Se reían de él mientras subía por la calle. El Hombre del Tiempo lo sentía en los huesos, igual que alguna gente sentía el frío y la humedad. Era la razón por la que evitaba cruzar la mirada con todo el mundo.
Sentía que todos se detenían, lo miraban, se daban la vuelta, le señalaban, susurraban, pero no le importaba. Estaba acostumbrado; se habían reído de él toda la vida, a lo largo de los veintiocho años que llevaba en este planeta en concreto, que él recordara. Estaba bastante seguro de que había sido distinto en su planeta anterior, pero ellos habían bloqueado ese recuerdo.
– Viking, North Utsire, South Utsire, suroeste fuerza cuatro o cinco, arreciando ocasionalmente a noroeste fuerza cinco a siete temporalmente -se dijo a sí mismo mientras caminaba, indignado porque lo hicieran salir del despacho y tuviera que renunciar a su hora de comer-. Vientos de fuerza ocho, chubascos, amainando. Moderados o abundantes. Forties, vientos ciclónicos fuerza cinco a siete, rolando a noroeste fuerza siete a vientos intensos de fuerza nueve, amainando posteriormente a suroeste fuerza cuatro o cinco. Chubascos luego lluvias. Moderadas o abundantes -continuó.
Hablaba deprisa, en realidad no tenía la mente puesta en el pronóstico y tenía el cerebro ocupado con algoritmos para un nuevo programa que estaba diseñando para el trabajo. Haría que la mitad del sistema actual quedara obsoleto, y habría gente que se cabrearía por ello. Pero no tendrían que haber gastado todo ese dinero de los contribuyentes en un hardware de mierda sin saber qué estaban haciendo en primer lugar.
La vida era un aprendizaje, había que comprender cómo enfrentarse a ella. Q de Star Trek lo había captado: «Si no lo puedes aguantar, quizá deberías volver a casa y meterte debajo de la cama. Ahí fuera hay peligros. Es maravilloso, con tesoros para saciar deseos sutiles y burdos a la vez; pero no es para tímidos».
El Hombre Que No Era Tímido prosiguió su viaje, subiendo cuesta arriba a través de la multitud que salía a almorzar por el North Street de Brighton, pasó por delante de un Body Shop, un Woolwich Building Society y, luego, un SpecSavers.
Delgado y de rostro pálido, era desgarbado, llevaba un corte de pelo sin gracia y el ceño fruncido en intensa concentración, tras unas gafas grandes y pasadas de moda. Vestido con un anorak beis, una camisa de nailon blanca con una camiseta de malla debajo, pantalones de franela grises y sandalias orgánicas, cargaba una pequeña mochila sobre la espalda en la que llevaba el portátil y el almuerzo. Caminaba, con los pies torcidos hacia dentro, a grandes zancadas, encorvado y con aire resuelto, como si se esforzara por avanzar contra el viento de suroeste que soplaba del Canal cada vez con más fuerza. A pesar de su edad, podría haber pasado por un jovenzuelo insolente.
– Cromarty, Forth, Tyne, Dogger, noroeste fuerza siete arreciando a vientos intensos de fuerza nueve, amainando a suroeste fuerza cuatro o cinco, ocasionalmente arreciando a fuerza seis. Chubascos luego lluvias. Moderadas a abundantes.
Siguió recitando en voz alta el pronóstico marítimo regional actualizado para las islas Británicas emitido a las 5.55 horas, hora de Greenwich. Se los había aprendido de memoria, cuatro veces al día, siete días a la semana, desde que tenía diez años. Había descubierto que era la mejor forma de ir de A hasta B: simplemente recitar el pronóstico marítimo todo el rato, impedía que el fuego de las miradas de todo el mundo le quemara la piel.
Y había encontrado que era una buena forma de evitar que los otros niños se rieran de él en el colegio. Además, siempre que alguien quería saber el pronóstico marítimo -y era sorprendente la de veces que los otros alumnos de la escuela Mile Oak habían deseado conocerlo- era capaz de decírselo.
La información.
La información era poder. ¿Quién necesitaba dinero si tenía información? El tema era que a la mayoría de las personas se les daba fatal la información. Se les daba fatal todo, en realidad. Por eso no eran elegidos.
Se lo habían enseñado sus padres. No tenía muchas cosas que agradecerles, pero al menos tenía eso. Se lo habían machacado a lo largo de los años. «Especial. Elegido por Dios. Elegido para ser salvado.»
Bueno, no lo habían entendido bien del todo. En realidad, no era Dios, pero hacía tiempo que había renunciado a intentar explicárselo. No valía la pena.
Pasó por delante de un salón recreativo, luego giró a la derecha en la torre del reloj hacia North Street, pasó por delante de una librería Waterstone's, un restaurante chino y un Flight-Centre, en dirección al mar. Unos minutos después, empujó las puertas giratorias del edificio de la época de la Regencia del Grand Hotel, entró en el vestíbulo y se dirigió hacia el mostrador de la recepción. Una joven que vestía un traje oscuro con una placa dorada en la solapa grabada con el nombre «Arlene» lo miró con cautela un momento, luego le sonrió diligentemente.
