Kellie estaba callada, las farolas naranjas iluminaban su rostro mientras Tom conducía el Audi por la carretera de Londres de vuelta a Brighton. La radio estaba bajita; apenas oía la canción de Louis Armstrong, We have all the time in the world, una canción que siempre lo conmovía. Subió un poco el volumen, agotado, intentando no dormirse, y totalmente sobrio. El reloj del coche marcaba la una y cuarto.
La velada en casa de Philip Angelides había ido bien, pero el ambiente era artificial. Hacía algunos años, él y Kellie se habían hecho socios del National Trust, y solía gustarles ir a visitar distintas mansiones los domingos por la tarde. Algunas de las casas en las que habían estado eran más pequeñas que la imponente construcción de estilo isabelino que habían visto hoy.
Eran dieciséis comensales sentados a la mesa antigua, servida por un séquito de criados acartonados. Angelides obligó a cada invitado a adivinar la procedencia primero del vino blanco, luego del tinto, comenzando por el país de procedencia y siguiendo luego con la uva, el estilo, la bodega y el año.
Caro Angelides, la esposa del magnate, era seguramente la mujer más estirada que Tom había tenido la desgracia de tener al lado en una mesa, y la mujer de su derecha, cuyo nombre había olvidado, no era mucho mejor. Su único tema de conversación eran los caballos, y pasaba de los certámenes de hípica a la caza, y otra vez a los certámenes. No recordaba que ninguna de las dos le hubiera hecho ni una sola pregunta sobre él en toda la noche.
Mientras tanto, Kellie había tenido que escuchar al hombre de su derecha jactándose de lo inteligente que era, y el hombre de su izquierda, un banquero empalagoso que se había ido emborrachando cada vez más, no había dejado de ponerle la mano en la pierna e intentar metérsela por debajo de la falda.
Era evidente que el resto de los invitados eran muy ricos y de un ambiente social completamente distinto al de Tom y Kellie, pues ninguno de los dos había estado nunca en contacto con vinos buenos. A Tom le había molestado en particular que su anfitrión menospreciara las elecciones de Kellie. Además, no tuvo ocasión de hablar de negocios con él. De hecho, mientras conducía se preguntó por qué los había invitado Philip Angelides. ¿Salvo para presumir delante de ellos tal vez?
De todos modos, aquél era algún tipo de vínculo. No se había comportado mal; se las había arreglado para conversar con las dos mujeres sentadas a su lado, a pesar de sus conocimientos nulos sobre el mundo de los caballos -aparte de su pequeña apuesta en el Grand National de todos los años-. Y al menos había adivinado que el vino tinto era francés, aunque fuera de pura chiripa.
– Qué gente más horrible -dijo Kellie de repente-. ¡Prefiero a nuestros amigos! ¡Al menos son personas de verdad!
– Creo que puedo sacarle un buen negocio.
Kellie se quedó callada un momento, luego dijo de mala gana:
– Una casa increíble, eso sí. Un sueño.
– ¿Te gustaría vivir en un sitio tan grande?
– Sí, por qué no, si tuviera todos esos criados. -Luego, en el último momento añadió-: Seguro que algún día la tenemos. Creo en ti.
Tom alargó la mano y encontró la de Kellie. Se la apretó y ella hizo lo mismo. Siguió agarrándola, conduciendo con una mano mientras volvían a sumirse en el silencio, en sus pensamientos. Iban camino de casa, de regreso a la realidad.
Su decisión de ir a la policía lo atormentaba. Había hecho lo correcto, por supuesto; ¿qué alternativa tenía? ¿Podría haber vivido con ese cargo de conciencia? Habían tomado la decisión juntos; es lo que debían hacer un marido y una mujer. Eran un equipo.
Estaban aproximándose a la salida. Se colocó en el carril de la izquierda de la carretera casi vacía, liberó su mano, ahora necesitaba las dos, siguió la curva pronunciada, luego subió por la cuesta y salió en la rotonda de arriba.
Menos de un minuto después, tras bajar al valle, giró a la izquierda y entró en Goldstone Crescent. Luego tomó una curva pronunciada a la izquierda y entró en su calle. Subió por la cuesta empinada, metió el coche en el garaje, apagó el motor y se bajó. Kellie se quedó sentada con el cinturón abrochado. Tom, con el llavero en la mano, el dedo en el botón del cierre automático, esperó a que saliera. Pero no se movió. Él miró a su alrededor, a los coches aparcados a cada lado de la calle, todos bien iluminados por las farolas. Sus ojos escudriñaron cada sombra. Buscando. ¿Qué? ¿Un movimiento repentino? ¿Una figura solitaria en un coche aparcado?
«Paranoico», se dijo. Luego abrió la puerta de Kellie.
– ¡Hogar, dulce hogar! -dijo.
Ella siguió sin moverse.
Tom la miró y se preguntó si estaría dormida, pero tenía los ojos abiertos; simplemente miraba al frente.
– ¿Cariño? ¿Hola?
Ella lo miró de forma extraña.
– Hemos llegado, ya lo sé -le dijo.
