El club náutico de Brighton llevaba en construcción desde que Roy Grace tenía memoria, desde su infancia. Hoy en día seguía en obras y quizás estaría así siempre, especuló. En una gran zona polvorienta cerrada al paso había dos grúas, una excavadora JCB y una excavadora de oruga, entre montañas de materiales de construcción debajo de lonas impermeabilizadas que la fuerte brisa agitaba.
Nunca se había parado a pensar si le gustaba el proyecto o no. Ocupaba una posición extraña al pie de los acantilados altos y blancos al este de la ciudad y albergaba dársenas interiores y exteriores de yates, alrededor de las cuales crecía y seguía creciendo el Marina Village, que era el nombre que le habían puesto al club náutico. Había grupos de casas adosadas de imitación de la época de la Regencia y bloques de pisos, docenas de restaurantes, cafés, pubs y bares, un par de proveedores de yates, numerosas tiendas de ropa, un supermercado enorme, una bolera, un cine multisalas, un hotel y un casino.
No obstante, siempre le había parecido un poco una maqueta. Como una versión adulta de una construcción de Lego hecha por un niño. Incluso después de treinta años, todo seguía pareciendo nuevo y un poco frío e impersonal. La única parte que le gustaba de verdad era el lugar adonde se dirigían ahora él y Nick Nicholl: el paseo marítimo entarimado, construido hacía sólo unos años, que recorría todo el muelle.
En una cálida noche como la de hoy, había mucho movimiento, con gente de todas las edades sentada en los cafés y restaurantes, contemplando los pocos yates que regresaban a sus atracaderos entre los pontones, hablando, besuqueándose, escuchando la música estridente y los chillidos de las gaviotas.
Grace, que se sentía más humano tras la inyección de azúcar del donut, notó una gran punzada en el corazón al pasar por delante de una pareja de jóvenes sentados en una terraza, mirándose a los ojos, claramente enamorados. ¿Por qué Cleo no había mencionado que estaba prometida?
¿Por qué no se le había ocurrido preguntarle si tenía una relación?
Ese largo beso en el taxi -todo el trayecto hasta el piso de Cleo- no se correspondía con el comportamiento de una mujer enamorada de su prometido, ¿verdad? ¿Incluso habiendo bebido tanto?
Con el sol que se ponía, pero aún bien visible en el horizonte, Grace contempló su sombra alargada rozando los tablones de madera, la sombra notablemente más alta de Nicholl se extendía a su lado. El detective, con las manos en los bolsillos y con un sobre que contenía las fotografías de Janie Stretton debajo del brazo, le seguía a paso rápido, un poco encorvado, como si se avergonzara de sus casi dos metros de estatura. Había estado callado, como siempre, durante el camino; un silencio que Grace agradeció aquella noche, pues no estaba de humor para chácharas.
Pasaron por delante del modernísimo Seattle Hotel, luego llegaron al Karma Bar, con su terraza acordonada frente a la pasarela de madera, todas las mesas y casi todas las sillas ocupadas.
Grace siguió a Nicholl al interior. A lo largo de los últimos años, se había dejado arrastrar en alguna ocasión a aquel local por amigos bienintencionados que habían insistido en que era el lugar ideal en Brighton para que un hombre de su edad conociera a mujeres. El interior exótico era distinto de cualquier otro bar de la ciudad: era espacioso, los farolillos orientales le daban un resplandor cálido y tenía cojines esparcidos por bancos empotrados que invitaban a sentarse, una barra larga y decoración inspirada -al menos eso le pareció a él- en la India, en Marruecos y en el Lejano Oriente.
Nick Nicholl se acercó a una chica guapa que estaba detrás de la barra.
– Hola -le dijo-. Estoy buscando a Ricky.
Ella miró a su alrededor, luego dijo en un tono muy agradable:
– Creo que está en el despacho. ¿Le espera?
– Sí. ¿Podría decirle que el detective Nicholl y el comisario Grace han venido a verle? Hemos hablado hará una media hora.
La chica se fue a buscarlo.
– El tipo de la Met, ese tal inspector Dickinson, el que dirige la investigación del caso de Wimbledon de la chica asesinada que llevaba un brazalete con un escarabajo… Hemos quedado en verle mañana al mediodía, ¿verdad? -consultó Grace a Nick.
– Sí.
– Seguramente es mejor que no haya querido hacerlo hoy. Creo que no habríamos encontrado el momento de quedar con él.
Los dos se apoyaron en la barra. Sonaba una canción de Joss Stone.
– Me gusta -dijo Grace.
Nicholl se encogió de hombros.
– En realidad, a mí me mola la música country.
– ¿Qué cantantes te gustan?
Volvió a encogerse de hombros.
– Johnny Cash es el mejor. Rachel y yo íbamos a clases de country. Tuvimos que dejarlo cuando se quedó embarazada.
– Dicen que te cambian la vida, los hijos -dijo Grace, que miró hacia un fajo de revistas Absolute Brighton que reposaban junto a un cenicero.
– Las clases de preparación al parto no son tan divertidas -admitió el detective, asintiendo con la cabeza apesadumbrado.
Un par de minutos después, la camarera regresó y los condujo por unas escaleras hasta un cómodo despacho con muebles anodinos y funcionales que contrastaban enormemente con el bar. Había una mesa, a la que estaba sentado un joven con el pelo de punta y vestido con camiseta y vaqueros, un sofá y un par de sillones, un equipo de música sofisticado y una hilera de monitores en blanco y negro que mostraban imágenes de las cámaras de seguridad del interior y del exterior del bar.
