Capítulo 34

La furia callejera, la furia hospitalaria y las furias de toda la vida

El hospital quedaba al noroeste de la ciudad, apartado de los barrios de moda, por lo que el tráfico solía ser fluido en esa zona. Pero aquel día, cuando me faltaban sólo un par de kilómetros para llegar, me encontré con tal cantidad de coches en la avenida que tuve que meterme por las calles laterales. A cinco manzanas del hospital Beth Israel el atasco ya era total. Busqué, desesperada, un callejón cercano por el que escapar hacia una ruta alternativa pero, cuando estaba a punto de hacer un giro de ciento ochenta grados, se me ocurrió que, si aquel embotellamiento era producto de todos los pasmados que se estaban agolpando para fisgonear la manifestación de Posner, todas las calles alrededor del Beth Israel estarían bloqueadas. Aparqué junto a un parquímetro vacío e hice el último kilómetro corriendo.

Como era de esperar, lo que me encontré fue a Posner y a varias docenas de manifestantes, rodeados de esa clase de gentío que parecía gustarles tanto. Los polis de Chicago estaban en el cruce dirigiendo el tráfico sin tregua; algunos guardias de seguridad del hospital, enfundados en sus chaquetas verdes y doradas, intentaban conducir a los pacientes hacia las entradas laterales; y varios equipos de televisión filmaban todo, atrayendo la atención de un montón de gente que andaba por allí papando moscas. Era cerca de la una y seguro que todos los que regresaban de comer se habían parado a disfrutar del espectáculo.

Yo estaba demasiado lejos como para leer las pancartas, pero podía oír unas consignas que me helaron el corazón: ¡Max y Lotty, tened compasión de las gentes! ¡No destrocéis la vida de los supervivientes!

Corrí hacia la parte de atrás del hospital, hacia la entrada de servicio, donde abrí mi billetero y le enseñé mi licencia de investigadora privada al guardia de seguridad a tal velocidad que no tuvo tiempo de ver si era una placa del FBI o una tarjeta de crédito. Para cuando cayó en la cuenta, yo ya había desaparecido en el laberinto de pasillos y escaleras que convierte la vigilancia de cualquier hospital en una pesadilla.

Intenté no desorientarme pero, de todos modos, fui a parar a radioterapia, en oncología, y a un cuarto de archivos antes de encontrar el camino hacia el vestíbulo principal. Desde allí se oía el griterío del grupo que había fuera, pero no se podía ver nada: el Beth Israel es un viejo edificio de ladrillo, sin una entrada acristalada ni ventanas lo suficientemente bajas como para poder ver el exterior. Los guardias del hospital, totalmente desacostumbrados a aquel caos, no lograban desbloquear la entrada principal de mirones. Allí mismo, una anciana sollozaba en vano diciendo que era una paciente externa, que acababan de someterla a una intervención quirúrgica y que necesitaba un taxi para regresar a su casa, mientras otra mujer, con un recién nacido en brazos, miraba ansiosamente a su alrededor en busca de su marido.

Me quedé observando horrorizada aquella escena durante un momento y luego le dije a los guardias que apartaran a la gente de la puerta.

– Digan a la gente que todo aquel que obstruya la puerta será multado. La puerta de atrás está despejada, saquen por allí a estos pacientes. Envíen un SOS a las compañías de taxis para que éstos se dirijan a la entrada posterior.

Me quedé observando un rato mientras el guardia, con aire sorprendido, comenzaba a dar las órdenes por su walkietalkie y después me marché por el pasillo hacia la oficina de Max. Cynthia Dowling, su secretaria, interrumpió una acalorada conversación telefónica cuando me vio.

– Cynthia, ¿por qué no llama Max a la policía para que detengan a todos esos bestias?

Movió la cabeza de un lado al otro.

– La junta directiva tiene miedo de perder el apoyo de algunos mecenas importantes. Beth Israel es uno de los hospitales que más donaciones recibe de la comunidad judía. La mayoría de las llamadas que hemos recibido, desde que ha salido lo de Posner en las noticias, están de acuerdo contigo, pero la anciana señora Felstein es una de las seguidoras de Posner. Sobrevivió a la guerra escondiéndose en Moldavia, ya sabes, pero cuando vino a este país amasó una fortuna con los chicles. Últimamente ha sido una de las personas que más ha presionado a los bancos suizos para que den a conocer los bienes de las víctimas del Holocausto. Y ha prometido donar veinte millones de dólares para la nueva ala de oncología.

– Entonces, ¿si ve que meten a Posner en un furgón policial cancelará la donación? Pero es que, si muere alguien que esté sufriendo un ataque cardíaco porque no puede llegar hasta el hospital, vais a tener que hacer frente a una demanda que superará cualquier ayuda económica que os haya hecho esa mujer.

– Es lo que ha decidido Max. El y la junta directiva. Y claro que son conscientes de los riesgos.

Su terminal telefónica empezó a parpadear. Apretó uno de los botones.

