Capítulo 42

La tormenta perfecta de Lotty

Miré por la ventana de la cocina hacia el jardín, ya a oscuras. La misma persona que había disparado a Paul tenía que haber sido la que había entrado en casa de Rhonda Fepple. Ellos -¿o debería decir ella, Use Wólfin?- había o habían matado a Fepple. Y no le mataron por el expediente de Sommers, sino por otra razón muy diferente: para conseguir el fragmento de página de los cuadernos de contabilidad de Ulrich Hoffman que yo había encontrado en el portafolios de Fepple y, después, habían ido como locos por todo Chicago buscando el resto de los libros.

Howard Fepple, encandilado con el paso que iba a dar y que habría de convertirle en un hombre rico, había ido a extorsionar justo a quien habría de ser su asesino. Negué con la cabeza, sin poder creérmelo. Fepple no sabía nada de los cuadernos de Hoffman. Estaba entusiasmado con algo que vio en la póliza de Sommers. Estaba encantado, le había dicho a su madre que le iba a comprar un Mercedes, había descubierto cómo Rick Hoffman había hecho su dinero con aquella lista de clientes de mierda. Su entusiasmo no tenía nada que ver con los cuadernos de contabilidad.

Oí voces airadas a mis espaldas, un portazo en la puerta principal y el ruido de un motor al arrancar.

¿Podía ser algo tan sencillo? ¿Podía haber sido Paul HoffmanRadbuka el que había matado a Fepple? Tal vez estuviese lo suficientemente perturbado como para imaginar que Fepple formaba parte del Einsatzgruppe de su padre. Pero, entonces, ¿quién le había disparado a Paul? No lograba que las cosas encajaran. Una cobaya sobre una ruedecita, girando y girando. ¿Qué sería lo que había descubierto Fepple y que yo no captaba? ¿O qué papel había visto y se había llevado su asesino? Los papeles secretos de Paul, que yo pensaba que lo aclararían todo, sólo habían servido para dejarme aún más confusa.

Retrocedí a un asunto previo. En el trozo de página del cuaderno de Ulrich que había encontrado en el portafolios de Fepple había un Aaron Sommers. ¿Era el tío de mi cliente o había habido dos Aaron Sommers, uno judío y otro negro?

Connie Ingram había hablado con Fepple. Eso era un hecho. Aunque nunca hubiera ido a visitarlo, había hablado con él. El había escrito su nombre en su agenda electrónica. ¿No habría ido a la oficina de Fepple por orden de Ralph? Descarté la idea. ¿Se lo habría ordenado Rossy? Si le enseñase una hoja de los cuadernos de contabilidad de Ulrich a Connie Ingram, ¿me diría si había visto algo parecido dentro de la carpeta de Sommers que tenía Fepple?

Regresé a la sala. Lotty se había marchado.

– Cada vez que la veo está más rara -se quejó Cari-. Se quedó mirando esa fotografía donde el loco ese había escrito en rojo que Sofie Radbuka era su madre y que estaba en el cielo, soltó un discurso melodramático y se marchó.

– ¿Adonde?

– Decidió ir a visitar a la psicóloga, a Rhea Wiell -dijo Max-. Francamente, creo que ya es hora de que alguien hable con esa mujer. Quiero decir que, aunque ya sé que tú lo has intentado, Victoria, Lotty puede hacerle frente desde un punto de vista profesional.

– ¿Ha ido Lotty a intentar hablar con Rhea esta misma noche? -pregunté-. Creo que es un poco tarde para hacer una visita profesional. Y la dirección de su casa no figura en la guía telefónica.

– La doctora Herschel iba a pasar por su clínica -dijo Tim desde el rincón donde había estado observándonos en silencio-. Ha dicho que allí tenía una especie de guía para profesionales en la que podría venir la dirección particular de la señora Wiell.

– Supongo que sabrá lo que hace -dije, haciendo caso omiso del comentario desdeñoso de Cari-. He de decir que me encantaría presenciar ese enfrentamiento: la Princesa de Austria contra la Delicada Florecilla. Yo apuesto por Rhea, porque tiene ese tipo de miopía que constituye la mejor armadura… Max, ahora mismo te dejo tranquilo. Sé que, aunque la mala fortuna de Paul te esté brindando un respiro, has tenido una semana larga y difícil. Pero quería preguntarte una cosa sobre las abreviaturas que aparecen en estos libros. A ver, ¿dónde están? Quería que vieses… -mientras le hablaba, estaba revolviendo los papeles que estaban sobre la mesita.