Tom frunció el ceño. Parecía que estaba teniendo un «momento Kellie». Y cada vez eran más frecuentes. No sabía exactamente a qué se debían estos momentos, pero de vez en cuando, durante unos segundos, a veces más, parecía desaparecer en su mundo. La última ocasión que había sacado el tema, ella le había contestado bruscamente que en ciertos momentos necesitaba espacio, tiempo para pensar. Pero estaba claro que a veces elegía sitios y momentos raros para hacerlo.
Al final, Kellie se desabrochó el cinturón y bajó. Tom cerró el coche, caminó hacia la puerta, metió la llave, abrió y se apartó educadamente para que ella entrara primero.
El televisor estaba a todo volumen. Dios santo, pensó, los niños estaban durmiendo. ¿Es que Mandy carecía de sentido común? Luego, miró a su alrededor, sorprendido de que Lady no hubiera ladrado ni se hubiera acercado trotando a recibirles.
Kellie asomó la cabeza por la puerta del salón.
– ¡Hola, Mandy, ya hemos vuelto! ¿Has tenido una buena noche? Baja el volumen, ¿quieres, cielo?
La respuesta de la canguro quedó ahogada por el estruendo del televisor.
Tom entró en el salón. Como tenía que conducir, había bebido muy poco y ahora le apetecía tomarse una buena copa antes de acostarse, pero sería prudente esperar a haber llevado a Mandy de vuelta. Había unos tres kilómetros largos hasta su casa; era una estupidez arriesgarse.
En la pantalla del televisor, una chica estaba en un callejón azotado por la lluvia, gritando, mientras una sombra se le echaba encima. Mandy estaba despatarrada en el sofá. Había una revista para adolescentes abierta, tirada en la moqueta, junto con varios envoltorios de caramelos, una caja vacía de pizza y una lata de Coca-Cola. Absorta en la película, sin apartar los ojos de la pantalla, movió la mano por la moqueta, buscando el mando, pero se encontraba a varios centímetros de su objetivo.
Justo cuando la chica de la tele se puso a gritar aún más fuerte, Tom se arrodilló, cogió el mando del suelo y quitó el sonido.
– ¿Todo bien, Mandy?
La adolescente se quedó un poco sorprendida por el repentino silencio, bostezó y luego sonrió.
– Sí, todo bien, señor Bryce. Los niños no me han dado ningún problema, se han portado como angelitos los dos. Pero estoy un poco preocupada por Lady.
– ¿Por? -preguntó Kellie.
Mandy se incorporó y mientras se ponía las botas contestó:
– No parece ella. Normalmente viene a sentarse conmigo, pero esta noche no ha querido moverse de su capazo.
Tom y Kellie se dirigieron inquietos a la cocina. Lady, enroscada en su capazo, ni siquiera abrió un ojo. Kellie se arrodilló y le acarició la cabeza.
– Lady, cielo, ¿estás bien?
Mandy los siguió.
– Ha bebido bastante agua hace un rato.
– Seguramente habrá pillado un virus -dijo Tom, mirando una mitad de pizza solidificada sobre la encimera, junto con un cuchillo y un tenedor, y un bote destapado de helado de caramelo crujiente derretido.
Se arrodilló y también acarició la cabeza del pastor alemán. Ladeando la cabeza hacia el perro, le preguntó, soñoliento de repente:
– ¿Has pillado un virus, Lady? ¿Estás pachucha?
Kellie se levantó.
– Esperaremos a ver si se encuentra mejor por la mañana. Si no, habrá que llamar al veterinario.
Tom vio con tristeza que una gran factura se le venía encima, pero no podía evitarse. Quería al perro; formaba parte de su familia, de su vida.
– Buen plan -dijo.
Kellie pagó a la canguro, luego le dijo a Tom que ella llevaría a Mandy a casa.
– No pasa nada, yo iré -dijo Tom-. Me he privado de todos esos buenos vinos, así que mejor la llevo yo.
– Yo tampoco he bebido mucho -dijo Kellie-. Estoy bien. Tú ya has hecho suficiente conduciendo antes. Tómate una copa y relájate.
No le costó demasiado convencerlo.
Tom se sirvió dos dedos de armañac, se dejó caer en el sofá, cogió el mando y cambió la película de terror que estaba viendo Mandy por un clásico del humor, Porridge. Vio un rato a Ronnie Barker en la cárcel antes de volver a cambiar, esta vez a un partido de fútbol americano. Oyó que se cerraba la puerta de entrada, el sonido del Audi que arrancaba. Notó una sensación agradable, cálida, cuando el primer trago de alcohol se deslizó por su garganta.
Luego, pensativo, miró dentro del vaso e hizo girar el líquido oscuro. Se preguntaba qué diferencia había entre Philip Angelides y él. ¿Qué cualidades habían convertido a Angelides en un exitoso financiero y a él en un fracasado total? ¿Era cuestión de suerte? ¿De genes? ¿De crueldad?
Fuera, Kellie dio marcha atrás y salió a la calle, luego comenzó a bajar la cuesta mientras charlaba con Mandy. Aunque hubiera mirado más detenidamente por el retrovisor, nunca habría visto el coche que arrancó para seguirla.
Estaba a más de cien metros y no llevaba las luces encendidas.