En la guarida de la adivinadora del pensamiento
A la mañana siguiente, cuando por fin logré despertarme, me pesaba la cabeza porque había dormido mal y por la sensación que me habían dejado los sueños. En una ocasión leí que al año o año y medio después de perder a un ser querido, ya sólo soñamos con él como si estuviera en la flor de la vida. Supongo que de vez en cuando soñaré con mi madre tal y como era durante mi infancia, llena de vida y energía, pero anoche la vi en su lecho de muerte, con los párpados hinchados por la morfina y el rostro irreconocible porque la enfermedad la había dejado en los huesos. Lotty y mi madre están entremezcladas de tal modo en mi cabeza que era casi inevitable que la angustia de mi amiga invadiera mi sueño.
Morrell me dirigió una mirada interrogante cuando me incorporé en la cama. Había regresado a casa cuando yo ya me había ido a acostar, pero cuando entró en el cuarto no estaba dormida, sino dando vueltas en la cama. La proximidad de su partida le provocaba un nerviosismo casi febril. Hicimos el amor con una especie de energía frenética e insaciable, pero nos quedamos dormidos sin decir palabra. Al amanecer, Morrell recorrió la línea de mis pómulos con un dedo y me preguntó si era su partida lo que había perturbado mi sueño.
Esbocé una media sonrisa.
– Esta vez ha sido por cosas mías -le hice un breve resumen del día anterior.
– ¿Por qué no nos vamos a Michigan el fin de semana? -dijo él-. Los dos necesitamos un descanso. De todos modos, el sábado no puedes hacer nada y vamos a estar mejor el uno con el otro, lejos de toda esta gente. Quiero a Don como si fuese un hermano, pero es un poco demasiado tenerlo aquí justo ahora. Regresaremos el domingo a tiempo para ir al concierto de Michael y de Cari.
Los músculos se me relajaron de solo pensarlo y aquello hizo que empezara el día con energía redoblada, lejos de la que me había augurado mi atormentada noche. Después de pasar por casa y llevar a los perros a nadar al lago, me dirigí hacia la parte oeste del Loop, a La Mirada Fija, la tienda de cámaras y vídeos a la que recurro cuando necesito lo mejor de lo mejor. Le expliqué lo que quería a Maurice Redken, el técnico con el que suelo trabajar.
Vimos la cinta del programa del Canal 13 en uno de sus aparatos y observamos el rostro de Radbuka mientras relataba los tormentos de su vida. Cuando dijo: «Miriam, ¿dónde está Miriam? Quiero que venga Miriam», la cámara estaba enfocándole directamente a la cara. Congelé la imagen y le pedí a Maurice que me imprimiese esa toma y un par de primeros planos más. Esperaba que Rhea Wiell me presentase a Radbuka pero, si no lo hacía, aquellas fotos nos ayudarían a Mary Louise y a mí a encontrarlo.
Maurice prometió que me tendría las fotos de las imágenes seleccionadas y las tres copias del vídeo para última hora del día. Todavía no eran las diez y media cuando acabamos. Ya no tenía tiempo de pasarme por mi oficina antes de la entrevista de Don con Rhea Wiell pero, si no me entretenía, podía andar los tres kilómetros que había entre La Mirada Fija y Water Tower. Odiaba pagar las tarifas de aparcamiento de la zona de Gold Coast.
El centro comercial de Water Tower es la meca de las compras en la avenida Michigan norte. Un lugar en el que les gusta parar a los autobuses de turistas provenientes de los pueblos del Medioeste, al tiempo que es un oasis para los adolescentes. Después de abrirme paso entre chicas que llevaban camisetas muy cortas y piercings en el ombligo y entre mujeres que empujaban cochecitos de bebé caros llenos de paquetes, encontré a Don recostado junto a la entrada trasera. Estaba tan inmerso en su libro que no levantó la mirada cuantío me detuve junto a él. Incliné la cabeza para leer el título escrito | en el lomo: Manual básico de la inducción y sugestión por hipnosis.