– Lotty se los ha llevado -dijo Cari.

– No es posible. No puede haberlo hecho. Esos cuadernos de contabilidad son cruciales.

– Pues habla con ella, entonces… -dijo Cari, encogiéndose de hombros con total indiferencia, y se sirvió otra copa de champán.

– ¡Oh, diablos! -empezaba a ponerme de pie para salir corriendo detrás de Lotty, cuando me acordé de la bolita de pinball yendo de un lado a otro y volví a sentarme. Aún tenía las fotocopias que había hecho de algunas páginas de los libros. Aunque hubiera preferido que Max estudiase los originales, tal vez las copias le sirviesen para sacar algo en limpio.

Sostuvo las fotocopias y Cari se inclinó a mirar por encima de su hombro. Max negó con la cabeza.

– Victoria, no olvides que no hemos leído ni escrito el alemán con regularidad desde que teníamos diez años. Estas anotaciones crípticas pueden significar cualquier cosa.

– ¿Y los números? Si la teoría de esa joven historiadora, de que esto pertenecía a una especie de asociación judía, es correcta, ¿los números podrían referirse a algo en especial?

Max se encogió de hombros.

– Son cifras demasiado altas para referirse a miembros de una familia y demasiado bajas para ser cifras financieras. Y, de todos modos, varían mucho. Tampoco pueden ser números de cuentas bancadas, tal vez sean números de las cajas de seguridad.

– ¡Ay, todo es una gran incógnita! -tiré los papeles sobre la mesa con una gran frustración-. ¿Lotty ha dicho alguna otra cosa? Quiero decir, aparte de que iba a su clínica, ¿ha dicho si estas anotaciones le sugerían algo? Después de todo aparece el apellido Radbuka, que es el que ella conocía.

Cari hizo un gesto de desdén.

– No, sólo le ha dado uno de esos ataques histriónicos tan suyos. Se pone a chillar dando vueltas por toda la sala, como sí tuviera la misma edad mental que Calía.

Fruncí el ceño.

– ¿De verdad que no sabes quién era Sofie Radbuka, Cari?

Me miró con frialdad.

– Ya dije todo lo que sabía el fin de semana pasado. No tengo por qué seguir hablando de mi vida privada.

– Aunque Lotty hubiese tenido un amante que se apellidara así, cosa que no creo, o por lo menos no creo que fuese alguien por quien dejase sus estudios de medicina para irse al campo, ¿por qué le iba a atormentar de ese modo y le iba a poner tan nerviosa ver ese nombre después de tantos años?

– Lo que ocurre en su cabeza me resulta tan impenetrable como…, como lo que ocurre en la de ese perro de juguete de Calia. Cuando era joven creía entenderla, pero un buen día se fue sin despedirse ni darme ninguna explicación. Y eso que habíamos sido amantes durante tres años.

Me volví, con un gesto de impotencia, hacia Max.

– ¿Ha dicho algo cuando vio el apellido en el libro o sólo se levantó y se fue?

Max tenía la mirada fija en un punto delante de él y no me miró.

– Quería saber si alguien pensaba que ella necesitaba ser castigada y, si así fuera, por qué no se daban cuenta de que la autotortura era la forma más exquisita de castigo que pueda concebirse, puesto que nunca se puede separar a la víctima del verdugo.

El silencio que sobrevino fue tal que podíamos oír las olas del lago Michigan rompiendo al otro lado del parque. Recogí mis papeles con cuidado, como si fuesen huevos que pudiesen romperse con un descuido y me puse de pie para marcharme.

Max me acompañó hasta el coche.

– Victoria, Lotty se está comportando de un modo que me es imposible de entender. Nunca la había visto así, excepto, quizás, nada más acabar la guerra, pero, bueno, entonces todos estábamos… Sufrimos tantas pérdidas… ella, yo, Cari, mi querida Teresz. Estábamos todos destrozados, así que tampoco había nada en Lotty que me llamase la atención. Para todos nosotros, ésas son como las heridas que duelen cada vez que hace mal tiempo, por expresarlo de algún modo.

