Capítulo 23

Dando golpes a ciegas

Para ir a casa de Morrell tuve que recorrer un largo camino en dirección norte, que me llevó por el inquietante panorama de las urbanizaciones de la zona oeste: barrios sin un centro urbano ni edificios notables, sólo una interminable y monótona uniformidad. A veces pasaba por zonas con filas y filas de casitas bajas; otras, con casas y jardines más grandes y elegantes, pero todas las zonas estaban salpicadas de centros comerciales con enormes tiendas, siempre idénticas. La tercera vez que pasé ante una de Bed Bath & More y otra de Barnes & Noble pensé que estaba dando vueltas en círculos.

«A veces me siento como una huérfana, lejos de casa», canté mientras esperaba en una de las eternas filas de coches que se forman en los peajes de la circunvalación de la ciudad. Después de todo, yo era una hija que se había quedado sin madre y estaba a sesenta kilómetros de la casa de Morrell.

Tiré una moneda dentro de la máquina del peaje y me reí de mí misma por ser tan melodramática. Lo realmente doloroso era la historia de Rhonda Fepple: la madre que se había quedado sin hijo. Que un hijo muera antes que su madre es algo tan antinatural y que te deja tan impotente, que nunca llegas a recuperarte.

La madre de Fepple no creía que su hijo se hubiese suicidado. Ninguna madre quiere creer algo así pero, en el caso de Fepple, la razón se debía a que él estaba entusiasmado, porque por fin había entendido cómo había hecho Rick Hoffman para ganar tanto dinero con su libro. Tanto como para tener un Mercedes y por eso le iba a poder comprar uno a Rhonda.

Saqué el teléfono para llamar a Nick Vishnikov, el jefe médico forense, pero de repente el tráfico a mi alrededor se agilizó y los coches se pusieron a cien o ciento veinte. La llamada podía esperar hasta otro momento en el que no tuviera que poner mi vida en juego.

Los perros me tocaron el hombro suavemente con las patas para recordarme que ya habían pasado varias horas desde la última vez que los había sacado a correr. Cuando llegué, por fin, a la salida de Dempster, paré junto a un parque forestal para dejarlos bajar. Ya era de noche y el parque estaba cerrado con una cadena que me impedía internarme a más de unos pocos metros de la carretera principal.

Mientras Mitch y Peppy perseguían conejos entusiasmados, yo me quedé junto a la cadena con mi teléfono móvil. Primero llamé a Morrell para decirle que estábamos a sólo doce kilómetros de su casa, luego volví a llamar a Lotty. La recepcionista de la clínica, la señora Coltrain, me dijo que ya se había marchado.

– ¿Qué tal estaba?

– La doctora Herschel trabaja demasiado, tendría que tomarse un descanso -la señora Coltrain me conocía desde hacía años, pero nunca cotilleaba sobre Lotty con nadie, ni siquiera para coincidir con Max, cuando éste se burlaba de sus modales altivos.

Tamboreé sobre el teléfono mientras reflexionaba. Iba a tener que mantener una conversación íntima con Lotty, las dos sentadas tranquilamente en mi casa, pero aquélla era la última noche de Morrell en Chicago. Los perros estaban revolcándose no muy lejos de donde me encontraba. Los llamé para recordarles que estaba allí y que era yo quien mandaba. Se acercaron corriendo, me olieron las manos y volvieron a alejarse. Por fin, encontré a Lotty en casa.

Nada más empezar a expresarle mi preocupación por su crisis de la noche anterior me cortó en seco.

– Prefiero no hablar de eso, Victoria. Estoy tan avergonzada de haber creado un escándalo en la fiesta de Max que no quiero ni recordarlo.

– Tal vez, querida doctora, tú también deberías ver a un médico que te asegurara que estás bien y que no te has hecho daño cuando te desmayaste.

Su voz adquirió un tono más tenso.

– Estoy perfectamente bien, muchas gracias.

Me quedé mirando el oscuro bosque fijamente, como si ello me permitiese desentrañar la mente de Lotty.

– Ya sé que anoche no te encontrabas presente en el estudio cuando Radbuka estuvo hablando de su pasado, pero ¿te ha dicho Max que Radbuka encontró un mensaje en una página de Internet de alguien que buscaba información sobre Sofie Radbuka? Hoy entré en Internet y encontré esa página. Radbuka está convencido de que ella debió de ser su madre o su hermana. Por lo menos escribió un mensaje muy largo sobre eso. Lotty, ¿quién era Sofie?

– ¿Me estás diciendo que encontraste a Sofie Radbuka en una página de Internet? ¡Eso es imposible!

