Capítulo 24

– No puedo creer que escuches esta música, tío -le dijo Branson-. Es una mierda, una mierda total. No puede llamarse de otro modo.

Iban por un largo tramo de autovía colina abajo en dirección oeste, hacia Southampton, pasando a la izquierda por la extensión cubierta de hierba de la antigua base de cazas de la segunda guerra mundial, que ahora era el aeropuerto de Shoreham, una base con mucho movimiento para aviones privados y vuelos comerciales a las islas del Canal.

Shoreham era el barrio más oriental de Brighton, y Grace siempre sentía una extraña mezcla de alivio y pérdida cuando dejaba atrás la ciudad. Pérdida, porque Brighton era donde se sentía verdaderamente en casa, y cualquier otro lugar era un terreno inexplorado ajeno a él, y se sentía inseguro. Y alivio, porque cuando estaba en la conurbación de Brighton y Hove tenía un sentimiento de responsabilidad y, si se encontraba lejos de allí, podía relajarse.

Tras tantos años en la policía, tenía el acto reflejo de evaluar inconscientemente a todos los peatones y a los ocupantes de todos los coches que circulaban por la calle. Conocía a la mayoría de los maleantes de la ciudad, sin duda a todos los traficantes callejeros y a algunos de los atracadores y ladrones; sabía cuándo estaban en el sitio adecuado y cuándo no. Era una de las cosas que hacían que la amenaza de Alison Vosper de trasladarle fuera tan absurda. Toda una vida de conocimientos y contactos se iría al traste.

Roy Grace había decidido conducir porque sus nervios no podrían soportar otro viaje con Branson alardeando de sus habilidades en persecuciones a gran velocidad. Ahora no estaba seguro de si sus nervios podrían soportar que el sargento siguiera curioseando en el reproductor de CD. Pero Branson aún no había acabado con él.

– ¿Los Beatles? ¿Quién coño escucha a los Beatles en el coche hoy en día?

– Yo, me gustan -dijo Grace a la defensiva-. Tu problema es que no sabes diferenciar entre ruido y buena música.

Detuvo el Alfa Romeo en un semáforo, en el cruce con la carretera del Lancing College. Había decidido coger su coche porque hacía tiempo que no lo sacaba para un trayecto largo y la batería necesitaba cargarse bien. Aunque lo más importante era que si hubieran cogido un coche de la policía, Branson seguramente habría insistido en conducir y le habría dolido que no se lo hubiera permitido.

– Muy gracioso, viniendo de ti -dijo Branson-. ¡No te enteras de música! -Luego, de repente, cambiando de tema, señaló un pub al otro lado de la carretera-. El Sussex Pad. Preparan bien el pescado, fui con Ari. Sí, estaba bueno. -Luego, volvió a centrarse en el reproductor de CD-. ¡Dido!

– ¿Qué tiene Dido de malo?

Branson se encogió de hombros.

– Nada, si te gustan ese tipo de cosas, supongo. No me había dado cuenta de lo triste que eras.

– Sí, sí que me gustan ese tipo de cosas.

– Y, Dios santo, ¿qué es esto? ¿Te lo dieron gratis con una revista?

– Bob Berg -dijo Grace, cada vez más molesto-. Resulta que es un músico de jazz moderno muy bueno.

– Sí, pero no es negro.

– Ah, vale, ¿hay que ser negro para ser músico de jazz?

– No estoy diciendo eso.

– ¡Claro que sí! De todos modos, está muerto. Murió en un accidente de coche hace unos años, y me encanta su música. Es un saxofonista tenor formidable. ¿Vale? ¿Quieres cargarte algo más? ¿O hablamos de tu corazonada?

Un poco resentido, Glenn Branson puso la radio y sintonizó la emisora de rap.

– Mañana te llevo a comprar ropa, ¿verdad? Pues también te llevaré a comprar música. Si metes a tu cita en este coche y ve esta música, va a buscar tu cartilla de pensionista en la guantera.

Grace apagó la radio y se concentró en la tarea inmediata que les esperaba y en todas las otras bolas que tenía que mantener en el aire simultáneamente.

Esta mañana estaba crispado, tanto por la reunión con Alison Vosper, que le había dejado muy deprimido, como por la tarea a la que tenía que enfrentarse dentro de una hora. Por lo general, Grace podía decir con total sinceridad que le gustaban casi todos los aspectos del trabajo policial, excepto una cosa: comunicar la noticia de una muerte a los padres o seres queridos. No era algo que tuviera que hacer a menudo últimamente, puesto que era tarea de los agentes de la Unidad de Relaciones Familiares, detectives especialmente formados para ello; no obstante, había situaciones, como la que tenía por delante, en que Grace quería estar presente para evaluar la reacción, para recabar toda la información posible en esos primeros momentos clave después de dar la noticia. Y le acompañaba Glenn Branson porque pensó que sería una buena formación para él.