– ¿Este manual explica cómo lo hace la señora Wiell? -le pregunté.
Parpadeó un par de veces y cerró el libro.
– Explica que sí es cierto que se puede acceder a los recuerdos bloqueados a través de la hipnosis. O por lo menos eso es lo que sostienen estos autores. Afortunadamente, yo sólo tengo que averiguar si podemos hacer un libro con Rhea Wiell que se pueda vender bien y no comprobar si su terapia es un timo. A ti te voy a presentar como a una investigadora que me va a ayudar a obtener datos históricos en caso de que la Wiell y el editor lleguen a un acuerdo. Puedes | preguntarle lo que quieras.
Miró el reloj y hurgó en el bolsillo superior de su chaqueta en busca de un cigarrillo. Aunque se había cambiado de atuendo y llevaba una camisa planchada y sin corbata y una chaqueta de tweed, seguía teniendo aspecto de estar medio dormido. Agarré el libro sobre inducción hipnótica mientras Don encendía su cigarrillo. En términos generales, parecía ser que la hipnosis se usaba principalmente de dos maneras: la hipnosis sugestiva ayudaba a la gente a abandonar malos hábitos y la hipnosis interior o exploratoria les ayudaba a comprenderse mejor a sí mismos. La recuperación de los recuerdos representaba una parte muy pequeña de la utilización de la hipnosis en una terapia.
Don apagó el extremo encendido de su cigarrillo y se guardó la colilla en el bolsillo.
– Es hora de irnos, señorita Warshawski.
Le seguí al interior del edificio.
– Este libro podría ayudarte a acabar con ese vicio tuyo tan caro.
– Si dejo de fumar no sabría qué hacer con las manos -me dijo, sacándome la lengua.
Nos metimos por detrás de un quiosco de revistas que había en la planta baja y entramos en una zona oscura donde estaban los ascensores que llevaban a la planta de oficinas. No es que la zona estuviese escondida, pero sí estaba lo suficientemente apartada del paso como para que las hordas consumistas no se colasen allí por equivocación. Me fijé en la lista de oficinas que figuraban en el tablero junto a los ascensores. Había cirujanos plásticos, endodoncistas, salones de belleza e incluso una sinagoga. ¡Vaya combinación tan rara!
– Llamé a la escuela Jane Addams como tú me sugeriste -dijo Don de repente en cuanto nos quedamos solos dentro del ascensor-. Al principio no pude dar con nadie que conociese a Rhea Wiell porque se licenció hace quince años. Pero cuando empecé a hablar de la hipnoterapia, la secretaria del Departamento se acordó de ella. En esa época estaba casada y usaba el apellido de su marido.
Salimos del ascensor y nos encontramos en un vestíbulo en el que confluían cuatro pasillos.
– ¿Y qué opinión tenían de ella en la Universidad de Illinois? -le pregunté.
Echó una hojeada a su agenda.
– Creo que es aquí. Noté ciertos celos, me dieron a entender que era una charlatana, pero cuando seguí hurgando me pareció que era debido a que había ganado muchísimo dinero como asistenta social, lo cual supongo que no les sucede a muchos.
Nos detuvimos frente a una puerta de madera clara en la que había una placa con el nombre de Rhea Wiell y su profesión. La idea de que aquella mujer pudiese leerme el pensamiento me hizo estremecer. Tal vez fuera capaz de saber más de mí que yo misma. ¿Sería así como empezaba la sugestión hipnótica? ¿Por el apremiante deseo de ser comprendido en profundidad?
Don empujó la puerta y entramos en un vestíbulo diminuto en el que había dos puertas cerradas y una abierta. Ésta conducía a una sala de espera en la que un cartel nos invitaba a sentarnos y a ponernos cómodos. También decía que apagásemos los teléfonos móviles y los buscas. Don y yo sacamos obedientemente nuestros móviles. Él apagó el suyo, pero el mío se había quedado otra vez sin batería sin haberme dado cuenta.