– Me lo puedo imaginar -le dije.

– Sí, pero no era eso lo que quería decirte. Son cosas de las que Lotty nunca ha hablado en todos estos años. Siempre se obligó a concentrar todas sus energías en el trabajo que tenía por delante. No es que no hable de ello hoy en día, ahora que estamos todos inmersos en nuestro presente y en nuestro pasado inmediato, es que no lo ha hecho nunca.

Dio un golpe en el techo de mi coche, desconcertado, perplejo ante la reticencia de Lotty. El ruido fuerte y seco contrastó de un modo desagradable con su suave tono de voz.

– Nada más acabar la guerra la gente estaba como en estado de shock e incluso algunos tenían una sensación de vergüenza por tantos y tantos muertos. La gente, o al menos los judíos, no hablaban de ello en público: no íbamos a ir de víctimas, suplicando por las mesas migajas de compasión. Pero los que sobrevivimos a la muerte, ¡ah!, llorábamos en la intimidad. Pero Lotty, no. Estaba petrificada. Supongo que fue por eso por lo que se puso tan enferma el año que dejó a Cari. Cuando regresó del campo, el invierno siguiente, ya venía imbuida de ese dinamismo que no habría de abandonarla nunca. Hasta ahora. Hasta que apareció ese tal Paul, sea cual sea su apellido.

»Mira, Victoria, nunca pensé que volvería a enamorarme después de perder a Teresz. Y menos, de Lotty. Ella y Cari habían sido pareja, y una pareja muy apasionada, además. Yo también seguía un poco en el pasado y seguía viéndola como la novia de Cari, a pesar de llevar tantos años separados. Pero nos fuimos acercando, como ya habrás notado. Nuestro amor por la música, su forma de ser tan apasionada y la mía, tan calmada. Parecía que nos complementábamos el uno al otro. Pero ahora… -no supo cómo acabar la frase y, al final, terminó diciendo-: Si no regresa pronto, si no regresa a su estado emocional anterior, quiero decir, nos habremos perdido el uno al otro para siempre. Y yo ya no puedo soportar más pérdidas de amigos de mi juventud.

No esperó a que le contestase, sino que se dio la vuelta y entró en la casa. Yo regresé al centro conduciendo con suma prudencia.

Sofíe Radbuka. «Es probable que no hubiera podido salvarle la vida», me había dicho Lotty. ¿Era una prima que había muerto en la cámara de gas y cuyo lugar en el tren a Londres había ocupado Lotty? Puedo imaginarme cómo le atormentaría la culpa si hubiese sido así: sobrevivir a expensas de alguien. Y eso explicaría su comentario sobre la autotortura que les había hecho a Max y a Cari antes de irse.

Iba por la carretera zizagueante que pasa junto al Cementerio del Calvario, cuyos mausoleos separan Evanston de Chicago, cuando me llamó Don Strzepek.

– Vic, ¿dónde estás?

– Entre los muertos -contesté con tono sombrío-. ¿Qué pasa?

– Vic, tienes que venirte hasta aquí. Tu amiga la doctora Herschel está armando un escándalo realmente vergonzoso.

– ¿Dónde es «aquí»?

– ¿Qué quieres decir con «dónde es…»? ¡Ah! Te estoy llamando desde casa de Rhea. Ella acaba de marcharse al hospital.

– ¿La doctora Herschel le ha pegado una paliza? -intenté que el ansia no se reflejara en mi voz.

– Por favor, Vic, esto es realmente serio. No te lo tomes a broma y presta atención. ¿Sabías que hoy le han disparado a Paul Radbuka? Rhea se enteró a mitad de la tarde y está muy afectada. En cuanto a la doctora…

– ¿Lo han matado? -lo interrumpí.

– Ha tenido una suerte increíble. Alguien entró en su casa y le disparó al corazón, pero el médico le dijo a Rhea que habían usado una pistola con un calibre tan pequeño que la bala se ha alojado en el corazón sin llegar a matarlo. Yo no lo he entendido bien, pero parece que a veces ocurre. Aunque parezca increíble, se espera que se recupere totalmente. De todos modos, la doctora Herschel consiguió hacerse con unos papeles de Paul… -se detuvo en seco, al caer en la cuenta-. ¿Sabes tú algo de eso?