Las personas que acababan de perder a alguien seguían una pauta casi idéntica. Durante las primeras horas, estaban en estado de choque, eran totalmente vulnerables, y lo contaban casi todo. Pero pronto comenzaban a retraerse y los otros miembros de la familia cerraban filas en torno a ellos. Si se quería obtener información, había que sacársela durante las primeras horas. Era cruel, pero casi siempre efectivo y, de lo contrario, estabas estancado durante semanas, quizá meses. Los periodistas también lo sabían.


Reconoció a las dos agentes de la Unidad de Relaciones Familiares, la detective Maggie Campbell y la detective Vanessa Ritchie, sentadas en su coche, un pequeño Volvo gris camuflado aparcado en el arcén de la calle enfrente de la entrada de la casa, y detuvo el Alfa delante de ellas. Sus rostros, con una expresión glacial de desaprobación, le miraban a través del parabrisas.

– ¡Mierda, tío! ¿Cómo coño puede permitirse la gente un sitio así? -dijo Glenn mirando la verja de acero entre dos columnas rematadas con bolas de piedra.

– No siendo poli -contestó Grace.

El dinero nunca había sido un factor importante en la vida de Grace. Le gustaban las cosas bonitas, por supuesto, pero nunca había aspirado a vivir rodeado de lujo y siempre había procurado mantenerse dentro de sus posibilidades. A Sandy se le daba de maravilla ahorrar un poco de aquí y otro de allí. Siempre le divertía que comprara las tarjetas para las próximas navidades en las rebajas de enero.

Además, con esos ahorros siempre se permitía pequeños «lujos» para ellos, como le gustaba llamarlos. Durante los primeros años de su matrimonio, cuando trabajaba en una agencia de viajes y podía conseguir descuentos para las vacaciones, había conseguido ahorrar suficiente dinero dos veces para pasar quince días en el extranjero; pero ninguna cantidad que pudiera apartar o ahorrar de su salario, ni siquiera con todas las bonificaciones por horas extras de este mundo que le daban cuando empezó en la policía, podría comprar jamás nada que se acercara a la magnitud de la finca que estaba viendo ahora.

– ¿Recuerdas esa película, El gran Gatsby? -dijo Branson-. La versión de Jack Clayton, con Robert Redford y Mia Farrow, ¿sabes?

Roy Grace asintió. La recordaba vagamente, o al menos el título.

– Bueno, este sitio es eso, ¿no? Estás viendo una casa de lujo.

Y lo era: un camino de entrada muy recto de varios cientos de metros de longitud y flanqueado por árboles que se abría a un aparcamiento circular con un estanque decorativo en el centro, frente a una mansión regia blanca palladina, o de estilo palladino, al menos.

Grace asintió. Por el rabillo del ojo, vio que se abrían las puertas del Volvo.

– Problemas a la vista -dijo en voz baja. Las detectives se bajaron del coche.

Maggie Campbell, una mujer de pelo oscuro de treinta y pocos años, y Vanessa Ritchie, una pelirroja alta y delgada, dos años mayor, de facciones y comportamiento más duros, se acercaron a ellos. Las dos vestían ropa elegante, pero sencilla y oscura.

– Es imposible que entremos los cuatro, Roy -dijo la detective Ritchie-. Somos demasiados.

– Yo entraré primero con Glenn y comunicaremos la noticia. Te llamaré cuando crea que podéis entrar a sustituirnos.

Vio que Maggie Campbell fruncía el ceño. Ritchie negó con la cabeza.

– Funciona al revés, ya lo sabes.

– Sí, lo sé, pero así es como quiero jugar a esto.

– ¿Jugar a esto? -respondió airada-. No se trata de una especie de experimento. Está mal.

– Lo que está mal, Vanessa, es que un padre se entere de que se han encontrado los restos de su hija, salvo unos trozos importantes como la cabeza, tirados en un puto campo con un escarabajo en el recto. Eso es lo que está mal.

La agente se dio un golpecito en el pecho.

– Para eso nos han formado. Somos especialistas en todos los aspectos del duelo.

Grace miró a las dos mujeres alternativamente.

