La princesa de Austria
– Así que es una auténtica psicóloga. Controvertida pero auténtica -dije, mirando el resplandor del cigarrillo encendido de Don-. Si hicieras un libro con ella, por lo menos no trabajarías con una farsante.
– La verdad es que los de Nueva York están como locos porque he conseguido una cita con la dama. Mañana a las once. Si no tienes nada que hacer, ¿te gustaría estar presente? Tal vez puedas elaborar un informe para la doctora Herschel que te ayude a disipar sus preocupaciones.
– Teniendo en cuenta las circunstancias, no creo que eso suceda. Pero sí que me gustaría conocer a Rhea Wiell.
Estábamos sentados en el porche trasero de la casa de Morrell. Eran casi las diez, pero Morrell todavía estaba en el centro de la ciudad en su reunión del Ministerio de Asuntos Exteriores. Yo tenía la desagradable sensación de que estaban intentando convencerle para que hiciera alguna labor de espionaje mientras estuviese en Kabul. Me había embutido en un viejo jersey de Morrell, que me procuraba cierto consuelo y me hacía sentirme un poco como Mitch y Peppy (a los perros les gusta jugar con mis calcetines viejos cuando estoy de viaje). Lotty me había dejado tan hecha polvo aquel día que agradecía cualquier consuelo que pudiera encontrar.
No había parado de correr desde que me había despedido con un beso de Morrell aquella mañana. Aunque todavía me quedaba una docena de cosas urgentes por hacer, estaba demasiado agotada como para seguir trabajando. Necesitaba descansar antes de dictar mis notas sobre el caso, antes de llamar a Isaiah Sommers, antes de volver a casa y sacar a los perros a dar una vuelta y antes de regresar a la casa de Morrell con un contrato para Don Strzepek que cubriera mis averiguaciones sobre Rhea Wiell. Pensé: me voy a tumbar sólo media hora en el catre que tengo en el cuarto de atrás. Media hora será suficiente para que me recupere y así poder meter toda una jornada de trabajo en lo que queda de tarde. Habían pasado casi noventa minutos cuando mi cliente me sacó de la cama.
– ¿Por qué ha ido a casa de mi tía a acusarla de todas esas cosas? -me preguntó después de que el teléfono me despertarse-. ¿Es que no puede respetar a una viuda?
– Pero ¿de qué la he acusado? -sentía como si tuviese los ojos y la boca llenos de algodón.
– Usted fue a su casa y le dijo que le había robado dinero a la compañía de seguros.
Si no hubiese estado adormilada le hubiese contestado con más frialdad. O tal vez no.
– Siento un gran respeto por el dolor de su tía pero no fue eso lo que le dije. Y antes de llamarme y acusarme de un comportamiento tan abominable, ¿por qué no me pregunta qué fue lo que dije?
– Muy bien, se lo pregunto ahora -su voz denotaba una gran carga de furia contenida.
– Le mostré a su tía el cheque cancelado que la compañía extendió cuando se cobró su seguro de vida hace nueve años. Le pregunté qué sabía al respecto. Eso no es ninguna acusación. La Agencia de Seguros Midway extendió un cheque a su nombre. Yo no podía comportarme como si su nombre no figurase en el cheque. Yo no podía comportarme como si en Ajax no hubieran extendido el cheque si hubieran pensado que el certificado de defunción no era auténtico. Tenía que preguntarle al respecto.
– Tendría que haber hablado conmigo antes. Fui yo quien la contrató.
– No puedo consultar a mis clientes cada uno de los pasos que vaya a dar en una investigación. Así no lograría hacer nunca nada.
– Usted aceptó mi dinero y lo ha empleado en acusar a mi tía. Su contrato dice que puedo dar por terminado nuestro acuerdo cuando quiera. Pues lo doy por terminado ahora mismo.
– Muy bien -le repliqué-. Lo damos por terminado. Alguien ha cometido un fraude con la póliza de su tío. Si lo que quiere es que se salgan con la suya, que así sea.