La sala de espera estaba decorada con tanto detalle que incluso había un termo con agua caliente y una selección de diversas infusiones. Una música New Age tintineaba a un volumen muy bajo y unas mullidas sillas se encontraban colocadas delante de una pecera de un metro y medio de altura que estaba empotrada en la pared de enfrente. Los peces parecían subir y bajar al ritmo de la música.
– ¿Cuánto crees que habrá costado toda esta decoración? -preguntó Don mientras investigaba adonde conducían las otras dos puertas. Una resultó ser la del cuarto de baño y la otra estaba cerrada con llave.
– No lo sé. El montaje habrá costado una pasta, pero mantenerlo no puede costar mucho. A no ser por el alquiler, claro. A ti te mantendrá despierto la nicotina, pero a mí estos peces me están dando sueño.
– Ahora sentirás mucho sueño, Vic, y cuando abras los ojos… -dijo Don, riéndose.
– En realidad no es así, aunque la gente al principio siempre se pone nerviosa y se imagina que es como lo hacen en la televisión -la puerta que estaba cerrada con llave se había abierto y Khea Wiell había aparecido por detrás de nosotros.
– Ustedes vienen de la editorial, ¿verdad?
Parecía más pequeña en persona que en la televisión, pero su rostro transmitía la misma serenidad que a través de la pantalla. Estaba vestida igual que en la tele, con una ropa suave que flotaba como la de un místico hindú.
Don asintió con la cabeza, de un modo desenvuelto, y nos presentó.
– Vic puede ayudarnos a recabar información en caso de que usted y yo decidamos trabajar juntos.
Rhea Wiell se hizo a un lado para dejarnos entrar en su despacho. También éste estaba pensado para hacer que nos sintiéramos cómodos, con un sillón de respaldo abatible, un diván y la silla de su escritorio, todos tapizados de un color verde suave. Detrás del escritorio estaban colgados sus diplomas: el título de la Escuela de Asistencia Social Jane Addams, un certificado del Instituto Americano de Hipnosis Clínica y su licencia del estado de Illinois que la acreditaba como asistenta social especializada en psiquiatría.
Yo me senté en el borde del sillón abatible mientras que Don se instaló en el diván. Rhea Wiell se sentó en su silla y cruzó suavemente las manos sobre su regazo. Parecía Jean Simmons en Elmer Gantry.
– Cuando la vi la otra noche en el Canal 13, me di cuenta de inmediato de que usted tenía una importante historia que contar, usted y Paul Radbuka -dijo Don-. Con seguridad usted también habrá pensado en escribir un libro, ¿verdad?
Rhea Wiell esbozó una leve sonrisa.
– Por supuesto que me gustaría. Si vio usted el programa completo, se habrá dado cuenta de que en algunos círculos no se comprende mi trabajo. Sería muy útil un libro que valorara de manera favorecedora la recuperación de los traumas bloqueados. Y la historia de Paul Radbuka es suficientemente inusual y suficientemente importante como para hacer que la gente considere el tema con la seriedad que se merece.
Don se inclinó hacia delante y apoyó la barbilla sobre los dedos de sus manos entrelazados.
– Yo soy un neófito en el tema. La primera vez que oí hablar del asunto fue anteanoche. He estado estudiando como un loco, me he leído un manual sobre sugestión hipnótica y unos cuantos artículos sobre usted, pero no cabe la menor duda de que sigo sin tener ni idea.
Ella asintió con la cabeza.
– La hipnosis no es más que una parte de un enfoque terapéutico global y despierta una gran controversia porque es algo que la gente no entiende demasiado bien. El terreno que abarca la memoria, lo que recordamos, cómo lo recordamos y por qué lo recordamos, que tal vez sea lo más interesante, es algo que todavía continúa siendo un enigma. La investigación me parece apasionante pero no soy una científica y no tengo ninguna intención de dedicar mi tiempo a un trabajo experimental más profundo.
