Capítulo 12

El genio de la máquina de pinball

Primero fui dando botes hasta el edificio de Ajax en Adams. Durham sólo había conseguido reunir a unos pocos manifestantes. La mayoría de la gente no tiene tiempo para manifestaciones en mitad de la jornada laboral. El propio Durham encabezaba la marcha, rodeado de miembros de su agrupación OJO, que miraban a los peatones con el gesto hosco de los hombres que están preparados para lanzarse a la lucha en cuanto se les ordene. Detrás de ellos había un grupito de predicadores y dirigentes del South y West Side, seguidos por el consabido puñado de concienciados estudiantes universitarios. Gritaban: «Justicia ya», «No a las torres de oficinas levantadas sobre los huesos de los esclavos» y «No a las indemnizaciones a los negreros». Me puse a andar junto a uno de los estudiantes, que me recibió como si fuese una conversa de su causa.

– No sabía que Ajax se hubiese beneficiado tanto con la esclavitud -dije.

– No es sólo eso, ¿es que no te has enterado de lo que pasó ayer? Mandaron a un detective a esa pobre mujer que acababa de perder a su marido. Resulta que la compañía cobró su seguro de vida y después, así como así, dicen que fue la viuda la que lo cobró y le envían a un detective para acusarla justo en mitad del funeral.

– ¿Qué? -exclamé.

– Es asqueroso, ¿verdad? Toma, aquí lo tienes con más detalle -me dio un panfleto. Inmediatamente vi que aparecía mi nombre escrito en él.

AJAX, ¿NO TIENES PIEDAD?

WARSHAWSKI, ¿NO TIENES VERGÜENZA?

BIRNBAUM, ¿NO TIENES COMPASIÓN?

¿Dónde está el óbolo de la viuda? Gertrude Sommers, una mujer temerosa de Dios, una mujer que va a la iglesia, una mujer que paga sus impuestos, que perdió a su hijo y después perdió a su marido, ¿debe perder también su dignidad?

La compañía aseguradora Ajax se quedó el importe del seguro de vida de su marido hace diez años. La semana pasada, cuando él murió, enviaron a su diligente detective, V. I. Warshawski, para acusar a la hermana Sommers de haber robado el dinero. La avergonzaron en mitad del funeral, delante de sus amigos y de sus seres queridos.

Warshawski, todos tenemos que ganarnos la vida de alguna forma pero ¿tienes que hacerlo a costa de los pobres? Ajax, enmienda tu error. Págale su óbolo a la viuda. Repara el daño que has hecho a los nietos de los esclavos. Birnbaum, devuelve el dinero que amasaste con Ajax a costa de los esclavos. Que no haya indemnizaciones a las víctimas del Holocausto hasta que no se haga lo mismo con toda la comunidad afroamericana.

Sentía cómo me subía la sangre a la cabeza. No me extrañaba que Ralph estuviese furioso, pero ¿por qué tenía que tomarla conmigo? No era a él a quien estaban difamando. Estuve a punto de salirme de la fila y saltar encima del concejal Durham pero, justo a tiempo, me imaginé la escena en televisión: unos chicos de OJO forcejeando conmigo mientras yo gritaba improperios, el concejal moviendo la cabeza de un lado a otro, más con un gesto de pena que de ira y soltando algún discurso moralista ante las cámaras.

Echa una furia, me quedé observando a Durham mientras el círculo de manifestantes me fue arrastrando hasta llegar a su altura.

Era un hombre grande, de espaldas anchas, con una chaqueta de pata de gallo color negro y habano que parecía hecha a medida, por la perfección con la que el estampado se alineaba con las costuras que se ajustaban al cuerpo sin ninguna arruga. El rostro le resplandecía de entusiasmo, enmarcado por sus patillas de hacha.

Ya que no podía darle una bofetada, doblé el panfleto, lo metí en mi bolso y bajé corriendo por Adams hacia mi coche. Hubiese sido más rápido llamar un taxi, pero necesitaba descargar mi ira físicamente. Cuando llegué a Canal Street, las plantas de los pies me dolían de tropezar con las tapas de las bocas de riego de las aceras. Tuve suerte de no haberme torcido un tobillo. Me detuve junto a mi coche jadeando y con la garganta seca.

