Capítulo 32

El cliente en chirona

Mi rostro reflejado en el espejo del ascensor tenía un aspecto salvaje y descuidado, como si hubiera pasado años en la selva, lejos de todo contacto con los seres humanos. Me pasé un peine por mi abundante cabellera con la esperanza de que mis ojeras fueran un mero efecto de la luz.

Saqué un billete de diez dólares de mi cartera y me lo coloqué doblado en la palma de la mano. Cuando llegué al vestíbulo del edificio, le dediqué al portero una sonrisa que pretendía ser encantadora e hice un comentario sobre el tiempo.

– Está agradable para esta época del año -dijo, coincidiendo con mí comentario-. ¿Necesita un taxi, señora?

Le dije que no iba lejos y añadí:

– Espero que no sea difícil conseguir taxis más tarde, porque me da la impresión de que los demás invitados de los Rossy están dispuestos a quedarse toda la noche.

– Ah, sí. Sus fiestas son muy cosmopolitas. La gente suele quedarse hasta las dos o las tres de la madrugada.

– La señora Rossy es una mujer que se preocupa mucho por sus hijos. Creo que mañana le va a resultar difícil levantarse a la vez que ellos -comenté al recordar la forma en que los había abrazado y besado antes de que se fueran a la cama.

– No, si es la niñera quien los lleva al colegio, pero si quiere saber mi opinión, serían más felices si se preocupara menos por ellos. Al menos, el niño. Siempre está tratando de que no le abrace tanto en público. Supongo que el chico ha visto que en los colegios estadounidenses las madres no abrazan a sus hijos ni están todo el tiempo arreglándoles la ropa.

– Es una dama que tiene una forma de hablar muy suave, sin embargo me da la impresión de que es ella quien lleva las riendas allí arriba.

Le abrió la puerta a una señora mayor que salía con un perrito, al tiempo que le comentaba lo bonita que estaba la noche para dar un paseo. El perrito enseñó los dientes bajo una mata de pelo blanco.

– ¿Va a trabajar con ellos? -me preguntó cuando se habían marchado.

– Oh, no. No. Tengo negocios con el señor Rossy.

– Estaba a punto de decirle que yo no trabajaría allí arriba ni por todo el oro del mundo. La señora tiene una visión muy europea de lo que debe ser el servicio, incluyéndome a mí. Para ella yo soy como un mueble que le consigue taxis. Según he oído, la del dinero es ella. El señor se casó con la hija del jefe y todavía hoy sigue bailando al ritmo que le marca la familia. Bueno, eso es lo que he oído.

Soplé un poquito más la brasa.

– Pero supongo que debe de ser bueno trabajar con ella porque, si no, Irina no se hubiese venido desde Italia para seguir a su servicio.

– ¿De Italia? -preguntó mientras le abría la puerta a una pareja de adolescentes, aunque con ellos no habló-. Irina es polaca. Con toda probabilidad está aquí de manera ilegal. Todo el dinero que gana se lo manda a su familia en Polonia, como casi todos los inmigrantes. No, lo que la señora trajo de Italia fue una niñera para que cuidase a los niños y para que no olvidaran el italiano mientras estaban aquí. Una estirada que no te da ni la hora -añadió con aire resentido. Cotillear sobre los jefes es lo que convierte un trabajo aburrido en interesante.

– Entonces, ¿las dos chicas viven aquí? Así, por lo menos, Irina puede dormir un poco más después de trabajar hasta tan tarde como esta noche.

– ¿Está de broma? Ya le he dicho que para la señora Rossy los criados son eso, criados. Da igual a que hora se marchen los invitados, el señor está siempre a las ocho en pie para ir a trabajar y créame que no es la señora la primera en levantarse para ocuparse de que le sirvan el desayuno como a él le gusta.

– Ya sé que reciben mucho en casa. Esperaba encontrarme con el concejal Durham en la cena, puesto que ha estado aquí más temprano. O con Joseph Posner -deposité con disimulo el billete de diez sobre la mesa de mármol donde tenía las pantallas del circuito cerrado para vigilar los ascensores y la calle.