– ¿Su libro se centraría exclusivamente en Paul Radbuka? -pregunté.
– Desde, que Don (espero que no te importe que te llame por tu nombre de pila) me llamó ayer, he estado dándole vueltas al tema y creo que también debería referirme a otros casos para demostrar que mi trabajo con Paul no ha sido, ¿cómo decirlo?, ese tipo de tratamiento pirata que les gusta denunciar a los psicólogos de la Fundación Memoria Inducida.
– ¿Cuál te parece que debía ser el tema central del libro? -preguntó Don tanteándose el bolsillo de la chaqueta con gesto pensativo, para acabar sacando un bolígrafo en lugar del cigarrillo a medio fumar.
– Demostrar que podemos confiar en nuestros recuerdos. Exponer la diferencia entre los recuerdos inducidos y los auténticos. Anoche, cuando acabé de trabajar, estuve revisando las fichas de mis pacientes y encontré muchos cuyas historias serían ejemplos decisivos. Tres padecían una amnesia total sobre su infancia cuando comenzaron la terapia. Uno tenía memoria parcial y otros dos tenían lo que consideraban una memoria continuada, aunque la terapia les desveló aspectos nuevos. En cierto modo, es más apasionante desvelar recuerdos para alguien que tiene amnesia total, pero es mucho más difícil llenar los espacios vacíos y verificar lo que recuerdan aquellas personas que todavía conservan algunas cosas en la memoria.
Don la interrumpió para preguntarle si existía algún modo de verificar la autenticidad de los recuerdos desvelados durante el tratamiento. Pensé que Rhea Wiell se pondría a la defensiva, pero respondió con mucha calma.
– Por eso he seleccionado estos casos en particular. Porque todos cuentan con, al menos, otra persona, algún testigo de esas infancias, que puede corroborar aquello que ha aflorado durante la terapia. En algunos casos se trata de un hermano o una hermana. En otro, de una asistente social; y en los otros dos contamos con sus maestras de la escuela primaria.
– Tendríamos que conseguir autorizaciones por escrito -Don estaba tomando notas-. De los pacientes y de los que corroboran las historias. Los testigos.
Ella volvió a asentir con la cabeza y añadió:
– Por supuesto que se ocultarían sus nombres reales, no sólo para protegerlos a ellos sino también para proteger a sus familiares y colegas que podrían verse perjudicados por sus relatos. Pero sí, conseguiremos las autorizaciones por escrito.
– ¿Esos otros pacientes son también sobrevivientes del Holocausto? -me aventuré a preguntar.
– Ayudar a Paul ha sido un privilegio increíble -una sonrisa le iluminó el rostro con una especie de éxtasis gozoso, tan intenso, tan íntimo, que instintivamente me eché para atrás en mi asiento para alejarme de ella-. No cabe duda de que la mayoría de mis pacientes se enfrentan a traumas terribles, pero todos dentro del contexto de nuestra cultura. Conseguir que Paul llegase a ese punto, al punto de ser un niño pequeño que hablaba un alemán entrecortado con sus pobres compañeritos de juego en un campo de concentración, fue la experiencia más impresionante de mi vida. Ni siquiera sé cómo vamos a hacer para poder reflejarlo por escrito -se miró las manos y añadió con voz quebrada-. Creo que hace poco recuperó un fragmento de sus recuerdos en el que era testigo de la muerte de su madre.
– Intentaré hacerlo lo mejor posible -dijo Don en voz baja. También él se había apartado de Rhea Wiell.
– Ha dicho que pensaba ocultar la identidad real de las personas -dije-. Entonces, ¿Paul Radbuka no es un nombre real?
El éxtasis se borró del rostro de Rhea Wíell y fue reemplazado otra vez por su pátina de calma profesional.
