En el poster escrito a mano con torpeza y pegado con celo al cristal de la puerta podía leerse: «Brent Mackenzie. Clarividente mundialmente famoso. ¡aquí, sólo esta noche!». Encima, una inscripción grande en amarillo fluorescente en diagonal decía: «¡lo sentimos, entradas agotadas!».
Por fuera, el edificio no parecía tan prometedor. Grace esperaba una sala bastante amplia, pero el Centro Holístico de Brighton no parecía ocupar más espacio que una pequeña tienda de ultramarinos, con la fachada pintada de un color rosa bastante estridente.
Una mujer de unos cuarenta años, que llevaba un vestido amplio negro encima de unas mallas grises y tenía el pelo ligeramente alborotado, estaba al otro lado de la puerta, cortando las entradas. Grace sacó la cartera del bolsillo, metió los dedos dentro y cogió la entrada, que había comprado hacía varias semanas.
Estaba nervioso. Una excitación desconcertante en su interior parecía despojarle de la seguridad natural que tenía en sí mismo. Siempre le pasaba igual cuando veía a un médium o a un clarividente, o a cualquier otro tipo de parapsicólogo. La expectativa; la esperanza que albergaba en su corazón de que aquél fuera distinto, de que aquél por fin, después de casi nueve largos años, tuviera la respuesta.
Un mensaje, un lugar o una señal.
Algo que le dijera si Sandy estaba viva o muerta. Era lo más importante que necesitaba saber. Es cierto que obtuviera la respuesta que obtuviera, le seguirían todo tipo de preguntas más. Pero, primero, necesitaba esa respuesta, por favor.
¿Quizá sería hoy?
Entregó su entrada y subió la escalera detrás de tres chicas que charlaban nerviosas. Parecían hermanas, la más joven de dieciocho o diecinueve años, la mayor tenía unos veinticinco. Pasó por delante de una puerta sin pintar, con un letrero: «Silencio, terapia», y entró en una sala que tenía unas veinte sillas de plástico apretujadas formando una «L» con un espacio en el que supuso que se colocaría el clarividente. Había persianas azules, tiestos en las estanterías y un grabado de un paisaje de la Provenza en la pared.
La mayoría de las sillas ya estaban ocupadas. Dos niñas estaban con su madre, una mujer con cara de pan que llevaba un top ancho de punto y que parecía contener las lágrimas. A su lado estaba sentada una madraza de pelo largo de unos setenta años que vestía una camiseta de flores, minifalda vaquera y llevaba puestas unas gafas del tamaño de unas gafas de bucear.
Grace encontró una silla libre junto a dos hombres de casi treinta años, ambos con vaqueros y sudaderas. Uno, que estaba gordísimo y llevaba el pelo desgreñado, lo que le recordó al cómico Ken Dodd, tenía la mirada perdida al frente y mascaba chicle. El otro, mucho más delgado, sudaba copiosamente y blandía una lata de Pepsi Cola, como si eso le concediera cierto estatus. Grace oyó parte de su conversación; hablaban de destornilladores eléctricos.
Otra madre y su hija entraron en la sala y ocuparon las dos sillas que quedaban, a su lado. La hija, delgada como un palillo y muy arreglada con unos pantalones negros y una blusa roja, desprendía un perfume que a Grace le olió a desinfectante de inodoro. La madre, igual de arreglada, parecía una imagen de la hija envejecida por ordenador. Grace estaba familiarizado con la técnica; se utilizaba a menudo en la búsqueda de personas desaparecidas. Hacía un año, sometió una fotografía de Sandy al proceso y se quedó estupefacto al ver lo mucho que podía cambiar alguien en ocho años.
Había un ambiente de expectación en la sala. Grace miró las caras a su alrededor, preguntándose por qué estaban allí; algunos habrían perdido a alguien recientemente, supuso, pero con seguridad la mayoría sólo eran almas perdidas que buscaban orientación. Y cada uno había desembolsado diez libras para reunirse con un completo desconocido sin ningún título médico o sociológico, que iba a decirles cosas que podían alterar por completo su forma de enfocar la vida.
Cosas que los espíritus canalizaban a través de Brent Mackenzie, o eso afirmaba él. Grace lo sabía; lo había visto todo.
Y, sin embargo, seguía yendo a por más.