– Conozco perfectamente vuestra formación y os conozco a las dos. He trabajado con vosotras antes y os respeto. Esto no tiene nada que ver con vuestras capacidades. Vuestra formación os orienta, pero, al fin y al cabo, hay que pensar en el aspecto policial. En esta ocasión, tengo mis razones para querer dar la noticia, y como investigador jefe de este caso yo pongo las reglas, ¿vale? No quiero ver más caras largas, quiero colaboración. ¿Entendido?

Las dos agentes asintieron, pero seguían sin parecer cómodas con la situación.

– ¿Has decidido cuánto vas a contarle al padre? -preguntó Vanessa Ritchie con aspereza.

– No, ya lo veré sobre la marcha. Os pondré al tanto antes de que entréis, ¿vale?

Maggie Campbell sonrió sin entusiasmo y de un modo conciliador. La detective Ritchie se encogió de hombros a regañadientes como diciendo: «Tú eres el jefe».

Grace hizo una señal con la cabeza a Branson y éste tocó el timbre. Al cabo de unos momentos, la verja se abrió con una sacudida y condujeron hasta la casa. Grace aparcó entre dos coches, un viejo BMW serie 7 bastante sucio y un Subaru familiar muy antiguo.

Mientras se acercaban a la puerta, les abrió un hombre de aspecto distinguido de unos cincuenta y cinco años y pelo negro plateado en las sienes, que llevaba una camisa blanca desabrochada en el cuello con gemelos de oro, pantalones de traje y mocasines negros y brillantes. Tenía un móvil en la mano.

– ¿Comisario Grace? -dijo con un acento de clase alta que quedó ligeramente disimulado porque parecía hablar entre dientes, estudiando a los dos policías con incertidumbre. Tenía una sonrisa agradable, pero los ojos azul grisáceos tristes, como un par de pequeñas almas perdidas.

– ¿El señor Derek Stretton? -preguntó Grace.

Luego, él y Branson le enseñaron las placas por cortesía.

– ¿Qué tal el viaje? -les preguntó Derek Stretton mientras los conducía al interior de la casa.

– Bien -dijo Grace-. Creo que hemos elegido una buena hora.

– La carretera es horrorosa. No entiendo por qué no la convierten en autopista. Janie siempre se queda horas atascada cuando viene.

Lo primero que observó Grace al entrar en el vestíbulo fue los pocos muebles que decoraban la casa. Había una larga mesa de marquetería espléndida, y una cómoda y sillas antiguas, pero no había ni alfombras ni moqueta, y vio una hilera de sombras en las paredes que evidenciaban que habían retirado unos cuadros hacía poco.

Mientras Stretton los guiaba a un salón igual de desértico, con dos sofás grandes sobre el suelo sin alfombras y lo que parecía una mesa de plástico de picnic colocada entre ellos como mesa de café, el hombre parecía tener prisa por explicarse, señalando las paredes desnudas de la habitación y las grandes sombras rectangulares, muchas con alambres, algunas con pequeñas luces arriba.

– Me temo que he tenido que desprenderme de parte de la plata de la familia. He hecho algunas malas inversiones…

Aquello explicaba las sombras de las paredes, pensó Grace. Seguramente habrían ido a parar a alguna subasta. Stretton parecía afligido, le daba mucha pena aquel hombre, y eso antes de la bomba que estaba a punto de lanzar.

– Mi ama de llaves no… -Movió los brazos en el aire con impotencia-. Emm, pero… ¿puedo ofrecerles un té? ¿Café?

Grace estaba sediento.

– Té, por favor, con leche y sin azúcar.

– Lo mismo para mí, por favor -dijo Branson.

Mientras Stretton salía de la habitación, Grace se acercó a uno de los pocos muebles de la estancia, una elegante mesa auxiliar llena de marcos de fotografías.

Había un par de personas mucho mayores, abuelos, imaginó. Luego, una de Derek Stretton un poco más joven con una mujer atractiva de más o menos la misma edad. Al lado había una joven, Janie, supuso. En la fotografía tendría unos diecisiete o dieciocho años, era guapa y con mucha clase. Vestía un traje de fiesta negro de terciopelo, tenía el pelo rubio y largo sujeto con dos pasadores de estrás y lucía una gargantilla en el cuello de plata elaborada. Guardaba un parecido asombroso con una joven Gwyneth Paltrow. Sonreía a la cámara, pero no había nada de timidez en aquella sonrisa. Para Grace decía: «Sí, soy guapísima y lo sé».