– Él es el único que parece que no tiene ningún familiar vivo que pueda verse afectado por sus revelaciones. Además, está tan orgulloso de su identidad recientemente recuperada que sería imposible persuadirles para que usase un nombre falso.
– Así que ¿ya se lo has consultado? -preguntó Don con cierta ansiedad-. ¿Está dispuesto a participar en nuestro proyecto?
– No he tenido tiempo de hablarlo con ninguno de mis pacientes -contestó sonriendo levemente-. Después de todo, me comunicaste la idea ayer. Pero sé lo entusiasmado que está Paul. Ésa es la razón por la que insistió en intervenir en la conferencia de la Birnbaum a principios de esta semana. Además, creo que haría cualquier cosa para apoyar mi trabajo, puesto que le ha cambiado su vida tan | radicalmente.
– ¿Cómo fue como recordó el nombre de Radbuka? -pregunté-. Si fue criado por un padre adoptivo desde la edad de cuatro años y arrancado desde la tierna infancia de su familia… ¿Tengo I bien los datos?
Rhea Wiell me miró moviendo la cabeza de un lado a otro.
– Espero que su papel no sea el de intentar tenderme trampas, señora Warshawski. Si es así, tendré que descartar a Envision Press y buscarme otra editorial. Paul encontró unos papeles en el escritorio de su padre -de su padre adoptivo, quiero decir- y a partir de ellos logró dar con su verdadero apellido.
– No intentaba tenderle ninguna trampa, señora Wiell. Pero no hay duda de que el libro tendría más fuerza si pudiésemos corroborar la identidad de Radbuka. Y existe una remota posibilidad de que yo pueda encontrar a alguien que la corrobore. Para ser franca, tengo unos amigos que viajaron a Inglaterra desde Europa Central gracias al kindertransport, en los meses previos al comienzo de la guerra. Parece ser que una de las personas de su círculo de amigos íntimos en Londres se apellidaba Radbuka. Si resultase que es familiar de su paciente, sería algo importantísimo, tanto para él como para mis amigos, que perdieron a tantos parientes.
Se le volvió a iluminar el rostro con aquella sonrisa embelesada.
– ¡Ah! Si usted pudiese presentarle a sus parientes, eso sería un regalo del cielo para Paul. ¿Quiénes son esas personas? ¿Viven en Inglaterra? ¿Cómo los ha conocido?
– Conozco a dos de ellos que viven aquí, en Chicago. El tercero es un músico que ha venido de Londres de visita durante unos días. Si pudiese hablar con su paciente…
– Primero tengo que consultárselo -me interrumpió-. Y tendría que saber cuál es el nombre de sus amigos antes de hacerlo. No me gusta parecer desconfiada, pero la Fundación Memoria Inducida ya me ha tendido demasiadas trampas.
Entorné los ojos intentando leer entre líneas. ¿Aquella paranoia era producto de tantas escaramuzas con Arnold Praeger o de una prudencia justificada?
Antes de poder decidirlo, Don dijo:
– Max no tendrá ningún problema en que des su nombre, ¿no te parece, Vic?
– ¿Max? -gritó Rhea Wiell-. ¿Max Loewenthal?
– ¿Lo conoces? -preguntó Don de nuevo antes de que yo pudiera responderle.
– Fue uno de los que hablaron en la mesa redonda sobre los esfuerzos de los sobrevivientes por rastrear los destinos de sus familias y por saber si tenían valores y dinero bloqueados en bancos alemanes o suizos. Paul y yo asistimos a su conferencia: esperábamos conseguir nuevas ideas sobre posibles pistas para dar con su familia. Si Max es amigo suyo estoy segura de que a Paul le encantaría hablar con él. Nos pareció un hombre extraordinario, amable y comprensivo, pero a la vez seguro de sí mismo y con gran preparación intelectual.
– Es una buena descripción de su personalidad -dije-, pero hay que agregar que es muy celoso de su vida privada. Le molestaría muchísimo que Paul Radbuka se pusiera en contacto con él sin que yo hubiese tenido la oportunidad de hablar antes con el señor Radbuka.