Era como una droga: una dosis más y lo dejaría. Pero, por supuesto, no iba a dejarlo nunca, hasta que descubriera la verdad de la desaparición de Sandy. Quizás esta noche los espíritus se lo contarían a Brent Mackenzie; quizás el clarividente conseguiría aquello que los que le habían precedido no habían logrado y lo arrancaría del éter.
Roy Grace sabía el riesgo que corría su reputación si persistía en su interés en los médiums y los clarividentes, pero no era el único policía del Reino Unido que les consultaba regularmente, ni de lejos. Y, a pesar de lo que decían los cínicos, Grace creía en lo sobrenatural. No le quedaba más remedio. Había visto un fantasma -dos, en realidad- muchas veces durante su infancia.
Todos los veranos pasaba una semana con sus tíos, en su casa de campo en Bembridge, en la isla de Wight. En una impresionante mansión que estaba enfrente, había dos ancianas muy dulces que solían saludarlo desde un mirador en el piso de arriba. Fue años después, al volver a visitar Bembridge tras una larga ausencia, cuando supo que las dos ancianas que lo saludaban se habían suicidado en 1947. Y no habían sido imaginaciones suyas; otras personas las habían visto.
El público estaba callado; los dos hombres que tenía al lado parecieron acabar su charla sobre destornilladores eléctricos. Eran exactamente las siete cuarenta y cinco. Detrás de él, oyó el silbido de la anilla de una lata de refresco que se abría. Se oyó el pitido de un mensaje de móvil entrante y vio que la madraza buscaba en su bolso de macramé, sacaba el teléfono y lo apagaba, ruborizándose.
Luego, el médium entró despacio, con la apariencia de un hombre que busca la puerta del servicio de un pub. De unos cuarenta años y metro noventa largo de estatura, vestía una camiseta naranja ancha, un collar, pantalones anchos beis y deportivas blancas y relucientes. Llevaba el pelo rapado, barba de cuatro días, tenía la nariz rota de boxeador y una enorme barriga cervecera. Grace vio que lucía Un reloj que parecía muy caro. Por unos momentos, pareció no darse cuenta de que había entrado en una sala abarrotada. Grace comenzó a preguntarse si realmente era el clarividente.
Luego, de cara a las persianas, Brent Mackenzie habló. Tenía la voz débil y aflautada, demasiado fina para un hombre tan grande, pero muy seria.
– Esta noche no voy a utilizar la memoria -dijo-. Quiero hacer todo lo posible por todos vosotros. Esta noche tendré un mensaje para cada uno de vosotros. Os lo prometo.
Grace miró a su alrededor; sólo un mar de silencio, rostros embelesados, expectantes.
– Mi primer mensaje es para una señora que se llama Brenda. -Ahora el clarividente se volvió y escudriñó la sala. La mujer con cara de pan levantó la mano.
– Ah, Brenda, cielo, ¡ahí estás! Si te dijera que habrá un movimiento inminente en tu vida, ¿sería correcto?
La mujer se quedó pensando un momento, luego asintió con entusiasmo.
– Sí, es lo que me dicen los espíritus. Es un gran movimiento, ¿verdad?
La mujer miró a sus dos hijas, como buscando confirmación. Las dos fruncieron el ceño. Luego, miró al médium.
– No -dijo.
Hubo un silencio extraño.
– Me dicen que es un movimiento mayor de lo que eres consciente -dijo el médium al cabo de unos momentos-. Pero no debes preocuparte; estás haciendo lo correcto.
Asintió con la cabeza en su dirección para tranquilizarla, luego cerró los ojos y retrocedió un paso.
Grace le observó, aquel hombre le incomodaba. Era una típica estratagema de médium, manipular lo que había dicho cuando no encajaba.
– Tengo un mensaje para Margaret -dijo Brent Mackenzie, y abrió los ojos y escudriñó la sala.
Una mujer bastante menuda de unos treinta y ocho años, en quien Grace no se había fijado antes, levantó la mano.
– ¿Te dice algo el nombre de Ivy, cielo?
La mujer negó con la cabeza.
– Vale. ¿E Irlanda? ¿Te dice algo Irlanda?
Volvió a negar con la cabeza.