– ¿Los cuadernos de contabilidad de su padre? Sí, estuvimos mirándolos en casa de Max Loewenthal. Sabía que la doctora Herschel se los había llevado consigo.

– ¿Y cómo llegaron a manos de Loewenthal?

Me detuve en una parada de autobús de Sheridan Road para poder concentrarme en la conversación.

– Tal vez Paul se los llevara para que Max pudiese entender por qué él insistía en que estaban emparentados.

Oí cómo encendía un cigarrillo, la forma rápida en que aspiraba el humo.

– Según Rhea, Paul los guardaba bajo llave. Eso no quiere decir que ella haya estado en su casa, cuidado, pero él le describió su escondite. Le llevó los libros a Rhea para enseñárselos pero no hubo manera de que se los dejase ni siquiera durante un día, y eso que confía totalmente en ella. Dudo de que se los haya prestado a Loewenthal.

Un autobús se detuvo junto a mí. Uno de los pasajeros que bajaba me golpeó el capó del coche furioso.

– ¿Por qué no me cuentas qué pasó? -le pregunté-. ¿Dónde le ha sucedido? ¿Es que algún paciente del Beth Israel se hartó de las manifestaciones de Posner y abrió fuego?

– No, fue en su casa. Ahora está bastante atontado por la anestesia, pero lo que le ha dicho a la policía y a Rhea es que una mujer llamó a su puerta y dijo que quería hablar con él sobre su padre. Su padre adoptivo.

Lo interrumpí.

– Don, ¿sabe quién lo disparó? ¿Puede describir a esa persona? ¿Está seguro de que es una mujer?

No contestó de inmediato. Parecía molesto.

– La verdad es que él…, o sea, bueno, está un poco confuso. La anestesia le está produciendo algunas alucinaciones y dice que fue alguien llamado Use Wólfin, la Loba de las SS. Pero ahora eso no tiene importancia. Lo que importa es que la doctora Herschel llamó a Rhea y le dijo que tenía que hablar con ella, que Paul era un desequilibrado peligroso si de verdad creía que aquellos papeles probaban que él era un Radbuka, y que de dónde se había sacado la idea de que Sofie Radbuka era su madre. Por supuesto que Rhea se negó a recibirla. Así que la doctora Herschel le dijo que iba a ir al Misericordioso Amor de María para hablar con Paul en persona.

»¿Te lo puedes creer? -continuó diciendo con el tono de voz una octava más alto por la indignación-. El tipo tiene suerte de estar vivo. Acaba de salir del quirófano. ¡Demonios! Ella es cirujana, lo debería saber. Rhea ha salido para allá para intentar detenerla, pero tú eres amiga de toda la vida de la doctora Herschel, ella te hará caso. Vete a detenerla, Warshawski.

– Me hace mucha gracia que me pidas algo así, Don. Llevo una semana pidiéndole a Rhea que use su influencia con Paul Hoffman, que supongo que es su verdadero nombre, y ella ha estado evitándome como si yo tuviese una enfermedad contagiosa. Así que ¿por qué habría de ayudarla yo ahora?

– Compórtate como un adulto, Vic. No estamos jugando. Si no quieres evitar que la doctora Herschel haga el ridículo, por lo menos deberías evitar que haga algún daño serio a Paul.

Un policía me hizo una señal con los faros. Arranqué el Mustang, doblé la esquina y aparqué junto a una pizzería Giordano, donde había un grupo de adolescentes fumando y bebiendo cerveza. Una mujer de pelo negro y corto pasó caminando con un yorkshire, que se abalanzó furioso sobre los bebedores de cerveza. Observé cómo cruzaban Sheridan Road antes de retomar la conversación.

– Te veré en el hospital. Lo que vaya a decirle a Lotty dependerá de lo que esté haciendo cuando lleguemos. Pero a ti te van a encantar los cuadernos de Ulrich Hoffman. Están realmente en clave y, si es verdad que Rhea los descifró, no sé qué hace perdiendo el tiempo con la psicología. Debería trabajar para la CÍA.

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