Mientras recuperaba mi pulso normal, me pregunté de dónde habría sacado dinero Bull Durham para hacerse la ropa a medida. ¿No le estaría pagando alguien para que acosase a Ajax y a los Birnbaum, por no hablar de mí misma? Por supuesto que todos sus esbirros tendrían miles de maneras, perfectamente legales, de meter la mano en la caja. Estaba tan furiosa con él que estaba dispuesta a creerme lo peor.

Necesitaba un teléfono y necesitaba agua. Mientras buscaba una tienda donde pudiese comprar una botella, pasé junto a una de telefonía móvil. Me compré otro cargador para enchufar en el coche. Mi vida sería más fácil si aquella tarde me mantenía conectada.

Antes de meterme en la autopista para ir a ver a mi cliente -ex cliente- llamé a Mary Louise al número privado de mi oficina. Estaba furiosa, y con razón, por haberla dejado aguantando la vela. Le expliqué lo que me había sucedido y le leí el panfleto de Bull Durham.

– ¡Por Dios bendito! ¡Qué cara tiene! ¿Y qué vas a hacer?

– Empezaré haciendo un comunicado. Algo que diga, más o menos:

En su afán de sacar tajada política de la pérdida que ha sufrido Gertrude Sommers, el concejal Durham ha pasado por alto algunas cosas, incluyendo los propios hechos. Cuando el marido de Gertrude Sommers murió la semana pasada, la funeraria Delaney la humilló suspendiendo el funeral en el preciso instante en que tomaba asiento en la capilla. Actuaron así porque el seguro de vida de su marido ya había sido cobrado unos años antes. La familia contrató a la detective V. I. Warshawski durante un breve espacio de tiempo para investigar los hechos. Contrariamente a lo que sostiene el concejal Durham, la compañía de seguros Ajax no contrató a Warshawski. Warshawski no estuvo en el funeral de Aaron Sommers y no vio ni conoció a la desdichada viuda hasta una semana más tarde. Así que es imposible que Warshawski pudiese interrumpir el funeral tal y como sostiene el concejal. Puesto que el concejal Durham se equivoca por completo en cuanto a la verdadera relación de Warshawski con este caso, ¿no habría que poner también en tela de juicio sus otras declaraciones?

Mary Louise volvió a leerme el texto. Corregimos un par de cosas y ella quedó en enviarlo por teléfono o por correo electrónico a los periodistas que habían estado llamando. Les diría a Beth Blacksin o a Murray que si querían hablar conmigo en persona que pasasen por mi oficina alrededor de las seis y media, aunque era probable que a esa hora, si hacían lo mismo que los demás medios de comunicación de Chicago, se encontrasen apostados delante de las casas de los diferentes miembros de la familia Birnbaum, con la esperanza de poder abordarlos.

Un policía dio unos golpecitos a mi parquímetro e hizo un comentario desagradable. Arranqué y empecé a bajar por Madison hacia la autopista.

– ¿Sabes a qué se refiere el panfleto de Durham cuando habla de Birnbaum? -me preguntó Mary Louise.

– Parece ser que Ajax asegura a los Birnbaum desde 1850. Parte de las grandes propiedades de Birnbaum provienen de negocios en el sur. Los ejecutivos de Ajax están indignados intentando averiguar cómo ha obtenido Durham esa información.

Mientras entraba lentamente en la autopista me alegré de haber comprado el agua. Hoy en día parece que el tráfico sólo fluye sin problemas entre las diez de la noche y las seis de la mañana. A las dos y media de la tarde los camiones que se dirigían al sur por la autopista Ryan formaban una compacta muralla. Le dije a Mary Louise que esperase al otro lado de la línea mientras deslizaba mi Mustang entre un camión de dieciocho ruedas de la UPS y otro largo, de plataforma, que transportaba algo parecido a la bobina de un reactor.

Antes de colgar, le pedí que me averiguase la dirección y número de teléfono de Amy Blount.

– Envíamelos al teléfono de mi coche, pero no la llames. Todavía no sé si quiero hablar con ella.

