El sabueso amateur
La multitud empezó a dispersarse al ver que se había acabado el espectáculo y que las cámaras habían desaparecido. Cuando Posner y yo llegamos a la esquina de Catalpa, los accesos al hospital ya estaban casi vacíos. Me reí para mis adentros: debería enviarle a Max una factura por aquello.
Me volví para ver qué estaba haciendo Radbuka. Se había quedado solo delante del hospital. El enorme pesar de verse abandonado, tanto por Posner como por las cámaras, ensombrecía su expresivo rostro. Miró a su alrededor con aire vacilante y, de repente, se echó a correr calle abajo hacia nosotros.
Volví a girarme hacia Posner, que estaba dando unos golpecitos impacientes sobre su reloj.
– Pues bien, señor Posner. Hablemos de usted y de Bertrand Rossy.
– No tengo nada que decir sobre él -dijo, adelantando el mentón con aire altanero: el Gladiador no le tiene miedo a la Muerte.
– ¿Ni sobre la reunión que mantuvo anoche con él? ¿Ni sobre cómo Rossy le persuadió de que disolviera la manifestación frente a Ajax y organizara una aquí, en el Beth Israel?
Se detuvo en mitad de la acera.
– Quien le haya dicho que me reuní con él está mintiendo. Tengo mis propios motivos para estar hoy aquí y no tienen nada que ver con Rossy.
– Vamos a no empezar nuestra agradable charla acusándonos de mentirosos. Yo lo vi en la casa de Rossy. Anoche fui a cenar con él y su esposa.
– ¡Pues yo no la vi a usted!
– Bueno, eso ya prueba que estuvo allí -le sonreí con desdén. Posner estaba tan acostumbrado a hacer siempre de padre que pensé que la forma de ponerlo nervioso sería tratarlo como si fuese un niño.
– Rabino Joseph, creo que no debería hablar más con esta mujer -dijo su adlátere-. Está tendiéndole una trampa para que diga algo que nos desacredite. Acuérdese de que Radbuka dijo que es la que le mantiene apartado de su familia.
– Eso tampoco es cierto -dije-. Estoy deseando que Paul encuentre a su verdadera familia. Pero tengo gran curiosidad por saber qué relación existe entre su movimiento a favor de la recuperación de los bienes de las víctimas del Holocausto y la compañía de seguros Ajax. Sé que ustedes saben que Preston Janoff estuvo ayer en Springfield para evitar que la Ley sobre la Recuperación de Bienes saliera adelante, así que ¿por qué dejaron de manifestarse delante de Ajax? Yo hubiera jurado que hoy se enfrentarían a ellos con una contundencia aún mayor. Apuesto a que anoche Bertrand Rossy le prometió algo o le ofreció una bonita suma de dinero para que se marchasen del Loop y se vinieran para aquí.
– Tienes razón, León -Posner se alejó de mí-. Esta mujer no tiene idea de nada. Está intentando sacar de la mentira verdad para evitar que molestemos a sus amigos ricos del hospital.
Aunque ya me estaba cansando de ser «esta mujer» en lugar de tener nombre, mantuve un tono de voz cordial.
– Puede que yo no tenga idea de nada pero, sacando de la mentira verdad, puedo imaginarme cosas que le interesarían a Beth Blacksin, la periodista del canal Global. Y créame, sí que lo vi en casa de los Rossy anoche. Y si se lo cuento a Beth, la tendrá aparcada frente a la puerta de su casa durante una semana.
Posner ya había girado para marcharse pero, al oír eso, se volvió para mirarme, dirigió otra mirada preocupada a León y otra a la calle para ver si las cámaras seguían allí.
Sonreí.
– Sé que estaba furioso cuando llegó a casa de Rossy, así que supongo que era porque usted sabía que estaba reunido con el concejal Durham. Tenía usted miedo de que Ajax fuese a hacer algún trato especial con Durham que debilitara la actuación de su movimiento.
»Al principio, cuando usted se presentó en el vestíbulo del edificio, Rossy se negó de plano a recibirlo -continué diciendo-, pero usted lo amenazó por el telefonillo con denunciar sus manejos con Durham. A pesar de todo, Rossy le dijo que no lo recibiría hasta más tarde para evitar que Durham se enterase de que usted estaba allí. Usted llegó hecho una furia a la casa de Rossy, pero cuando se marchó ya estaban otra vez los dos en muy buenos términos, así que Rossy tiene que haberle dado algo. Tal vez no fuese dinero, sino información. El sabe que usted es muy intransigente con esas instituciones que, a pesar de estar dirigidas por judíos, le parecen demasiado laicas. Así que, tal vez, Rossy le propusiese algo que combinase el asunto de los seguros con el de una de las instituciones judías más importantes de Chicago, el Beth Israel. Le dijo que trajese su manifestación hasta aquí para desviar la atención de los medios de comunicación hacia el hospital y hacia Max Loewenthal.