– Por supuesto que no quiero eso, pero investigaré el asunto por mi cuenta, sin faltarle el respeto a mi tía. Debí imaginarme que una detective blanca iba a actuar del mismo modo que la policía. Tendría que haberle hecho caso a mi mujer -colgó el teléfono.
No era la primera vez que un cliente furioso me despedía, pero nunca he sabido tomármelo con ecuanimidad. Podía haber hecho las cosas de otro modo. Podía haberlo llamado, telefonearle antes de haber ido a visitar a su tía para tenerlo de mi lado. O por lo menos haberlo llamado antes de irme a dormir. O no haber perdido la paciencia, que sigue siendo mi principal defecto.
Intenté recordar lo que le había dicho exactamente a su tía. ¡Mierda! Debería hacerle caso a Mary Louise y dictar mis notas a la grabadora nada más acabar las entrevistas. Pero bueno, mejor tarde que nunca: podía empezar por mi conversación telefónica con mi cliente. Ex cliente. Marqué el número del servicio del procesador de texto que utilizo y dicté un resumen de la llamada, añadiendo una carta para Sommers en la que le confirmaba la cancelación de mis servicios; junto con la carta le enviaría la póliza de su tío. Una vez que acabé con Isaiah Sommers, dicté las notas sobre el resto de las conversaciones del día, empezando por la última, por mi informante que trabajaba en los Servicios Familiares, hasta llegar a mi encuentro con Ralph en Ajax.
Lotty llamó por la otra línea cuando estaba en medio de la reconstrucción de la visita que le hice al agente de seguros Howard Fepple.
– Max me ha contado lo del programa que vio contigo anoche en casa de Morrell -dijo sin preámbulo alguno-. Me pareció muy inquietante.
– Lo era.
– Max no sabía si creerse o no la historia de ese hombre. ¿Grabó Morrell la entrevista?
– No que yo sepa. Pero hoy he conseguido una copia, así que puedo…
– Quiero verla. Puedes traerla esta noche a mi apartamento, por favor -sonaba como una orden, no como si estuviese pidiéndome un favor.
– Lotty, no estás en tu quirófano. Esta noche no tengo tiempo para pasar por tu casa, pero mañana por la mañana…
– Lo que te estoy pidiendo es un favor muy sencillo, Victoria, que no tiene nada que ver con mi quirófano. No tienes que dejarme el vídeo, sólo quiero verlo. Puedes quedarte conmigo mientras lo estoy viendo.
– Lotty, no tengo tiempo. Mañana mandaré a hacer algunas copias y te daré una. Pero ésta es para un cliente que me ha contratado para que investigue el caso.
– ¿Un cliente? -estaba indignada-. ¿Es que Max te ha contratado sin que ninguno de vosotros dos hablarais conmigo?
Sentí como si alguien me estuviese apretando la cabeza en un torno.
– Si así fuese, sería un asunto entre él y yo, y no entre tú y yo. ¿A ti qué más te da?
– ¿Que qué más me da? Que no ha cumplido lo acordado, eso es lo que pasa. Cuando me habló de esa persona que apareció en la conferencia, de ese hombre que se hace llamar Radbuka, le dije que no debíamos precipitarnos y que ya le daría mi opinión después de ver la entrevista.
Respiré hondo y traté de concentrarme en lo que me estaba diciendo.
– O sea, ¿que el nombre de Radbuka te suena?
– Y a Max, también. Y a Cari. De la época en que estábamos en Londres. Max pensó que debíamos contratarte para que investigaras a ese hombre, pero yo quería esperar. Creí que Max tendría en cuenta mi opinión.
Lotty estaba que echaba chispas, pero su explicación hizo que le contestase con un tono tranquilizador:
– Cálmate. Max no me contrató. Esto es un asunto totalmente aparte.
Le conté el proyecto que tenía Don Strzepek de hacer un libro sobre Rhea Wiell en torno a los recuerdos recuperados de Paul Radbuka.