El camión de plataforma que tenía detrás dio un bocinazo que me hizo saltar del asiento: me había distraído y había dejado un hueco como de unos tres coches por delante de mí. Avancé a toda prisa.

Mary Louise añadió:

– Antes de que cuelgues: he localizado a los hombres que trabajaban con Aaron Sommers en los desguaces South Branch. Los que, al igual que el señor Sommers, compraron seguros de vida a Rick Hoffman.

El ataque personal de Durham me había borrado de la cabeza todos los asuntos del día anterior. Me había olvidado de decirle a Mary Louise que mi cliente me había despedido, por lo que ella había continuado con la investigación y había encontrado a tres de los cuatro hombres que todavía estaban vivos. Les dijo que estaba realizando una investigación independiente para la compañía con el fin de verificar la calidad de los servicios y convenció a los asegurados de que llamasen a la Agencia Midway. Los hombres le confirmaron que sus pólizas no presentaban ningún problema; Mary Louise también lo había comprobado con la agencia. El tercer hombre había muerto hacía ocho años. Ajax había pagado su entierro sin ningún inconveniente. Fuera cual fuese el fraude cometido, no se trataba de un saqueo sistemático de aquellas pólizas en particular por parte de la Midway o de Hoffman. Aunque a esas alturas, era algo que a mí ya no me interesaba. De todas formas le agradecí a Mary Louise su gran esfuerzo, puesto que había hecho muchísimas cosas en tan sólo una mañana, y después concentré toda mi atención en el tráfico.

Cuando me metí por Stevenson, mi velocidad se parecía más a la de una tortuga después de tomarse un Valium que a la de una bola de pinball. La mitad de los carriles estaban cerrados por culpa de una obra que lleva así tres años. La autopista Stevenson es el acceso a la zona industrial por el sudoeste de la ciudad y siempre tiene un tráfico de camiones muy denso. Entre las obras y la hora punta, acabamos todos avanzando a duras penas a quince kilómetros por hora.

Cuando llegué a Kedzie me alegré de abandonar la autopista y de meterme en el laberinto de fábricas y de solares de desguace que se levanta junto a ella. A pesar de que hacía un día claro, allí abajo, entre las fábricas, el aire se tornaba gris azulado a causa del humo. Pasé junto a descampados llenos de coches oxidados, solares en los que se hacían motores fueraborda, una fábrica de encofrados y una montaña de sal amarillenta, un mal presagio del invierno que se avecinaba. Las calles estaban llenas de baches. Conduje con cuidado porque mi coche era demasiado bajo como para que el eje pudiese sobrevivir a un agujero profundo. Los camiones me adelantaban dando saltos e ignorando alegremente toda señal de tráfico.

A pesar de tener un buen plano me perdí un par de veces. Cuando entré dando tumbos en el aparcamiento de Ingeniería Docherty eran las tres y cuarto, es decir, quince minutos después de que terminase el turno de Isaiah Sommers. El acceso estaba cubierto de grava y tenía tantos baches, por culpa de los camiones pesados, como las demás calles circundantes. Cuando me bajé del Mustang, un camión de catorce ruedas rugía en un muelle de carga.

Era mi tarde de suerte, parecía que los del turno de siete a tres estaban marchándose justo en ese momento. Me recosté en mi coche y observé a los hombres que iban saliendo poco a poco por una puerta lateral. Isaiah Sommers apareció en medio de aquel éxodo. Iba hablando y riendo con otros dos hombres con una despreocupación que me cogió por sorpresa. Cuando le conocí me pareció una persona retraída y hosca. Esperé a que se despidiera de un compañero de trabajo, dándole unos golpecitos en la espalda, y a que se encaminase a su camión, antes de enderezarme y seguirle.

– ¿Señor Sommers?

La sonrisa se esfumó y su rostro recuperó la misma expresión cautelosa que yo le había visto la otra noche.

– Ah, es usted. ¿Qué es lo que quiere?

Saqué el panfleto de mi bolso y se lo di.

– Ya veo que el camino que tomó le ha llevado directamente hasta el concejal Durham. Aunque hay varios errores de hecho, está teniendo un gran impacto en la ciudad. Estará usted contento.

Leyó el panfleto con la misma concentración y lentitud con la que había leído mi contrato.

– ¿Y bien?