– Oficina del señor Loewenthal… No, ya sé que usted sólo va a estar hasta la una y media. En cuanto quede libre el señor Loewenthal, le transmitiré su mensaje… Sí, ojalá no nos dedicáramos a salvar vidas; así nos sería más fácil dejar todo a un lado para poder atender a los medios de comunicación. Oficina del señor Loewenthal, un momento, por favor… Oficina del señor Loewenthal, un momento, por favor -me miró, exasperada, tapando el auricular con la mano-. En este lugar funciona todo mal. Esa tonta de telefonista temporal que me mandaron los del Departamento de Personal ha salido a almorzar hace una hora. Seguro que está ahí fuera disfrutando del espectáculo y, a pesar de que soy la secretaria del director ejecutivo, los de Personal no me mandan a nadie más.

– Bueno, bueno, te dejo con tus cosas. Tengo que hacerle algunas preguntas a Posner. Dile a Max, si lo ves, que no implicaré al hospital.

Cuando llegué al vestíbulo me abrí paso a codazos entre la multitud, que otra vez estaba obstruyendo las puertas giratorias. Nada más salir, comprendí la razón de su avidez: los manifestantes habían dejado de dar vueltas y se habían apiñado detrás de Joseph Posner, que le estaba gritando a una mujer bajita, enfundada en una chaqueta del hospital.

– Usted pertenece a la peor clase de antisemitas, a los que traicionan a su propio pueblo.

– Y usted, señor Posner, pertenece a la peor calaña, a los que abusan de los sentimientos de los seres humanos, explotando los horrores de Treblinka para engrandecimiento propio.

Hubiera reconocido aquella voz en cualquier parte, por la forma en que la rabia cortaba las palabras como si fuese una cuchilla rebanando el extremo de un puro. Empujé a dos de los macabeos de Posner para llegar hasta mi amiga.

– Lotty, ¿qué estás haciendo aquí? Esta es una batalla perdida, prestarle atención a este tipo es como echar leña al fuego.

Posner, con las aletas de la nariz dilatadas por la rabia y la boca torcida en gesto de desafío, parecía uno de esos dibujos titulados El gladiador que espera al león que aparecían en mi libro de Historia Ilustrada de Roma de cuando era niña.

Lotty, que era un león pequeño, pero feroz, me apartó.

– Tú métete en tus propios asuntos, Victoria. Este hombre está difamando a los muertos en su propio beneficio. Y me está difamando a mí.

– Entonces le llevaremos ante un tribunal -le dije-. Hay cámaras de televisión grabándolo todo.

– Adelante, lléveme a los tribunales si se atreve -dijo Posner, girándose hacia donde estaban sus seguidores y los periodistas para que pudieran oírle-. No me importa pasar cinco anos en la cárcel, si eso sirve para que el mundo entienda la causa de mi pueblo.

– ¿Su pueblo? -dije con tono irónico-. ¿Es que ahora es usted Moisés?

– ¿Cómo prefiere que los llame? ¿Mis «seguidores», mi «equipo»? Da igual el nombre que les dé, ellos saben que posiblemente tengamos que soportar sufrimientos y sacrificios para llegar a donde queremos. Comprenden que parte de ese sufrimiento es tener que aguantar los insultos de ignorantes descreídos como usted o como esta doctora.

– ¿Y qué pasa con el sufrimiento de los pacientes? -le pregunté-. Hay una anciana que no puede volver a su casa después de una operación porque usted tiene bloqueada la puerta principal. Si su familia le pone una demanda de varios millones de dólares por daños y perjuicios, ¿también comprenderá eso «su pueblo»?

– Victoria, no necesito que intervengas en mi guerra -dijo Lotty, con la voz tensa por la furia-. O que dispares con la misma pólvora que este imbécil.

No le hice caso.

– Por cierto, señor Posner, usted sabe que «su pueblo» tiene que circular, que la policía se los puede llevar a todos detenidos si se quedan aquí papando moscas y bloqueando la entrada.

– No necesito que venga ninguna extraña a darme clases de leyes -dijo Posner, pero le hizo un gesto a sus seguidores para que se pusieran otra vez a andar en círculos.

Paul Radbuka estaba pegado a su lado. Su expresiva cara de payaso transida de placer al principio, cuando hablaba Posner, pasó después al desdén cuando habló Lotty, y cuando, de pronto, me reconoció, se llenó de furia.

– Rabino Joseph, ésa es la mujer, la detective, mi enemiga, la que está poniendo a mi familia en mi contra.

Los equipos de televisión, que habían estado enfocando sus cámaras a Lotty y a Posner, se volvieron de repente hacia Radbuka y hacia mí. Oí a alguien que decía detrás de los focos:

– ¿Es esa Warshawski, la detective? Pero ¿qué está haciendo aquí? -era Beth Blacksin, que me gritó, entusiasmada-. Vic, ¿te ha contratado el hospital para investigar las denuncias de Posner? ¿Estás trabajando para Max Loewenthal?

Intenté ver más allá de la luz de los focos colocando las manos a modo de visera encima de mis ojos.

– Tengo que hacerle una pregunta privada al señor Posner, Beth, que no tiene ninguna relación con el hospital.

Le di unos golpecitos en el brazo a Posner y le dije que me gustaría hablar con él lejos de las cámaras. Posner dijo con tono severo que él no podía hablar a solas con una mujer.