– ¿En qué puedo ayudarle? -le dijo.
Mirando el mostrador de madera, evitando el contacto visual, se concentró en un dispensador de plástico lleno de solicitudes de American Express.
– ¿En qué puedo ayudarle? -volvió a preguntarle la recepcionista.
– Mmm, bueno, sí. -Miró más intensamente las solicitudes, sintiéndose aún más indignado ahora que estaba aquí-. ¿Puede decirme en qué habitación está el señor Smith?
– ¿El señor Jonas Smith? -contestó la mujer tras consultar una pantalla de ordenador.
– Mmm, sí.
– ¿Le está esperando?
«Sí, claro que sí, coño.»
– Mm, sí.
– ¿Me dice su nombre, señor? Llamaré a su habitación.
– Mm, John Frost.
– Un momento, por favor, señor Frost. -Descolgó un auricular y marcó un número. Unos momentos después dijo al teléfono-: El señor John Frost está en la recepción. ¿Puedo dejarle subir? -Tras una breve pausa, dijo-: Gracias. -Colgó el auricular. Luego volvió a mirar al Hombre del Tiempo-. Habitación 714, séptima planta.
Mirando las solicitudes de American Express se mordió el labio inferior y asintió con la cabeza.
– Mm, vale, sí -dijo.
Cogió el ascensor hasta la séptima planta, recorrió el pasillo y llamó a la puerta.
Le abrió el albanés, cuyo verdadero nombre era Mik Luvic, pero a quien el Hombre del Tiempo tenía que llamar Mick Brown; en su opinión, todo formaba parte de una ridícula farsa en la que todos, incluido él, tenían que llamarse por nombres falsos.
El albanés era un hombre musculoso de treinta y tantos años y rostro delgado, duro y de expresión chulesca. Era rubio y llevaba el pelo de punta. Vestía una camiseta negra con reflejos dorados, pantalones anchos azules y mocasines blancos; lucía una cadena gruesa de oro alrededor del cuello. Tenía los fuertes hombros y antebrazos llenos de tatuajes y mascaba chicle con unos incisivos pequeños y afilados que al Hombre del Tiempo le recordaron a una piraña que había visto en el acuario de la ciudad.
– Oh, hola. Vengo a ver al señor Smith -dijo el Hombre del Tiempo mirando la alfombra color verde lima.
El albanés, que en su día se había ganado la vida con la lucha ilegal a puño limpio y con la cage fighting, pero que ahora tenía un «curro» más cómodo, lo miró varios segundos en silencio, mascando sin parar con la boca abierta. Luego le señaló una gran suite que apestaba a puro y estaba decorada con muebles forrados de felpa imitación de la época de la Regencia y cerró la puerta deprisa cuando hubo entrado. Señalando con indiferencia la puerta abierta, el albanés dio la espalda al Hombre del Tiempo, cruzó la habitación con andares chulescos, se sentó en una silla y siguió viendo un partido de fútbol en televisión.
El Hombre del Tiempo ya había visto al albanés varias veces y todavía no le había oído hablar. A veces se preguntaba si era sordomudo, pero no lo creía. Cruzó la puerta como le habían indicado y entró en una habitación mucho mayor, en el centro de la cual el obeso señor Smith estaba sentado en el sofá, de espaldas a las cristaleras que daban al mar, concentrado en una hilera de cuatro pantallas de ordenador que tenía delante sobre la mesa del café; se mordía una uña como si royera un hueso de pollo.
Llevaba una camisa hawaiana abierta hasta el ombligo que dejaba al descubierto pliegues de piel pálida y sin vello que hacían que pareciera que tenía pechos. La parte superior de los pantalones azules se extendía por sus piernas rechonchas del tamaño del tronco de un árbol maduro. En comparación, sus minúsculos pies, calzados con unas zapatillas Gucci de terciopelo, sin calcetines, parecían delicados, como los pies de una muñeca. Su cabeza, con el pelo ondulado, inmaculadamente plateado y recogido en una coleta corta, aún era más desproporcionada, como si perteneciera a alguien con un cuerpo veinte veces menor. Tenía tantas barbillas que hasta que abrió la boca diminuta y los músculos de alrededor entraron en juego, el Hombre del Tiempo tuvo dificultades para ver dónde terminaba la cara y dónde comenzaba el cuello.
– ¿Quieres almorzar, John? -dijo Jonas Smith, con un fuerte acento de Luisiana que no transmitía ni pizca de calidez. Señaló el carrito del servicio de habitaciones, lleno de platos de sándwiches y tapas de aluminio de comida, con un dedo porcino, y la piel de alrededor de las uñas en carne viva en algunas partes.
– En realidad, llevo un sándwich -dijo el Hombre del Tiempo mirando a la alfombra color verde lima.
– Ah. ¿Quieres beber algo? Pídete algo de beber y siéntate.
