Una madre afligida
Howard Fepple había vivido con su madre a unas pocas manzanas de la avenida Harlem. Aquél no era un barrio de gente adinerada sino de clase media trabajadora, con casitas de una sola planta construidas sobre pequeñas parcelas y donde los niños del vecindario jugaban en los patios de unos y de otros.
Cuando me detuve frente a la casa de Fepple sólo había un coche en la entrada, un Oldsmobile viejo de color azul marino. No había periodistas ni vecinos presentándole sus condolencias a Rhonda Fepple. Los perros intentaron salir del coche tras de mí. Cuando vieron que los dejaba allí encerrados, se pusieron a ladrar para mostrar su descontento.
Un camino de losetas de piedra formaba una curva entre la entrada para coches y la puerta' situada en el lateral de la casa. Algunas de las losetas estaban agrietadas y cubiertas de hierba. Cuando toqué el timbre vi que la pintura de la puerta estaba descascarillada.
Después de esperar largo rato, Rhonda Fepple abrió la puerta. Su rostro, igual de pecoso que el de su hijo, tenía esa expresión de vacío y aturdimiento de una persona que acaba de recibir un duro golpe. Era más joven de lo que había supuesto. A pesar del dolor que la carcomía por dentro, apenas tenía unas pocas arrugas alrededor de los enrojecidos ojos y todavía tenía una abundante melena rubia rojiza.
– ¿Señora Fepple? Siento molestarla, pero soy una detective de Chicago y quisiera hacerle una serie de preguntas sobre su hijo.
Aceptó mi identidad sin preguntarme siquiera por mi nombre ni pedirme nada que sirviera para identificarme.
– ¿Han descubierto quién lo mató? -me preguntó.
– No, señora. He oído que usted les dijo a los agentes del turno de la mañana que el señor Fepple no tenía pistola.
– Yo quería que se comprase una, si iba a seguir en ese edificio viejo y apestoso, pero él se reía y decía que en la agencia no había nada que robar. Siempre odié ese edificio con tantos pasillos y tantos recovecos en los que cualquiera podía esconderse y asaltarte.
– Creo que a la agencia no le iba muy bien últimamente. ¿Era más rentable cuando vivía su marido?
– ¿No estará sugiriendo lo mismo que me han dicho esta mañana, verdad? Eso de que Howie estaba tan deprimido que se suicidó. Porque él no era esa clase de chico. Bueno, de hombre. Una se olvida de que los hijos crecen -se secó los lagrimales con un pañuelo de papel.
Era bastante consolador saber que hasta un espécimen tan patético como Howard Fepple tenía a alguien que llorase su muerte.
– Señora, sé que en las presentes circunstancias, con la pérdida de su hijo tan reciente, es muy duro para usted tener que hablar de él, pero me gustaría investigar una tercera posibilidad, aparte de la del suicidio o la de un robo fortuito. Me pregunto si no habrá alguna persona que haya tenido algún enfrentamiento concreto con su hijo. ¿No le comentó últimamente que tuviese algún conflicto con algún cliente?
Se quedó mirándome con la expresión en blanco. Le resultaba difícil barajar nuevas ideas en medio de su agotamiento emocional. Volvió a meter el pañuelo en el bolsillo de la vieja camisa amarilla que llevaba.
– Supongo que será mejor que pase.
La seguí hasta el salón, donde se sentó en el borde de un sofá con un estampado de rosas que originalmente debieron de ser moradas y habían perdido el color. Cuando me senté en un sillón a juego, colocado en ángulo recto con el suyo, unas motas de polvo salieron disparadas hacia las paredes. El único mueble nuevo era un sillón reclinable Naugahyde color tostado, colocado delante de un televisor de treinta y cuatro pulgadas, que con toda probabilidad había pertenecido a Howard.
– ¿Cuánto tiempo estuvo trabajando su hijo en la agencia, señora Fepple?
Empezó a darle vueltas a su alianza.