Sonreí, divertida.

– No se preocupe, si en algún momento no puede dominar sus impulsos, no tendré problemas en romperle un brazo. O, tal vez, los dos. Pero, si prefiere, puedo hacer mi pregunta en voz alta y frente a las cámaras.

– Todo lo que tengo que decir sobre Lotty Herschel y también sobre usted puedo decirlo delante de las cámaras -dijo Radbuka, metiéndose en la conversación-. Usted piensa que puede venir y apartarme de mi familia, igual que contrató a ese matón en casa de Max para que estuviese siempre con mi primita, pero no se va a salir con la suya. Rhea y Don me van a ayudar para que el mundo conozca mi historia.

Posner intentó hacer callar a Radbuka, diciéndole que él se encargaría de la detective. A mí me dijo que él no tenía nada que ocultar.

– Bertrand Rossy -dije por lo bajo y después miré hacia donde estaban las cámaras y dije en voz alta-. Beth, vengo a preguntarle al señor Posner sobre la reunión que tuvo…

Posner se puso de espaldas a las cámaras con un gesto brusco.

– No sé qué se cree usted que sabe, pero cometerá un gran error mencionando su nombre en televisión.

– ¿Qué reunión, señor Posner? -preguntó uno de los periodistas-. ¿Tiene alguna relación con la derrota que sufrió el proyecto de ley sobre la Recuperación de los Bienes de las Víctimas del Holocausto el martes pasado?

– Usted ya sabe que le voy a preguntar sobre Rossy y sobre la razón por la que suspendió la manifestación que había organizado en Ajax -le dije a Posner por lo bajo-. De usted depende que lo hagamos delante de los micrófonos o no. A usted le gusta la publicidad y ellos tienen micrófonos direccionales así que, si hablo en voz alta, podrán grabar nuestra conversación aunque no estén al lado nuestro.

Posner no podía parecer indeciso delante de sus tropas.

– Aceptaré hablar con usted lejos del hospital, sólo para evitar que difame a mi movimiento por televisión. Pero no lo haré a solas.

Llamó a otro hombre para que le acompañase, ordenándole al resto del grupo que esperase junto al autobús hasta que regresara. Los equipos de televisión observaron atónitos cómo los manifestantes se fueron alejando hacia al aparcamiento y después se abalanzaron sobre Posner y sobre mí en medio de un murmullo de preguntas atropelladas. ¿Qué le había hecho suspender la manifestación?

– Ya hemos logrado nuestros objetivos por el día de hoy -declaró con grandilocuencia-. Hemos conseguido que el hospital comprenda que incluso instituciones apoyadas por los judíos pueden estar igual de expuestas que las laicas a caer en el desinterés y en la indiferencia ante las necesidades de la comunidad judía. De todos modos, volveremos: Max Loewenthal y Charlotte Herschel pueden estar seguros de ello.

– ¿Y usted qué opina, doctora Herschel? ¿Tiene algo que decir sobre la afirmación de que está usted apartando al señor Radbuka de su familia?

Lotty torció el gesto.

– Soy una cirujana que me dedico plenamente a mi trabajo. No tengo tiempo para historietas. De hecho, este hombre ya me ha apartado de mis pacientes durante demasiado tiempo.

Giró en redondo y se metió en el hospital.

Los periodistas se me echaron encima, preguntándome qué le había dicho a Posner. ¿Quién era mi cliente? ¿Sospechaba de alguna acción fraudulenta dentro del grupo de Posner o en el hospital? ¿Quién financiaba aquellas manifestaciones?

Le dije a Beth y a los demás periodistas que, en cuanto tuviese alguna información interesante, la compartiría con ellos, pero que, por el momento, no sabía de ningún fraude relacionado con Posner ni con el hospital.

– Pero, Beth -pregunté-, ¿qué te ha traído a ti por aquí?

– Nos enteramos porque alguien nos llamó por teléfono, ya sabes cómo funciona todo esto, Warshawski -me dirigió una sonrisa picara-. Pero no fue él. Fue una mujer la que llamó al canal. Aunque podía haber sido cualquier otra persona.

Posner, molesto porque yo había acaparado la atención de los periodistas, me gruñó que fuera con él si es que quería que hablásemos. No disponía del día entero para andar perdiendo el tiempo con una tonta que tenía la cabeza llena de fantasías. Se alejó a toda prisa por la entrada de coches con el esbirro que había elegido como acompañante. Apreté el paso para alcanzarlo.

Un par de periodistas iniciaron una persecución poco entusiasta. Radbuka, que no se había ido al autobús con los otros manifestantes, empezó a gritar que Max era su primo, pero que no quería reconocerlo y que yo era la bestia de Babilonia que impedía que Max hablase con él. Pero los periodistas ya conocían esa historia, no les interesaba quedarse a la repetición. Si yo no les iba a suministrar carne fresca, ya no tenían motivos para seguir en las inmediaciones del hospital Beth Israel. Así que los equipos recogieron sus cosas y se dirigieron hacia sus unidades móviles.

Загрузка...