– Gracias. Mm, sí, bien. No necesito…, mm, beber nada. Yo…, mm… -El Hombre del Tiempo miró la hora.
– Pues, entonces, siéntate, joder.
El Hombre del Tiempo dudó un momento, contuvo su ira y se dirigió a la silla más cercana. El americano siguió mordiéndose la uña y clavó sus ojitos redondos y brillantes en el Hombre del Tiempo, quien se quitó la mochila y se sentó en el borde de la silla; sus ojos examinaban el pelo de la alfombra como si buscara un dibujo que no estaba allí.
– ¿Una coca-cola? ¿Quieres una coca-cola?
– Mm, en realidad, mm… -El Hombre del Tiempo volvió a mirar la hora-. Tengo que volver a las dos.
– Volverás cuando yo te lo diga, joder.
El Hombre del Tiempo estaba furioso. Pensó en el sándwich de tofu y soja que llevaba en una caja de plástico en la mochila, pero el problema era que no le gustaba mucho que la gente le viera comer. Respiró hondo y cerró los ojos, para mitigar la ira.
– Fisher, golfo de Helgoland, suroeste fuerza cuatro o cinco, rolando a noroeste, arreciando de fuerza seis a ocho. Chubascos. Moderados o abundantes.
Al abrir los ojos de nuevo, se fijó en un cenicero de cristal, en el que había un puro a medio fumar, apagado, sobre la mesa junto al sofá.
– ¿Qué es eso? -dijo el señor Smith-. ¿Qué has dicho?
– El pronóstico marítimo. Puede que lo necesite.
El americano, cuyo verdadero nombre era Carl Venner, se quedó mirando al freak, bien consciente de que por un lado era un genio y por el otro le faltaban dos chips en la placa base. Un pequeño idiota hostil con un enorme problema de actitud. Podía encargarse de él; se había encargado de cosas peores en su vida. La cuestión era recordar que ahora mismo era útil, y cuando dejara de serlo, nadie le echaría de menos.
– Te agradezco que hayas venido, tras avisarte con tan poco tiempo de antelación -dijo Venner, esbozando una breve sonrisa, pero sin afabilidad en la voz.
– Mm, sí.
– Tenemos un problema, John.
– Vale, sí -dijo el Hombre del Tiempo asintiendo con la cabeza.
Se produjo un largo silencio. Notó que había alguien detrás de él, así que volvió la cabeza y vio que el albanés había entrado en la habitación y estaba en la puerta, con los brazos cruzados, mirándole. Dos hombres más se habían unido a él, flanqueándole. El Hombre del Tiempo supo que eran rusos, aunque no se los habían presentado nunca.
Parecían surgir de la nada en todas las reuniones que tenía con Venner, pero no se explicaba dónde encajaban. Eran adustos, flacos, de facciones angulosas, llevaban el pelo cortado geométricamente y elegantes trajes negros; serían una especie de socios de negocios. Siempre hacían que se sintiera incómodo.
– Me dijiste que nuestra web era inmune a los piratas informáticos -dijo el señor Smith-. ¿Quieres explicarnos entonces al señor Brown y a mí cómo puede ser que anoche alguien entrara en el sistema?
– Tenemos cinco cortafuegos. Nadie puede entrar en el sistema. Recibí una alerta automática a los dos minutos porque alguien estaba accediendo de manera ilegal y le desconecté.
– Entonces, ¿cómo pudo acceder?
– No lo sé. Estoy trabajando en ello. Al menos -añadió enfurruñado-, es lo que estaba haciendo hasta que me interrumpió y me llamó para que viniera. Podría tratarse de un problema técnico del software.
– Fui jefe de control de redes para Europa de la Inteligencia Militar de Estados Unidos durante once años, John. Conozco la diferencia entre un problema técnico del software y las huellas. Y aquí estoy viendo huellas. Echa un vistazo. -Señaló una de las pantallas de ordenador.
El Hombre del Tiempo se acercó hasta que pudo ver la pantalla. Estaba llena de hileras de dígitos, todos encriptados. Un grupo de letras estaba parpadeando. Tras examinar la pantalla unos momentos, estudió las otras tres. Luego volvió a la primera, al parpadeo continuo.
– Mm, las razones podrían ser varias.
– Sí -coincidió el americano, impaciente-, pero las he descartado. Lo que nos deja únicamente con una posibilidad: una persona no autorizada tiene el disco de un suscriptor. Así que lo que necesito que hagas es proporcionarnos el nombre y la dirección del suscriptor que lo ha perdido y de la persona que lo ha encontrado.
– Puedo darle el identificador de usuario del suscriptor, saldrá en los detalles de la conexión. Mm, en cuanto a la persona que lo encontró…, er…, mm, puede que no sea tan fácil.
– Si él pudo encontrarnos a nosotros, tú podrás encontrarle a él. -El señor Smith juntó las manos y sus labios dibujaron una sonrisa rolliza-. Tienes los recursos. Utilízalos.