– Sabe a la perfección que yo no estaba presente en el funeral de su tío. ¿Le dijo a Durham que yo estaba allí?

– Quizá se equivocó al unir las piezas de la historia pero, sí, sí que hablé con él. Le dije que usted había acusado a mi tía -avanzó el mentón con gesto amenazador.

– No he venido hasta aquí a jugar a «él dijo» y «ella dijo», sino para saber por qué ha hecho algo tan insólito como ponerme en la picota, en lugar de intentar resolver las cosas entre nosotros en privado.

– Mi tía no tiene dinero ni contactos ni ninguna otra forma de desquitarse cuando viene alguien como usted y la acusa injustamente.

Varios hombres pasaron junto a nosotros y nos miraron con curiosidad. Uno de ellos saludó a Sommers. Él le devolvió el saludo con la mano, pero siguió mirándome con gesto enfadado.

– Su tía se siente estafada y necesita echarle la culpa a alguien, así que me la está echando a mí. Hace unos diez años alguien cobró el cheque de la póliza utilizando el nombre de su tía y con un certificado de defunción que declaraba que su tío estaba muerto. Una de dos: o lo hizo su tía o lo hizo otra persona. Pero era su nombre el que aparecía en el cheque. Tenía que preguntárselo. Usted me ha despedido, así que ya no haré más preguntas, pero ¿no le intriga saber cómo ha llegado ese nombre hasta ese cheque?

– Fue la compañía. Fue la compañía la que lo hizo y después la contrató a usted para tendernos una trampa e incriminarnos, como dice aquí -señaló el panfleto, pero su voz no sonaba muy convencida.

– Es una posibilidad -admití-. Es una posibilidad que la compañía lo haya hecho. Pero, claro, eso nunca lo sabremos.

– ¿Y por qué no?

Sonreí.

– Yo no tengo ninguna razón para investigarlo. Puede contratar a otra persona para que lo haga, pero le costará una fortuna. Claro que es más fácil andar lanzando acusaciones a diestro y siniestro que investigar los hechos. Últimamente parece ser la forma en que los estadounidenses lo resolvemos todo: buscando un chivo expiatorio en lugar de investigar los hechos.

Su rostro contraído era un fiel reflejo de su confusión. Le saqué el panfleto de las manos y me encaminé hacia mi coche. El teléfono, que había dejado conectado al cargador, estaba sonando. Era Mary Louise para darme los datos de Amy Blount. Los apunté rápidamente y arranqué el coche.

– ¡Espere! -gritó Isaiah Sommers.

Dio un apretón de manos a alguien que se había detenido a saludarlo y se acercó corriendo hasta mi coche. Lo puse en punto muerto y levanté la mirada hacia él, con las cejas arqueadas y el rostro inexpresivo.

Buscó un momento las palabras y luego me soltó:

– ¿Y usted qué piensa?

– ¿Sobre qué?

– Ha dicho que existía la posibilidad de que fuese la compañía la que hubiera cobrado la póliza. ¿Lo piensa de verdad?

Apagué el motor.

– Para serle sincera, no. No le digo que sea imposible: yo trabajé una vez en una demanda por fraude contra esa compañía, pero era con otro equipo directivo, que tuvo que dimitir cuando la noticia salió a la luz. El asunto implicaría que tendría que haber habido connivencia entre alguien dentro de la compañía y el agente de seguros, ya que fue la agencia la que depositó el cheque, pero el jefe de reclamaciones no puso ningún reparo en enseñarme el expediente -es verdad que Rossy había dado más de una vuelta para evitar que pudiese examinar todo el expediente, pero sólo hacía cuatro meses que Edelweiss se había hecho con Ajax, así que no me parecía probable que participara en un fraude organizado por Ajax-. El candidato más probable es el agente de seguros -continué diciendo-. Lo cierto es que, aunque ninguna de las otras pólizas que Hoffman vendió en la empresa donde trabajaba su tío fue cobrada de un modo fraudulento, el cheque se pagó a través de Midway. También lo pudo haber cobrado su tío, por razones que nunca sabrá o que podría llegar a ser muy doloroso conocer. O algún otro miembro de la familia. Y antes de que desenvaine la espada y salga corriendo hacia el teléfono más cercano para llamar a Bull Durham, le diré que no creo que haya sido su tía, no lo creo después de haber hablado con ella. Pero yo investigaría en esos dos lugares: en su familia o en la agencia. Si tuviese que investigarlo.