– Los espíritus dicen categóricamente que se trata de Irlanda. Creo que irás muy pronto, aunque ahora no seas consciente de ello. Dicen que irás a Cork. En Cork hay alguien que cambiará tu vida.
La mujer parecía perpleja.
– Volveré contigo, Margaret -dijo el clarividente-. Me están interrumpiendo, a veces los espíritus son muy maleducados. Se impacientan cuando tienen un mensaje para alguien. Me está llegando un mensaje para Roy.
Grace se sobresaltó como si hubiera metido el dedo en un enchufe. Brent Mackenzie estaba acercándose a él, mirándolo fijamente. Sintió que le ardía la cara y que perdía toda la serenidad; se quedó mirando al médium, que ahora estaba mucho más alto que él, sintiéndose confuso, indefenso.
– Tengo a un caballero conmigo, creo que podría ser tu padre. Me está enseñando una insignia que solía llevar puesta. ¿Te dice algo?
Quizá, pensó Grace, pero no voy a darte ninguna pista. Te pago para que «TU» me digas cosas. Grace lo miró impertérrito.
– Me dice que está muy orgulloso de ti, pero ahora estás pasando un momento difícil. Alguien bloquea tu carrera. Me enseña a una mujer, ¿rubia? ¿Se llama Vespa, como la moto?
Ahora Grace se quedó boquiabierto. ¿Alison Vosper? Se moría por hablarle, por decirle el nombre de Sandy, pero había perdido el valor. Y no quería guiarle. ¿Iba a hablarle Brent Mackenzie de Sandy? ¿Un mensaje de su padre sobre ella?
– Tu padre me está enseñando algo, Roy. Es un pequeño insecto. Parece un escarabajo. Está bastante nervioso con este escarabajo. No es muy preciso… -El clarividente se sostuvo la cabeza con las manos, se giró una vez, luego otra-. Lo siento, le estoy perdiendo. Ha dicho que podía salvar algo.
Grace, mirándolo, encontró de repente el valor para hablar.
– ¿Qué podía salvar exactamente?
– Lo siento, Roy, le he perdido. -El médium miró a otra persona-. Tengo un mensaje para Bernie.
Grace apenas prestó atención. Estaba pensando. El hombre había acertado dos veces. Con su padre y con el escarabajo. «Ha dicho que podía salvar algo.»
Iría a ver al clarividente al final de la sesión, por muy cansado que estuviera, y le sacaría más.
¿Qué había querido decir ese hombre? ¿Qué diablos podía salvar? ¿Su carrera? ¿Otra vida?
No tuvo que preocuparse de ir a buscar a Brent Mackenzie cuando acabó la sesión. El clarividente, con un anorak largo sobre la camiseta, le esperaba al pie de las escaleras.
– Roy, ¿verdad? -dijo.
Grace asintió.
– No hago esto normalmente, pero ¿podemos hablar en privado?
– Sí, claro.
Grace lo siguió a un minúsculo consultorio con una mesa, un par de sillas y varias docenas de velas blancas, y el clarividente cerró la puerta tras ellos. En esta habitación, parecía mayor, más alto que Grace.
– Mira, lo siento -dijo Mackenzie sin sentarse-. No hemos tenido una sesión muy satisfactoria. No he querido decir mucho ahí dentro, delante de todo el mundo, ya sabes. Algunas cosas son privadas. No me pasa a menudo, pero he percibido sensaciones muy malas sobre ti. Me refiero a este escarabajo que he visto. No puedo quitármelo de la cabeza. Era como esos que se ven en los jeroglíficos del antiguo Egipto.
– ¿Un escarabajo pelotero? -dijo Grace ladeando la cabeza hacia arriba.
– Sí, exacto. Un escarabajo pelotero.
Grace asintió.
– Sí, tiene sentido.
El médium lo miró de forma extraña.
– ¿Tiene sentido?
– Tiene que ver con el trabajo. La verdad es que no puedo hablar de ello.
– Es policía, ¿verdad?
– ¿Tanto se nota?
El clarividente sonrió.
– Yo también fui policía, diez años. En el Departamento de Investigación Criminal de Manchester.
– ¿Sí?
– Sí, bueno. Es una larga historia. Otro día te la cuento. El tema es que me han dicho que corres peligro, colega. Tiene que ver con este escarabajo pelotero. Tienes que tener cuidado.