– A Howie no le interesaban mucho los seguros, pero mi marido, el señor Fepple, insistió en que aprendiese el negocio. Decía que uno siempre se puede ganar la vida en el mundo de los seguros por muy malos que sean los tiempos. Siempre le repetía a Howie que gracias a eso la agencia sobrevivió a la Gran Depresión, pero Howie quería hacer algo…, bueno, algo más interesante, algo más parecido a lo que hacían los chicos, quiero decir los hombres, con los que fue a la universidad. Informática, finanzas, ese tipo de cosas. Pero nunca tuvo la oportunidad, así que cuando el señor Fepple falleció y le dejó la agencia, Howie pasó a ocupar su lugar e intentó salir adelante. Pero esa zona se ha deteriorado mucho desde la época en que vivíamos allí. Claro que nos mudamos aquí en 1959, pero todos los clientes del señor Fepple eran de la zona sur. A Howie no le entraba en la cabeza que podía seguir atendiéndolos, aunque se mudase de oficina.
– ¿Así que usted vivió en Hyde Park durante su juventud? -pregunté por mantener la conversación.
– En South Shore, para ser más precisa, justo al sur de Hyde Park. Cuando acabé el instituto empecé a trabajar de secretaria para el señor Fepple. El era bastante mayor que yo pero, bueno, ya sabe cómo son estas cosas… y cuando nos dimos cuenta de que Howie estaba en camino, pues nos casamos. Él nunca había estado casado, me refiero al señor Fepple, y supongo que estaba entusiasmado con la idea de tener un hijo que continuara con la agencia, que a su vez había fundado su padre. Ya sabe cómo son los hombres con esas cosas. Cuando nació el niño, dejé de trabajar para cuidarlo. En aquella época no había guarderías como ahora. El señor Fepple siempre decía que yo lo había malcriado, pero para entonces él tenía cincuenta años y los niños no le interesaban demasiado -su voz se fue apagando poco a poco.
– O sea que su hijo no empezó a trabajar en la agencia hasta después de la muerte de su padre -dije de inmediato, para retomar el tema-. ¿Y cómo aprendió a llevar el negocio?
– Ah, pero es que Howie solía trabajar en la agencia los fines de semana y durante los veranos y también trabajó cuatro años con su padre después de acabar la universidad. Estudió administración de empresas en Governors State. Pero, como siempre he dicho: los seguros no eran lo suyo.
Llegado a ese punto, se detuvo y se acordó de que tal vez debería ofrecerme algo de beber. La seguí hasta la cocina, donde sacó de la nevera una CocaCola light para ella y a mí me sirvió un vaso de agua del grifo.
Me senté a la mesa de la cocina y aparté una cascara de plátano que había encima.
– ¿Y qué puede decirme del agente que trabajaba para su marido? Cómo se llamaba… ¿Rick Hoffman? Parecía que su hijo admiraba su forma de trabajar.
Hizo una mueca.
– A mí nunca me gustó. Era tan quisquilloso. Todo tenía que estar exactamente como él quería. Cuando yo trabajaba allí siempre estaba criticándome porque no ordenaba los archivos a su manera. Yo le decía que la agencia era del señor Fepple y que el señor Fepple tenía todo el derecho del mundo a ordenar los archivos como él quisiera, pero el señor Hoffman me insistía para que yo los ordenase según su criterio, como si aquello fuese algo importantísimo. Se dedicaba a ventas pequeñas, pólizas para cubrir los gastos de entierro y ese tipo de cosas, pero actuaba como si estuviera asegurando al Papa -hizo un gesto ampuloso con el brazo, provocando que las motas de polvo salieran de nuevo disparadas en todas direcciones-. Pero ganaba mucho dinero con sus ventas -continuó diciendo-. Un dinero que, sin duda, el señor Fepple nunca ganó. El señor Hoffman tenía un Mercedes grande y un piso elegante en la zona del norte. Cuando le vi aparecer con aquel Mercedes, le dije al señor Fepple que debía de estar haciendo algún chanchullo con los seguros o que pertenecía a la mafia o algo así, pero el señor Fepple siempre revisaba al detalle todos los libros de contabilidad y nunca faltó dinero ni ninguna otra cosa. Con el paso del tiempo, el señor Hoffman se fue volviendo cada vez más raro, según me contaba mi marido. Volvió loca a la chica que me había sustituido después de nacer Howie, cuando ya tuve que quedarme en casa para cuidarlo. La chica decía que él siempre andaba de acá para allá con sus papeles, metiéndolos y sacándolos de los archivos. Creo que al final estaba un poco senil, pero el señor Fepple decía que no le hacía daño a nadie, que le dejasen ir a la oficina y revolver sus papeles.
