de Venner, sobre la que había cuatro portátiles encendidos y nada más, aparte de un cenicero de cristal con dos colillas de puro aplastadas y un cuenco de cristal lleno de barritas de chocolate, era un clon de la que había fuera. Detrás, había un sillón negro de piel y, cerca de la mesa, un sofá largo marrón, también de piel, pero en un estado lamentable. En la moqueta, justo delante, el Hombre del Tiempo vio unas braguitas arrugadas de encaje, muy pequeñas. Arriba, las gotas de lluvia golpeaban el tejado de metal del almacén.
Como siempre, los dos compañeros rusos mudos de Venner, con sus trajes negros, aparecieron de la nada, flanquearon al hombre gordo, callados y serios, y saludaron al Hombre del Tiempo levemente con la cabeza.
– ¿Sabes? La muy zorra me ha mordido en serio. ¡Mira! -Venner exhaló una bocanada de halitosis de puro y levantó un dedo índice regordete, con la uña en carne viva de mordérsela.
El Hombre del Tiempo vio unas marcas profundas justo por encima de la primera falange.
– Tendrán que ponerle la vacuna del tétanos -dijo mirando las marcas.
– ¿Del tétanos?
El Hombre del Tiempo clavó los ojos en las braguitas del suelo, balanceándose adelante y atrás en silencio, absorto en sus pensamientos.
– ¿Del tétanos? -repitió el americano, preocupado.
– El inoculo bacteriano de las heridas por mordedura humana es peor que el de cualquier otro animal -dijo Frost sin dejar de mirar las bragas-. ¿Sabe la cantidad de organismos que viven en la flora bucal de las personas?
– No.
– Hasta un millón por milímetro -dijo el Hombre del Tiempo sin dejar de balancearse-, más de ciento noventa especies de bacterias distintas.
– Genial. -Venner se miró la herida con recelo-. Bueno… -Se paseó agitadamente por la habitación dibujando un pequeño círculo y luego juntó las manos. Su cara indicaba un cambio total de humor y de tema-. ¿Tienes la información?
– Mmm. -El Hombre del Tiempo siguió mirando las bragas, aún balanceándose-. ¿Qué va a, mmm…, va a, mmm… a la chica? ¿Qué va a pasarle?
– Mick va a llevarla a casa. ¿Algún problema?
– Mmm, no, yo… Mmm, sí. De acuerdo, genial.
– ¿Tienes lo que te pedí que trajeras? ¿Eso por lo que te pago?
El Hombre del Tiempo se desabrochó el bolsillo trasero de los pantalones y sacó un trocito de papel rayado que había arrancado de una libreta y que había doblado dos veces. Se lo pasó a Venner, que lo cogió con un gruñido.
– ¿Estás seguro al cien por cien?
– Sí.
Aquello pareció satisfacer a Venner, que se dirigió a su mesa, caminando como un pato, para leerlo.
Escrita en el papel estaba la dirección de Tom y Kellie Bryce.