– He dicho que he encontrado a alguien que está buscando información sobre ella y que dice que Sofie vivió en Inglaterra durante los años cuarenta -repetí, armándome de paciencia.

– Max no habrá considerado apropiado decírmelo -me contestó con sequedad-. Muchas gracias.

Colgó, dejándome en aquel bosque oscuro con una incómoda sensación de soledad. Aquella mezcla de desamparo y ridículo me hizo llamar a los perros para que regresasen conmigo. Los oía corretear de un lado a otro, pero no me hacían caso. Los había tenido encerrados todo el día y ahora no iban a recompensarme portándose como unos buenos perros.

Decidí hacer una última llamada telefónica antes de ir al coche a buscar una linterna para poder localizarlos. Llamé a Nick Vishnikov a la morgue. Después de todo, es un sitio que no cierra nunca. Cuando marqué el número, que me sé de memoria, me tocó el pequeño premio que el día me tenía reservado: Vishnikov, un hombre con un horario de trabajo bastante flexible, aún seguía allí.

– Hola, Vic, ¿cómo está Morrell? ¿Ya está en Kabul?

– No, se va mañana -le contesté-. Nick, esta mañana han llevado ahí a un tipo con una herida en la cabeza. La policía dice que es un suicidio.

– Pero lo has asesinado tú y quieres confesar -las autopsias le ponían en un estado de euforia sarcástica.

– Se llama Howard Fepple. Quiero estar segura al ciento cincuenta por ciento de que se llevó esa SIG Trailside a la cabeza él sólito.

Me dijo que él no se había ocupado del caso de Fepple. Mientras me dejó a la espera para ir a revisar los archivos, jugueteé con las correas de los perros, arrepintiéndome de haberles permitido desaparecer en la oscuridad. En aquel momento ya no les oía.

– Se lo pasé a un ayudante nuevo que tengo, puesto que parecía algo sencillo y él ha procedido como en cualquier suicidio rutinario, basándose en que la víctima se metió la pistola en la boca. Pero estoy viendo que no comprobó si había rastros de pólvora en las manos. El cadáver todavía está aquí, le voy a echar un vistazo antes de irme. ¿Tienes algún indicio de que pueda tratarse de un asesinato?

– Todo esto es muy rocambolesco, pero por un lado tengo a un chico que le dijo a su madre que había descubierto algo importante y, por el otro, a un visitante misterioso que fue a verle a su oficina. Me encantaría que el fiscal del Estado me permitiese ver el registro de llamadas telefónicas de Fepple.

– Si encuentro algo que cambie el veredicto, te lo comunicaré. Hasta luego, Vic.

Me pregunté si mi cliente no habría ido a amenazar a Fepple con una pistola, pero Isaiah Sommers no me parecía el tipo de persona que hubiera maquinado una trampa compleja. Si a Fepple lo asesinó la persona que le llamó el viernes cuando yo estaba en su oficina, debía de tratarse de alguien que ya tenía planeado matarlo y había pensado cómo evitar que lo viesen. Había entrado y salido del edificio entre grupos de gente lo suficientemente numerosos como para que no se fijaran en él. Le había dicho a Fepple lo que debía hacer para desembarazarse de mí. No era el estilo de Isaiah Sommers.

Me olvidé de los perros durante un rato y llamé a Información para que me dieran el número de Sommers. Contestó Margaret, con su tono hostil pero, al final, fue a buscar a su marido, después de haber dudado un momento y no haber encontrado ninguna excusa razonable para no hacerlo. Le comuniqué la muerte de Fepple.

– Revisé la oficina y su casa y no pude encontrar ni rastro del expediente de su tío -le dije-. La policía dice que se trata de un suicidio pero yo creo que lo mataron y me parece que lo mataron para hacerse con ese expediente.

– Pero ¿quién iba a hacer una cosa así?

– Puede ser que el que cometió el fraude hubiese dejado un rastro que no quería que nadie encontrara. Puede ser que alguien estuviese tan cabreado con el tipo, por cualquier otra cosa, que acabara matándolo.

Cuando hice una pausa, Sommers estalló:

– ¿Me está acusando de haber ido allí y matarlo? Mi esposa tenía razón. El concejal Durham tenía razón. Usted nunca tuvo la más mínima…

– Señor Sommers, he tenido un día muy largo. Ya no me queda nada de paciencia. No creo que usted haya matado a ese tipo. Aunque está claro que explota usted por cualquier cosa. Podía ser que su esposa o el concejal le hubieran convencido de que dejase ya de esperar a que yo averiguase algo y de que fuese usted mismo a ver a Fepple. Podía ser que la actitud de desidia y autosuficiencia de Fepple le hubieran incitado a actuar.