– Puede estar segura de que comprendo el valor de la intimidad de las personas. La relación con mis pacientes sería imposible si yo no protegiera su intimidad -Rhea Wiell me sonrió con el mismo tipo de sonrisa dulce y obstinada que le había dirigido a Arnold Praeger en la televisión la otra noche.
– Entonces, ¿podríamos organizar una cita con su paciente en la que pudiese hablar con él antes de presentárselo a mis amigos? -intenté hablar sin que en mi voz se trasluciese ninguna irritación, pero sabía que no podía competir con su tono beatífico.
– Antes de hacer nada, tendré que hablar con Paul. Estoy segura de que comprende que, si actuara de otro modo, estaría violando mi relación con él -escribió el nombre de Max en su agenda junto a la cita de Paul Radbuka. Su escritura cuadrada, como si fuera letra de imprenta, era fácil de leer al revés.
– Por supuesto que lo comprendo -dije con toda la paciencia que pude-. Pero no puedo permitir que Paul Radbuka se presente ante el señor Loewenthal como caído del cielo convencido de que son parientes. De hecho, no creo que el señor Loewenthal sea parte de la familia Radbuka. Si antes yo pudiese hacerle algunas preguntas a Paul se podría evitar que todos nos pusiéramos nerviosos.
Negó con la cabeza con determinación: no entregaría a Paul a alguien como yo, una extraña sin cualificación alguna.
– Ya sea el señor Loewenthal o su amigo músico el que forme parte de su familia, le puedo asegurar que lo trataré con la mayor simpatía. Y lo primero es hablar con Paul para que me dé permiso para hablar con ellos. ¿Cuánto tiempo estará en Chicago su amigo músico?
A esas alturas yo ya no quería decirle nada más sobre ningún conocido mío, pero Don contestó:
– Creo que dijo que se marcharía el lunes a la costa Oeste.
Después me quedé callada y enfurruñada mientras Don le pedía a Rhea Wiell que le explicara en detalle cómo funcionaba la hipnosis y cómo la utilizaba ella (con moderación y sólo después de que sus pacientes se sienten capaces de confiar en ella). Luego Don le habló del tipo de controversia que probablemente despertaría el libro.
– A nosotros nos viene muy bien la controversia -dijo Don, sonriendo con aire cómplice-, porque permite que el libro tenga una difusión en los medios de comunicación que, de otra forma, no podríamos pagar. Pero a ti… es posible que no te interese atraer ese tipo de atención hacia tu persona y tu trabajo.
Ella le devolvió la sonrisa.
– Al igual que vosotros, a mí también me viene bien la publicidad, aunque por razones diferentes. Quiero que el mayor número posible de gente comprenda cómo bloqueamos los recuerdos, cómo los recuperamos y cómo podemos lograr liberarnos gracias a ese proceso. La Fundación Memoria Inducida ha hecho muchísimo daño a personas que sufren traumas. Yo carecía de los medios para aclarar la verdad ante el gran público. Este libro sería para mí una enorme ayuda.
Una campanita cristalina, como la de un templo japonés, tintineó sobre su mesa.
– Bueno, tendremos que dejarlo por ahora. Tengo otro paciente y necesito tiempo para prepararme para la sesión.
Le entregué una tarjeta mía y le recordé que quería un encuentro previo con Paul Radbuka. Me estrechó la mano con frialdad, aunque apretándola levemente como para demostrarme su buena voluntad. A Don, además, le dijo que, si quería, podía ayudarle a dejar de fumar.
– La mayor parte de mi trabajo con hipnosis se desarrolla en el terreno de la autoexploración, pero también trabajo a veces en el dominio de los hábitos.
Don se rió.
– Espero que trabajemos juntos durante el próximo año. Si decido que ya estoy preparado para abandonar el cigarrillo, dejaremos el manuscrito a un lado y me tumbaré en ese diván.