El joven se levantó sonriendo alegremente y pasó delante de la mesa.
– Hola, encantado de conocerle, señor Nicholl -dijo, y les estrechó la mano. Mirando a Grace, añadió-: Soy Ricky el encargado. Leí sobre usted en el Argus, ¿ayer, puede ser?
– Podría ser.
– Pensé que se habían pasado un poco. ¿Puedo ofrecerles algo de beber?
– Yo quiero agua mineral, si es posible.
– ¿Una coca-cola light? -dijo Nick Nicholl.
El encargado descolgó el teléfono y pidió las bebidas, luego les indicó que se sentaran. Ocuparon un sitio en el sofá y Ricky cogió una silla.
– Sí, bueno -dijo, dirigiendo sus comentarios al detective y dándose un golpecito con el dedo en la sien-. Tengo buena memoria para las caras, aquí la necesito, para recordar a los folloneros. Como le he dicho por teléfono, estoy seguro de que la chica que busca estuvo aquí hace poco más de una semana. Un viernes por la noche, con un tipo. Hemos tenido suerte, normalmente borramos las cintas al cabo de una semana, pero hemos tenido algunos problemillas. No van a hacernos una redada, ¿verdad?
Grace sonrió.
– No me interesa hacerles una redada. Sólo quiero encontrar al asesino de Janie Stretton.
– Muy bien, todo claro. -Entonces, Ricky frunció el ceño-. ¿Qué es eso que he leído sobre un escarabajo, un escarabajo pelotero?
– No es importante -contestó Grace, un poco más cortante de lo que pretendía.
– Era por curiosidad, porque aquí tenemos uno, en un estante de la sala VIP, uno pequeño de bronce, forma parte de la decoración. Está empujando una bola de mierda de bronce. ¡Qué asco!
– ¿De dónde lo sacaron? -preguntó Grace.
– No lo sé, el decorador fue quien se encargó de todo eso. -Ricky cogió un mando y pulsó un botón-. Miren el monitor del centro -dijo.
Hubo un parpadeo que, durante un momento, se convirtió en una imagen borrosa, luego una sucesión rápida de imágenes cruzó la pantalla como si el control de reproducción horizontal no funcionara. La imagen se estabilizó y mostró el bar atestado de gente desde un ángulo amplio, con la fecha y la hora corriendo en la esquina inferior derecha.
– Fíjense en la puerta, la de la entrada principal, ¡ahora! -dijo Ricky, emocionado.
Grace vio a un hombre musculoso de unos treinta años de rostro delgado, duro, y de expresión mezquina, como de rey de la jungla, que entraba agarrando a una chica de pelo largo, vestida con una minifalda muy estrecha. Era Janie Stretton. No cabía la menor duda.
Grace examinó a su acompañante detenidamente, observó sus andares chulescos, que le recordaron a la forma de caminar de Paras, como si estuviera listo para enfrentarse a todo. El hombre llevaba el pelo corto de punta, lucía una cadena gruesa en el cuello y vestía una camiseta y pantalones anchos. Sin soltar a Janie Stretton en ningún momento, se abrió paso por entre la multitud y fue directamente a la barra, momento en el que la cámara, que se movía en arco, los perdió.
Al cabo de unos minutos, la cámara volvió a registrarlos. El hombre sujetaba una pinta de cerveza; Janie tenía un cóctel de alguna clase. Él brindó con ella, luego, con un movimiento curioso, deslizó la mano que tenía libre alrededor de su cuello, pareció agarrarla del pelo, le echó la cabeza hacia atrás y le besó el cuello con ordinariez.
Nick Nicholl tenía las fotografías de Janie Stretton sobre las rodillas e iba mirándolas y alzando la vista a la pantalla alternativamente.
– Es ella -dijo.
– No hay duda -confirmó Grace-. No existe la menor duda. -Mirando al encargado, preguntó-: ¿Quién es el pulpo?
– No lo sé, no lo había visto nunca.
– ¿Está seguro?
– Al cien por cien no, aquí viene muchísima gente. Pero creo que no.
Sonó el móvil de Grace. Sin apartar la vista del monitor, lo sacó del bolsillo y miró la pantalla del teléfono. Era Cleo Morey
Tras disculparse, pulsó la tecla para contestar y salió del despacho.
Cleo estaba muy dulce y sumisa.
– Me preguntaba si querrías tomar una copa esta noche, si te gustaría venir a mi casa.
Grace se derritió al escuchar su voz.
– Me encantaría -dijo-, pero aún me quedan dos horas largas de trabajo.
– Bueno, pues pásate luego y… ¿tomamos una copa antes de ir a dormir?
– Mmm -dijo, totalmente desconcertado. Aquél no era ni el momento ni el lugar para tener ese tipo de conversación.
– Tengo vino, cerveza, vodka.
– ¿Tienes whisky? -preguntó para fastidiar.
– Qué extraña coincidencia. Tengo una botella entera de Glenfiddich que he comprado esta tarde.
– Estamos sincronizados, obviamente -dijo Grace, que intentó transmitir más frialdad de la que sentía, aunque no lo consiguió.
– Obviamente.