De pie en la esquina, frente al café Cozy Cup, le di una oportunidad a Posner para que contestara. No dijo nada, pero parecía preocupado y se mordía el interior de la mejilla con gesto nervioso.
– ¿Qué puede haber sido? ¿Que le dijera que el hospital le había negado ayuda médica a supervivientes del Holocausto? No, eso sería demasiado cruel: eso ya lo hubiesen sabido todos los medios de prensa. Tal vez le dijese, ah, que Max Loewenthal había conseguido un importante paquete de beneficios para el hospital a cambio de su ayuda para frenar el proyecto de ley. Parece un disparate, por supuesto, porque lo es y porque en el fondo de su corazón usted sabe que cualquier sugerencia que venga de Rossy será un disparate. Si no, ya se lo habría comunicado usted al mundo entero. Y Bertrand Rossy estaría encantado porque eso distraería la atención pública y ya no se fijarían en el papel que desempeñó Ajax a la hora de acabar con la Ley sobre la Recuperación de los Bienes de las Víctimas del Holocausto. ¿Qué tal voy por el momento? ¿Es ésa la historia que quiere que le cuente a Beth Blacksin y al resto de Chicago? ¿Que usted ha hecho el primo con Bertrand Rossy?
Mientras yo estaba hablando, Radbuka intentaba interrumpir todo el tiempo para recordarnos que estábamos allí por el asunto de Max y de su familia, pero yo alcé mi voz por encima de la suya.
Posner seguía mordiéndose el interior de la mejilla.
– No puede demostrar nada de lo que está diciendo.
– Una respuesta poco convincente, señor Posner. Después de todo, es usted el que está acusando al Beth Israel de algo que no puede demostrar. Yo sí puedo demostrar que usted estuvo reunido anoche quince minutos con Bertrand Rossy. No tengo por qué demostrar que su conversación coincide con mi guión al pie de la letra. Sólo tengo que hacer que la historia empiece a circular por Chicago. Los servicios de Internet y los teletipos harán el resto, porque Rossy significa Edelweiss y eso significa que no sólo interesará a la prensa local sino también a la internacional.
– ¿Está intentando decirme que estoy traicionando al comité de apoyo a la Ley sobre la Recuperación de los Bienes? -me preguntó Posner.
Afirmé con la cabeza.
– No sé si lo está haciendo o no. Pero no me cabe duda de que si su grupo se entera de que usted ha malgastado unos recursos muy valiosos dedicándose a dar palos de ciego, ya no confiarán tanto en su liderazgo.
– Me da igual lo que usted crea. Yo me tomo mi misión con absoluta seriedad. Puede que el concejal Durham salga a la calle por una cuestión de votos y puede que también deje la calle por una cuestión de dinero, pero ninguna de esas dos…
– ¿Está diciendo que Rossy le ofreció dinero a Durham para poner fin a su protesta? -dije, interrumpiéndolo.
Apretó los labios y no me contestó.
– Pero usted siguió a Durham anoche hasta la casa de Rossy. ¿Es que lo sigue todas las noches?
– El rabino Joseph no es como usted -gritó Radbuka-. El no va por ahí espiando a la gente, amargándoles la vida, negándoles sus derechos. Todo lo que hace es legal. Cualquiera podría decirle que Rossy habló con Durham anoche. Todos vimos cómo Durham se acercaba al coche de Rossy cuando estaba en medio de un atasco en Adams.
– ¿Qué? ¿Que Durham se subió al coche de Rossy?
– No, se inclinó para hablar con él. Todos vimos la cara de Rossy cuando bajó la ventanilla y León dijo: «Hey, ése es el tipo que manda de verdad en Ajax»…
– Cállate -dijo León-. Nadie te ha dado permiso para que intervinieras en esta conversación. Vete al autobús y espera con el resto del grupo a que el rabino Joseph acabe de hablar con esta mujer.
Radbuka hizo un puchero como si fuese un niño pequeño.