– El señor Hoffman también tenía un hijo, ¿verdad? ¿El hijo de Hoffman y el suyo eran amigos?
– Oh, no, por Dios santo, su hijo empezó la universidad el año que Howie nació. No recuerdo siquiera si llegué a conocerlo. Pero el señor Hoffman siempre estaba hablando de él, diciendo que todo lo que hacía era por su hijo, claro que yo no debería burlarme porque a mí me pasaba exactamente lo mismo con Howie. Pero, de todas formas, aquello a mí no me cuadraba, todo aquel dinero que él podía gastarse en su hijo, mientras que el señor Fepple, que era el dueño de la agencia, no lo ganaba ni en broma. El señor Hoffman mandó a su hijo a estudiar a una de esas universidades importantes del este, una que sonaba como Harvard, pero que no era Harvard. Pero nunca oí que su hijo llegase muy lejos, a pesar de haber tenido una educación tan cara.
– ¿Y sabe qué ha sido de su vida? De la del hijo, quiero decir…
Negó con la cabeza.
– Oí que trabajaba como administrativo, o algo así, en un hospital, pero después de la muerte del señor Hoffman ya no volvimos a saber nada más de él. Tampoco conocíamos a nadie que lo conociese, me refiero a que no nos movíamos en los mismos círculos sociales.
– ¿Y su hijo no le habló últimamente de Hoffman? -le pregunté-. ¿No le mencionó algún problema con uno de sus antiguos clientes? Me pregunto, sobre todo, si le habría amenazado alguno de ellos o si no le habría hecho sentirse tan deprimido ante la situación del negocio que ya no veía salida a aquel atolladero.
Negó con la cabeza y comenzó a gimotear de nuevo al recordar los últimos días de su hijo.
– Pero si es justamente por eso por lo que no creo que se haya suicidado. Ay, estaba tan entusiasmado, tiene… Tenía ese entusiasmo que le entraba cuando se le ocurría alguna idea nueva. Dijo que por fin había entendido cómo Hoffman había hecho tanto dinero con su lista. Hasta llegó a pensar que podría regalarme un Mercedes, si me hacía ilusión. «Dentro de poco», decía. Bueno, ahora trabajo en las oficinas de Western Springs y supongo que ahí seguiré hasta que me jubile.
Aquella perspectiva era tan gris que casi me deprime a mí tanto como a ella. Le pregunté cuándo había sido la última vez que había visto a su hijo.
Las lágrimas le rodaban por las mejillas.
– El viernes por la mañana. Se estaba levantando en el momento en que yo me iba a trabajar. Me dijo que había quedado para cenar con un cliente, así que volvería tarde a casa. Después, como no llegaba, empecé a preocuparme. Me pasé todo el sábado llamando a la oficina, pero a veces va, iba, a esos campeonatos de pingpong que se celebran fuera de la ciudad. Pensé que igual se había olvidado de decírmelo. O que, tal vez, tenía una cita amorosa. En parte me lo sospechaba por el esmero con que se había vestido el viernes por la mañana. Siempre me digo, me decía, que ya no era ningún niño, aunque me resultaba difícil aceptarlo porque seguía viviendo aquí conmigo, en casa.
Intenté sonsacarle el nombre de algún cliente, pensando que, tal vez, Isaiah Sommers hubiese ido por allí y le hubiese amenazado. Pero, por más que le hubiese encantado culpar de la muerte de Howie a algún negro del South Side, Rhonda Fepple no pudo recordar que su hijo mencionase ningún nombre.
– Los agentes de policía que vinieron a hablar con usted esta mañana ni siquiera se preocuparon de revisar el cuarto de su hijo, ¿verdad? No, supongo que no, dado que están tan obcecados en su teoría del suicidio. ¿Puedo echar un vistazo?
Ella siguió sin pedirme ninguna identificación, pero me condujo hasta el final del pasillo, al cuarto de su hijo. Debía de haberle dejado el dormitorio principal cuando murió su marido, puesto que era una habitación grande, con una enorme cama de matrimonio y un pequeño escritorio.