Aporreó el techo de mi coche en un ataque de frustración. Era un hombre bastante fuerte, así que mi coche se zarandeó un poco.

– Mire, señora Warashki. Ya no sé a quién hacerle caso o a quién creer. Mi mujer pensaba que yo tenía que hablar con el concejal Durham. Camilla Rawlings, la señora que me dio su nombre en un principio, ya me echó la bronca por haberla despedido, ella dice que tengo que hacer las paces con usted. Pero ¿a quién tengo que creer? El señor Durham dice que él tiene pruebas de que la compañía aseguradora ha logrado grandes beneficios gracias a la esclavitud y que esto no es más que otra de sus maniobras ilícitas y, sin ánimo de ofenderla, siendo usted blanca, ¿cómo iba usted a entenderlo?

Bajé del coche para que él no tuviese que seguir inclinado y para que a mí no me diese una contractura en el cuello de tanto mirar hacia arriba.

– Señor Sommers, jamás llegaré a entenderlo totalmente, pero sí que intento escuchar con imparcialidad para comprender todo aquello que se me dice. Me doy cuenta de que el asunto de su tía se ha visto complicado por la historia estadounidense. Si quiero preguntarle cómo es que su nombre llegó hasta ese cheque, entonces usted, su esposa y su tía me ven como una mujer blanca que está confabulada con la compañía para estafarles. Pero si me pusiera a gritar a coro con usted, ¡compañía encubridora!, ¡fraude!, cuando no tengo ninguna prueba que demuestre esas acusaciones, entonces no serviría como detective. Mi única premisa es atenerme a la verdad, hasta donde me sea posible. No es una decisión fácil, a veces pierdo clientes como usted. También perdí a un hombre fantástico, que era el hermano de Camilla. No siempre acierto, pero no tengo más remedio que atenerme a la verdad o si no acabaré zarandeada como una hoja a merced del viento que sople.

Me llevó mucho tiempo reponerme de mi separación con Conrad Rawlings. Amo a Morrell, es un gran tipo, pero Conrad y yo sintonizábamos de una manera que sólo se da una vez en la vida.

Sommers tenía el rostro distorsionado por la tensión.

– ¿Reconsideraría la posibilidad de volver a trabajar para mí?

– Podría hacerlo. Aunque voy a tener que andarme con pies de plomo.

Asintió con la cabeza, demostrando una especie de compungida comprensión y luego me soltó:

– Siento mucho que Durham haya mezclado los hechos. Es verdad que tengo algunos primos, sobre todo uno, que podrían haber hecho algo así. Pero es doloroso, ¿me entiende?, muy doloroso, dejar en evidencia a mi familia de ese modo. Y, si resulta que fue mi primo Colby, bueno, ¡qué demonios!, entonces sí que no volveré a ver ese dinero nunca más. Me quedaré sin el dinero del funeral y sin el que tendré que pagarle a usted por sus honorarios y además habré humillado a mi familia públicamente.

– Es un grave problema, pero en eso yo no puedo aconsejarle.

Cerró los ojos con fuerza durante un momento.

– ¿Todavía queda…, todavía me debe algo de tiempo por los quinientos dólares que le he pagado?

Le quedaba como una hora y media antes de que Mary Louise comprobase lo de los hombres que trabajaban en los desguaces South Branch. Para cualquier trabajo que hiciera a partir de ese momento ya tendría que volver a poner el contador en marcha.

– Le queda como una hora -dije con brusquedad, al tiempo que me maldecía a mí misma.

– ¿Podría…, podría averiguar algo sobre el agente de seguros en sólo una hora?

– ¿Y usted va a llamar al señor Durham y decirle que ha cometido un error? Tengo una entrevista de prensa a las seis y media y no me gustaría mencionar su nombre, ya que estoy trabajando para usted.

Tomó aire.

– Lo llamaré, ya que usted va a hacer algunas averiguaciones sobre la agencia de seguros.

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