Había otra foto al lado, también de Janie, un par de años más joven, en una pista de esquí, con un anorak lila, gafas de sol de diseño y expresión seria y soberbia.

Grace miró la hora. Eran las once y media de la mañana. Se había escabullido de la rueda de prensa, dejando que Dennis Ponds informara a los periodistas de que ya conocían el nombre de la víctima y que lo harían público en cuanto se hubiera comunicado la noticia a sus familiares, lo que ocurriría dentro de una hora y media más o menos. Luego, quería que Ponds en concreto distribuyera la fotografía de la chica por tantos lugares como fuera posible, para averiguar a través de los ciudadanos en qué lugares había sido vista en sus últimas horas y sacar el caso en televisión en el siguiente programa de Alerta criminal, el próximo miércoles, si para entonces no habían hecho ningún progreso.

Branson se acercó a la chimenea. En la repisa había varias tarjetas de cumpleaños. Grace lo siguió. Se quedó mirando una con un dibujo de un hombre de aspecto orgulloso con traje y corbata y las palabras: «Para un padre muy especial».

La abrió y vio el mensaje: «Para mi querido papá. Con todo mi amor, montañas y montañas de amor. J. Besos».

Grace dejó la tarjeta en su sitio y se acercó a un mirador alto. Ofrecía una vista espléndida del río Hamble; Branson se unió a él y miraron un bosque de mástiles y jarcias de un puerto deportivo que parecía estar justo tras los límites de la propiedad.

– Nunca me han gustado los barcos -dijo Branson-. Nunca me he sentido muy seguro en el agua.

– ¿A pesar de vivir junto al mar?

– No vivo exactamente junto al mar. -Le sonó el móvil y lo sacó-. ¿Detective Branson? Ah, hola, sí. Estoy con Roy, cerca de Southampton. Tenemos previsto volver a Brighton sobre las dos de la tarde. Roy quiere celebrar una reunión a las seis y media, así que todo el mundo allí, ¿vale? Sí. ¿Hemos conseguido los refuerzos que pidió?… ¿Sólo uno? ¿Quién es?… Oh, mierda, ¡será una broma! No me puedo creer que nos lo hayan colocado a nosotros. Roy se va a cabrear. Cuando salgamos de aquí iremos directamente al piso de la chica; Roy quiere que alguien vaya al bufete, a hablar con su jefe y los que trabajan allí… Vale… Sí. Seis y media… Eso es.

Branson se guardó el teléfono en el bolsillo.

– Era Bella. Adivina, tu petición para sumar dos agentes más al equipo. ¿Sabes a quién nos han dado?

– Dispara.

– A Norman Potting.

Grace refunfuñó.

– Ya va siendo hora de que se jubile. Es más viejo que Matusalén.

– Las chicas no están muy emocionadas, precisamente. Bella no está contenta.

El sargento Norman Potting tenía casi sesenta años, una incorporación tardía al cuerpo. Era un policía de la vieja escuela, políticamente incorrecto, sin pelos en la lengua y sin ningún interés en ascender -nunca había querido responsabilidades-, pero tampoco había querido jubilarse cuando cumplió los cincuenta y cinco, la edad normal de jubilación en la policía para un sargento, razón por la cual había prolongado su servicio. Le gustaba hacer aquello que mejor se le daba, lo que él llamaba perseverar y perforar. El trabajo policial perseverante y metódico, y perforar la superficie de cualquier crimen, perforar el tiempo y a la profundidad que hiciera falta hasta dar con algún filón que le condujera a algún lugar.

Lo más destacable de Norman Potting era su constancia, además era digno de confianza y sabía conseguir resultados; pero era aburrido a morir y tenía el don de ofender a casi todo el mundo.

– Creía que estaba destinado de manera permanente en Gatwick con los de antiterrorismo -dijo Grace.

– Es obvio que se han cansado de él. Tal vez no podían seguir aguantando sus chistes -dijo Branson-. Y Bella dice que apesta a humo de pipa. Ni ella ni Emma-Jane quieren sentarse cerca de él.

– Pobrecillas.

Derek Stretton volvió al salón portando una bandeja con tres tazas de porcelana y una jarrita de leche. La dejó sobre la mesa de plástico, luego les indicó que se sentaran en uno de los sofás y él ocupó el de enfrente.

– ¿Ha dicho por teléfono que tenía noticias sobre Janie, comisario? -preguntó expectante.

De repente, Grace deseó fervientemente haber mandado a las dos agentes de la Unidad de Relaciones Familiares a encargarse del tema.

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