El cuarto olía a sudor acre y a otras cosas que no quise ni pensar. La señora Fepple murmuró una especie de disculpa por la ropa sucia e intentó recoger algunas prendas del suelo. Se detuvo y paseó la mirada desde la camisa de lunares que tenía en la mano izquierda, al par de calzoncillos que tenía en la derecha, como si tratara de descifrar qué eran y, después, los volvió a dejar caer. A continuación se quedó allí de pie, mirándome como si yo fuese una pantalla de televisión, algo que apenas se movía y que ejercía sobre ella un efecto tranquilizador.
Revolví los cajones de la cómoda y del escritorio y encontré dos modelos antiguos de teléfonos móviles, una sorprendente colección de fotos porno que Fepple parecía haber impreso bajándolas de la Red, media docena de calculadoras rotas y tres paletas de pingpong, pero ningún tipo de documento. Revisé su armario e incluso miré debajo del colchón. Lo único que encontré fue otra colección porno, esta vez de revistas de hacía muchos años, de las que debió de haberse olvidado cuando aprendió a navegar por Internet.
Los únicos documentos relacionados con los seguros en aquel cuarto eran unos panfletos de la compañía que estaban apilados sobre el escritorio. Allí no había ninguna carpeta de Sommers ni ninguna agenda, igual que tampoco las había en su portafolios ni en su oficina. Tampoco había más hojas sueltas como la que yo había encontrado en el portafolios de Fepple esa misma mañana.
Saqué de mi portafolios una de las fotocopias que le hice a la página encontrada y se la enseñé.
– ¿Sabe qué es esto? Estaba en la oficina de su hijo.
La miró con la misma apatía con la que me había observado durante mi búsqueda.
– ¿Eso? No tengo ni idea.
En el momento en que me devolvía la hoja dijo que podría ser la letra del señor Hoffman.
– Apuntaba todo en unos libros de tapa de cuero que tenían su nombre impreso con letras doradas. Los llevaba cuando iba a visitar a sus clientes y hacía una marca cada vez que le pagaban, igual que en ese papel.
Dio unos golpecitos con el índice sobre las marcas que figuraban en el papel que le había enseñado.
– Un día me puse a mirar uno de sus libros mientras él estaba en el cuarto de baño y cuando salió y me vio se puso furioso; como si yo fuese una espía rusa buscando la fórmula de la bomba atómica… Como si yo entendiese algo de lo que él escribía.
– ¿Y cree que ésta es la letra de Hoffman?
Se encogió de hombros.
– Hace muchos años que no la veo, pero recuerdo que era toda apretujada, como ésta, difícil de entender, pero toda muy igualita, como si estuviese impresa.
Miré a mi alrededor, descorazonada.
– Esperaba encontrar alguna agenda. No había ninguna sobre el escritorio de la oficina de su hijo ni en su portafolios. ¿Sabe dónde apuntaba sus citas?
– Tenía uno de esos chismes de bolsillo, esas cosas electrónicas. Sí, como ésa -dijo cuando le enseñé mi agenda electrónica-. Si no la llevaba encima, debe de habérsela robado el que lo mató.
Lo cual quería decir que allí estaba registrada la cita con su asesino o que el que entró a robar lo mató y se llevó los objetos electrónicos fáciles de empeñar. Había dejado el ordenador, pero es que hubiese sido difícil llevárselo delante de las narices del guardia de seguridad. Le pregunté a la señora Fepple si la policía le había devuelto las pertenencias de su hijo, pero esos objetos formarían parte de las pruebas recogidas en la escena del crimen. Seguirían en poder de los técnicos hasta que la autopsia no les diera la prueba definitiva de que había sido un suicidio.
– ¿Pagaba el alquiler de la oficina todos los meses o era de su propiedad?
Pagaba alquiler. La señora Fepple accedió a prestarme una copia de la llave de la oficina, pero el solo hecho de pensar que tenía que meter en cajas todas aquellas carpetas para final de septiembre y que tenía que contactar con las diferentes compañías para traspasar a otra agencia las pólizas que todavía seguían vigentes, la hizo encogerse aún más dentro de su camisa amarilla.
– No sé qué me imaginé que me iba a decir usted, pero me da la impresión de que no va a encontrar al que lo mató. Tengo que acostarme. Todo esto me ha dejado completamente agotada. Creí que no iba a poder dejar de llorar, pero en realidad lo único que quiero es dormir.