– Estoy segura de que él no tendría ningún problema en dejarte el vídeo, pero de verdad que esta noche no tengo tiempo. Todavía tengo que terminar aquí un trabajo, luego acercarme hasta mi casa para sacar a los perros y después ir a Evanston. ¿Quieres que le pregunte a Morrell si puedes ir tú a su casa a ver el vídeo?
– Lo que quiero es que el pasado, que ya está muerto, entierre de una vez a sus muertos -me espetó-. ¿Por qué permites que ese tal Don ande revolviendo en él?
– Yo ni se lo permito ni se lo impido. Lo único que estoy haciendo es comprobar si Rhea Wiell es una psicóloga auténtica.
– Entonces lo estás permitiendo en lugar de impedirlo.
Parecía estar al borde de las lágrimas. Elegí mis palabras con sumo cuidado.
– Estoy segura de que no puedo siquiera imaginar lo doloroso que debe resultarte el que te estén recordando los años de la guerra, pero no a todo el mundo le sucede lo mismo.
– Ya lo sé, para mucha gente es como un simple pasatiempo. Algo para idealizar o ridiculizar o llamar la atención. Y un libro sobre un tipo morboso que se regodea con los muertos sólo sirve para ayudar a que eso siga sucediendo.
– Pero si resulta que Paul Radbuka no es un morboso sino que ha estado realmente en un campo de concentración, como él dice, entonces tiene derecho a reclamar su herencia judía. ¿Qué opina de esto la persona de tu grupo que conoce a los Radbuka? ¿Has hablado con él o con ella?
– Esa persona ya no existe -me contestó con tono seco-. Esto es algo entre Max, Cari y yo. Y ahora tú. Y el periodista ese, Don o como se llame. Y la psicóloga. Y todos los chacales de Nueva York y de Hollywood que se abalanzarán sobre la carroña y se les hará la boca agua ante un relato nuevo y espeluznante. Los editores y los estudios de cine amasan fortunas escandalizando con historias de torturas a las cómodas y bien alimentadas clases medias de Europa y Estados Unidos.
Nunca había oído hablar a Lotty con tanta amargura. Aquello me dolía como si me estuvieran arañando los dedos con un rallador. No sabía qué decirle, aparte de repetir mi ofrecimiento de acercarle una copia del vídeo al día siguiente. Me colgó el teléfono.
Me quedé un rato largo sentada ante mi escritorio intentando contener las lágrimas. Me dolían los brazos. No tenía fuerzas para moverme ni para hacer nada útil pero, al final, empuñé el teléfono y continué dictando mis notas al centro de proceso de datos. Una vez que hube terminado, me levanté lentamente, como una inválida, e imprimí una copia del contrato para llevarle a Don Strzepek.
– Tal vez si yo hablase en persona con la doctora Herschel… -me estaba diciendo Don en aquellos momentos, mientras estábamos sentados en el porche de Morrell-. Debe de estar imaginándose que soy uno de esos periodistas que te meten un micrófono delante de la boca inmediatamente después de comunicarte que acaban de asesinar a tu familia. En cierto modo tiene razón al decir que a los europeos y a los estadounidenses, que vivimos tan cómodamente, nos gusta regodearnos con historias de torturas. Intentaré tenerlo presente cuando esté trabajando en el libro para que me sirva de correctivo. De todas formas, quizás pueda convencerla de que también soy capaz de sentir simpatía por las víctimas.
– Quizás. Es posible que a Max no le importe que vengas conmigo a la cena que da el domingo. Así, al menos, podrías conocer a Lotty de un modo más relajado.
Aunque lo veía difícil. Normalmente, cuando Lotty se ponía a pontificar, Max resoplaba y decía que ya estaba otra vez en plan Princesa de Austria. Aquello la ponía más frenética, pero acababa por hacerla bajar otra vez a la tierra. Aunque el berrinche de aquella tarde había sido algo más serio. No era el gesto desdeñoso de una princesa de Habsburgo sino la furia enloquecida producto del dolor.