– Pues no. No fue así. Le dije que esperaría el resultado de sus investigaciones y estoy esperándolo. A pesar de que el concejal piense que estoy cometiendo un gran error.

– ¿Ah, sí? ¿Y qué recomienda él?

Peppy y Mitch vinieron hacia mí dando saltos. Los olí antes de verlos, unas formas oscuras recortadas contra el claro del bosque donde me encontraba. Se habían estado revolcando sobre algo que olía a demonios. Tapé el auricular con la mano y les ordené que se sentaran. Peppy obedeció, pero Mitch intentó saltar encima de mí. Lo aparté con un pie.

– Ese es el problema. Que no tiene ningún plan que seguir. Lo que quiere es que interponga una demanda contra Ajax pero, como ya le dije una vez, ¿y quién va a pagar todo eso? ¿Quién tiene tiempo para ocuparse de eso? El hermano de mi esposa se metió en una demanda gigantesca que lo llevó de tribunal en tribunal durante trece años. Yo no quiero esperar trece años para que me devuelvan mi dinero.

Podía oír por detrás la voz de Margaret Sommers preguntándole por qué iba contando su vida privada a todo el mundo. Mitch volvió a embestirme, haciéndome perder el equilibrio. Caí sentada en el suelo, con el teléfono todavía pegado a la oreja. Intenté deshacerme de Mitch sin gritar al teléfono. El perro se puso a ladrar, convencido de que aquél era un juego fantástico. Peppy intentaba quitarlo de en medio. Para entonces, yo ya olía igual de mal que ellos. Les coloqué las correas y me puse en pie.

– ¿Voy a ver alguna vez el resultado de todo esto? -me estaba preguntando Sommers-. Siento mucho lo del agente de seguros, es una forma horrible de morir, pero no tiene ninguna gracia haber tenido que poner todo ese dinero para un entierro, señora Warashki.

– Mañana voy a hablar con la compañía para ver si llegamos a un acuerdo -pensaba plantearle a la compañía que compensase a Sommers a modo de defensa contra Durham y generar una imagen positiva cara al público, pero era mejor que no se lo comentase a mi cliente, si quería seguir manteniendo buenas relaciones con él-. Si le ofreciesen un buen puñado de dólares, ¿le parecería un acuerdo aceptable?

– Yo… Déjeme pensarlo.

– Muy inteligente, señor Sommers -dije, ya cansada de estar de pie en la oscuridad con mis apestosos perros-. Así su mujer tendrá una oportunidad para decirle que estoy intentando robarle. Llámeme mañana. Ah, por cierto, ¿tiene usted un arma?

– Que si tengo… Ah, ya entiendo, quiere saber si estoy mintiendo y sí maté o no a ese agente.

Me pasé la mano por el pelo y en ese momento me di cuenta, aunque ya demasiado tarde, que apestaba a conejo podrido.

– Sólo trato de asegurarme de que usted no pudo haberlo matado.

Hizo una pausa. Podía oírle respirar pesadamente en mi oreja mientras pensaba la respuesta. Acabó admitiendo, a regañadientes, que tenía una Browning Special de nueve milímetros.

– Eso me tranquiliza, señor Sommers. A Fepple lo mataron con un modelo suizo de otro calibre. Llámeme mañana para decirme si está dispuesto a negociar con la compañía. Buenas noches.

Cuando estaba arrastrando a los perros de regreso al coche, un vehículo de la guardia forestal se detuvo en el claro del bosque justo detrás de mi Mustang y nos enfocó con un reflector. Un guardia me dijo por megáfono que me acercara. Cuando nos vio pareció desilusionado de que fuésemos un trío respetuoso de la ley, ambos perros con la correa puesta. A los guardias les encanta ponerle multas a la gente por desobedecer las leyes y llevar a los animales sueltos. Mitch, siempre tan amigable, se abalanzó sobre el guardia, que retrocedió asqueado por el hedor. Parecía estar buscando alguna razón para poder multarnos, pero acabó por decirnos que el parque ya estaba cerrado y que iba a vigilarnos para asegurarse de que nos marchábamos.

– Eres un perro malvado -le dije a Mitch cuando ya íbamos por Denipster y el guardia forestal nos iba siguiendo sin ningún disimulo-. No sólo te has puesto hecho un asco sino que me has pegado ese olor nauseabundo. No estoy yo para andar quemando ropa, ya lo sabes.