– Tú no me das órdenes. Yo acudí al rabino Joseph porque él ayuda a gente como yo, cuyas vidas han sido destrozadas por el Holocausto. Hoy yo no he corrido el riesgo de que me lleven a la cárcel para que un perdedor como tú venga a darme órdenes.
– Mira, Radbuka, tú sólo has venido para aprovecharte…
– León, Paul -les reprendió Posner-, estáis haciendo justo lo que esta mujer quiere: vernos pelear entre nosotros. Ahorrad la energía para usarla contra los enemigos comunes.
León obedeció. Pero Paul no era miembro del movimiento. Igual que le pasaba con León, no tenía por qué obedecer a Posner. En uno de sus rápidos cambios de humor, se volvió hecho una furia hacia el rabino.
– Yo sólo he participado en su manifestación de anoche y en esta de hoy para que me ayude a contactar con mi familia. Ahora resulta que está acusando a mi primo Max de organizar acuerdos secretos con la Asamblea Legislativa de Illinois. ¿Se cree que voy a estar emparentado con alguien que actúa así?
– No -contesté de inmediato-, no creo que sus parientes hicieran algo tan horrible. ¿Qué pasó anoche después de que Durham hablara con Rossy en la calle? ¿Se alejaron juntos en el mismo coche? ¿O Durham se fue en un vehículo de la policía?
– No sabía que la policía se lo hubiese llevado -dijo Radbuka, haciendo caso omiso a los gestos que Posner y León le dirigían para que se callase. Como siempre, él estaba encantado de responderle a cualquiera que le prestase atención, aunque se tratase de un supuesto enemigo, como yo-. Lo que yo sé es que Durham fue hacia su coche y se metió en él. Fuimos hasta la esquina de Michigan y lo vimos. Estaba aparcado justo allí, en una zona prohibida, pero, claro, había dejado a un policía cuidándolo, con lo aprovechado que es. Y como el rabino Joseph no se fiaba de Durham, decidió seguirlo.
– Una gran iniciativa -dije, sonriéndole a Posner con condescendencia-. Así que se escondieron tras los arbustos que hay frente al edificio donde vive Rossy hasta que vieron salir a Durham. Y después Rossy, que es tan encantador, logró que usted se creyera algún rumor estúpido sobre el hospital.
– No fue así, en absoluto -dijo bruscamente Posner-. Después de verle con Durham, quería saber si… Yo sabía que Durham había estado intentando sabotear nuestros esfuerzos para obligar a las compañías aseguradoras y a los bancos europeos a pagar indemnizaciones por el robo descarado que organizaron tras la…
– Puede estar seguro de que comprendo todo lo que implica este asunto, señor Posner. Pero Durham no se inventó las razones para manifestarse. Cada vez hay un número mayor de personas que piensan que las empresas que se han beneficiado de la esclavitud africana deberían pagar indemnizaciones igual que las empresas que se han beneficiado de los trabajos forzados de los judíos o de los polacos.
Apuntó su barba hacia mí con aire agresivo.
– Ése es un asunto aparte. Nosotros nos estamos refiriendo a ese dinero contante y sonante, que se halla en cuentas bancadas y en polizas de seguros que nunca se han pagado y con el que se han quedado aseguradoras y bancos europeos. Usted ha estado trabajando para un hombre de color de Chicago al que no le quieren compensar su seguro a pesar de que él había pagado su póliza en su totalidad. Yo estoy intentando hacer lo mismo para decenas de miles de personas cuyos padres creyeron que estaban dejando una salvaguarda económica a sus hijos. Y ayer yo quería saber por qué Louis Durham se había presentado frente al edificio de Ajax justo en aquel momento. Nunca se había manifestado por el asunto de las indemnizaciones a los descendientes de los esclavos hasta que nosotros empezamos nuestra campaña para obligar a Ajax a pagar las pólizas de los seguros de vida.
Me quedé estupefacta.
– ¿Así que pensó que Rossy estaba sobornando a Durham para que se enfrentase con usted? ¿Y crear problemas a su propia compañía? ¡Debería llevarle esa historia a Oliver Stone! Aunque supongo que habrá ido con el cuento al propio Rossy. ¿Y él le dijo: «Sí, sí, lo confieso, pero si usted se manifiesta contra el Beth Israel en lugar de contra Ajax, dejaré de darle dinero a Louis Durham»?