Mitch asomó la cabeza desde el asiento de atrás, sonriendo feliz. Abrí todas las ventanas pero, aun así, fue un viaje duro. Había pensado parar en casa de Max para ver cómo estaban e intentar que me contase algo de la historia de Lotty y de la familia Radbuka. Pero en aquel momento lo único que quería era tirar a los perros dentro de una bañera y zambullirme detrás. De todos modos, pasé un minuto por casa de Max antes de dirigirme a la de Morrell. Dejé a Mitch en el coche, me llevé a Peppy y una linterna y dimos un paseo por el parque frente a la casa. Nos topamos con varias parejas de estudiantes que estaban fundidas en amorosos arrumacos y que se apartaron de nosotros con cara de asco pero, al menos, no encontré a Radbuka merodeando por la zona.

Cuando llegué a casa de Morrell até a los perros a la barandilla del porche trasero. Don estaba allí fuera, fumando un cigarrillo. Morrell se encontraba dentro, tocando un concierto de piano de Schumann demasiado alto como para oírme llegar.

– ¿Has estado luchando con un zorrillo, Warshawski? -me preguntó Don.

– Vas a ver qué divertido, Don. Venga, que nunca haces ejercicio. Ayúdame a bañar a estos preciosos animales.

Entré por la cocina y me hice con una bolsa de basura para meter la ropa que llevaba puesta. Me cambié y me puse una camiseta vieja y unos pantaloncitos cortos para bañar a los perros. Mi sugerencia de que me ayudase a lavarlos hizo desaparecer a Don. Me divertí mucho bañando a Mitch y a Peppy. Después me di yo una ducha. Cuando estuvimos limpios los tres, Morrell ya me estaba esperando en la cocina con una copa de vino.

La proximidad de la partida tenía a Morrell con los nervios a flor de piel. Le hablé sobre Fepple y sobre la vida tan deprimente que parecía haber tenido; le conté que los perros habían estado revolcándose sobre algo tan apestoso que habían hecho que un guardia forestal saliera huyendo. Se mostró sorprendido y divertido en los momentos claves de mi relato, pero tenía la cabeza en otro lado. Me guardé para mí la noticia de que Radbuka había estado merodeando delante de la casa de los Loewenthal y no le conté nada del comportamiento de Lotty, que tan preocupada me tenía. Morrell no tenía por qué llevarse consigo mis problemas al mundo de los talibanes.

Don se iba a quedar en casa de Morrell mientras trabajaba en su proyecto con Rhea Wiell, pero Morrell me contó que esa noche no había desaparecido porque le hubiera acobardado bañar a los perros, sino porque él se lo había ordenado. Había mandado a Don a un hotel para que pudiésemos pasar aquella última noche los dos solos.

Hice unas brochetas pequeñas con peras y gorgonzola, luego organicé una fritatta, poniendo muchísimo esmero e incluso caramelicé las cebollas. Abrí una botella de reserva especial de Barolo. Una cena hecha con amor; una cena hecha con desesperación: recuérdame, recuerda que mis cenas te hacen feliz y regresa a mí.

Como cabía esperar, Morrell lo tenía todo organizado y ya había preparado su equipaje, que consistía en dos bolsas livianas. Había dado aviso de que no le trajesen el periódico todas las mañanas, de que me enviasen su correo a mi dirección y había dejado dinero para pagar los recibos. Estaba nervioso e inquieto. Aunque nos fuimos a la cama poco después de cenar, no paró de hablar hasta casi las dos de la madrugada. Habló de él, de sus padres, a los que rara vez mencionaba, de su infancia en Cuba, adonde su familia había emigrado desde Hungría, y de sus planes para el viaje que estaba a punto de emprender.

Cuando estábamos tumbados el uno junto al otro en la oscuridad, Morrell me estrechó en un fuerte abrazo.

– Victoria Iphigenia, te amo por tu implacable y apasionado apego a la verdad. Si me pasase algo, cosa que espero no suceda, ya sabes quién es mi abogado.

– No te va a pasar nada, Morrell.

Mis mejillas estaban húmedas. Nos dormimos así, abrazados el uno al otro.

Cuando sonó el despertador pocas horas después, saqué a los perros a dar una vuelta rápida a la manzana mientras Morrell preparaba el café. La noche anterior ya me había dicho todo lo que quería decir, así que hicimos el camino hasta el aeropuerto en silencio. Los perros notaban nuestro estado de ánimo y gimoteaban, nerviosos, en el asiento trasero del coche. Morrell y yo sentimos una gran aversión por las despedidas largas, así que lo dejé en la terminal y arranqué inmediatamente, sin esperar siquiera a que entrase en el edificio. Si no lo veía marcharse, era como si quizás no se hubiese ido.

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