– ¿Es que se está haciendo la tonta? -me soltó Posner-. Por supuesto que Rossy negó toda implicación. Pero también me aseguró que emprendería una auditoría interna para ver si en Ajax o en Edelweiss había alguna póliza que perteneciese a víctimas del Holocausto.
– ¿Y usted lo creyó?
– Le di una semana. Me convenció de que iba en serio y de que merecía una semana para resolverlo.
– ¿Y entonces qué está haciendo aquí? -le pregunté-. ¿Por qué no les da unas vacaciones a sus chicos?
– Ha venido a ayudarme -me espetó Paul Radbuka, sonrojado por la agitación, y empezó a atacarme tan intempestivamente como me había apoyado unos segundos antes-. Sólo porque usted no quiera que yo vea a mi familia y haya contratado a ese…, a ese camisa parda para impedir que yo hable con mi primita, eso no quiere decir que no sean parientes míos. No está mal que Max Loewenthal se dé cuenta, de una vez por todas, de qué es lo que se siente cuando le hacen a uno el vacío.
– Paul, de verdad, tiene que entender que Max no está emparentado con usted. No sólo está usted amargándole la vida a la familia del señor Loewenthal, sino que está arruinando la suya y, además, está corriendo el riesgo de que lo detengan. Créame, la vida en la cárcel es horrible.
Radbuka torció el gesto.
– Max es el que debería estar en la cárcel por tratarme con ese desprecio.
Lo miré, intentando descubrir cómo traspasar aquella densa cortina de resentimiento.
– Paul, ¿quién era realmente Ulrich?
– Mi padre adoptivo. ¿Está intentando hacerme confesar que era mi verdadero padre? ¡No lo haré! ¡No lo era!
– Pero Rhea dice que no se apellidaba Ulrich.
Su rostro pasó del sonrojado al rojo intenso.
– No se atreva a sugerir que Rhea miente. La mentirosa es usted. Ulrich dejó unos documentos en clave. Demuestran que mi verdadero nombre es Radbuka. Si tuviese confianza en Rhea, entendería la clave, pero usted no confía en ella. Intenta destruirla, intenta destruirme a mí, pero no se lo permitiré, ¡no, no y no!
Vi cómo empezaba a temblar, preguntándome, alarmada, si no estaría teniendo alguna especie de ataque. Cuando avancé para intentar ayudarlo, Posner me gritó que no me acercase, que él no permitiría que una mujer tocara a uno de sus seguidores, aunque ni el propio Radbuka fuese consciente del peligro que implicaba el contacto con una mujer. El y León llevaron a Radbuka hasta un banco que había en la parada del autobús. Me quedé mirando por si acaso, pero parecía que Radbuka se iba tranquilizando. Dejé que los hombres se ocuparan del asunto y subí la calle lentamente hasta el hospital, con la esperanza de poder intercambiar impresiones con Max antes de volver a mi oficina.
– Esa idea de Posner de que Rossy sobornase a Durham para que organizara una contramanifestación no es tan descabellada -le dije a Max, después de que su agotada secretaria le convenciera para que me recibiese cinco minutos-, pero, de verdad, debe de estar tan loco como Paul Radbuka para organizar una manifestación aquí. ¿Cómo van las cosas con tus mecenas?
Max no suele aparentar la edad que tiene, pero aquella tarde tenía la piel de los pómulos gris y tensa.
– No entiendo nada de lo que está pasando, Victoria. Anoche vino a casa Don Strzepek, el amigo de Morrell. Le dejé mirar mis apuntes con toda confianza, pensé que creía en su veracidad. Estaba convencido de que un amigo de Morrell no abusaría de mi confianza.
– Pero esos apuntes no dicen nada sobre la familia Radbuka que pueda servir para decir si ese tipo, Paul, es pariente de ellos o no. A no ser que haya algo en tu carpeta que yo no viera…
Hizo un gesto de cansancio.
– Sólo la carta de Lotty, que ya has leído. Don no habrá sido capaz de utilizarla para animar a Paul a creer que son parientes, ¿no?
– No lo creo, Max -le dije, pero tampoco estaba tan convencida. Recordé cómo le brillaban los ojos a Don cuando miraba a Rhea Wiell-. Pero puedo intentar hablar con él esta noche, si quieres.
– Sí, hazlo -estaba desplomado en su asiento, tras la mesa de despacho, inexpresivo como una efigie-. Nunca pensé que me sentiría aliviado al despedir a la única familia que me queda, pero me alegraré mucho cuando vea a Calia y a Agnes subir a ese avión.