– ¿Posner? Ah, se refiere al judío -el portero se metió el billete de diez en el bolsillo con toda naturalidad sin siquiera detenerse a tomar aire-. No creo que la señora les dejase sentarse a ninguno de ellos a su mesa. Alrededor de las seis y media llegó ella a toda velocidad, hablando por el teléfono móvil. Supongo que con el señor, porque hablaba en italiano. Entonces colgó y se volvió hacia mí. Nunca grita pero, da igual, te da a entender perfectamente que está muy, pero muy cabreada: «Mi marido ha invitado a unas personas con las que tiene negocios esta noche por asuntos de trabajo. Vendrá un hombre negro. Hágale esperar en el vestíbulo hasta que llegue mi marido. Yo no puedo atender a un desconocido mientras me arreglo para recibir a mis invitados». Con eso quería decir maquillarse y esas cosas.

– Así que el señor Rossy esperaba la visita del concejal Durham. ¿Y no había invitado también a Posner?

El portero negó con la cabeza.

– Posner se presentó de improviso y tuvimos un enfrentamiento a gritos cuando no le dejé subir solo. El señor Rossy dijo que le recibiría cuando se marchase el concejal, pero Posner sólo estuvo arriba unos quince minutos.

– Así que Posner se habrá quedado bastante disgustado porque le dedicaran tan poco tiempo, ¿no?

– Oh no, el señor Rossy es un buen tipo, no como la señora. Él siempre tiene tiempo para hacer una broma o dar una propina, al menos cuando ella no está mirando. Aunque es normal que, si tienen un pastón, te suelten un dólar de vez en cuando, sobre todo si uno se va a la carrera hasta la esquina de Belmont para conseguirles un taxi. En fin, que el señor Rossy se las arregló para tranquilizar al judío en quince minutos. Aunque yo no puedo soportar cuando van disfrazados, ¿y usted? En este edificio tenemos un montón de judíos y van tan normalitos como usted y como yo. ¿Para qué se ponen ese sombrero y esa bufanda y todo eso?

Un taxi que paró delante del portal me salvó de tener que responder. El portero salió disparado en cuanto bajó del taxi una mujer con varias maletas enormes. Me pareció que ya había averiguado bastante, aunque no todo lo que quería. Salí a la vez que él y crucé la calle rumbo a mi coche.

Fui a casa por Addison, intentando encontrarle una lógica a todo aquello. Rossy había invitado a Durham. ¿Antes de la manifestación? ¿Después de regresar de Springfield? Y, por lo que fuera, Posner se había enterado y había seguido a Durham hasta la casa. Donde Rossy disipó sus enfurecidas sospechas.

Yo no sabía nada en concreto de la codicia de Durham, aunque estaba claro que su sueldo de concejal no le daría para comprar comida, después de pagar aquellos trajes tan caros. Pero casi todos los políticos de Chicago tienen su precio y, por lo general, no es demasiado alto. Probablemente Rossy habría invitado a Durham a su casa para sobornarlo. Pero ¿qué le habría podido ofrecer a Posner para quitarse a un fanático como él de encima?

Era casi medianoche cuando pude encontrar un lugar para aparcar en una de las calles laterales, cerca de mi casa. Yo vivía a cinco kilómetros del edificio de los Rossy en dirección oeste. Cuando me mudé, aquél era, sobre todo, un barrio tranquilo de clase obrera, pero últimamente habían abierto tal cantidad de boutiques y restaurantes de moda que incluso a aquellas horas de la noche era una pesadez conducir por allí. Un autobús que viró con brusquedad delante de mí en Wrigley Field me apartó de mis pensamientos y me hizo concentrarme en el tráfico.

A pesar de ser tan tarde, mi vecino y los perros todavía estaban despiertos. El señor Contreras debía de estar esperándome sentado junto a su puerta, porque, nada más entrar en mi casa, apareció con Mitch y Peppy. Los perros dieron vueltas sin cesar por el diminuto vestíbulo, mordiéndome suavemente para demostrarme que estaban enfadados por mi larga ausencia.

El señor Contreras se sentía solo y abandonado, igual que yo. Aunque estaba agotada, saqué a los perros a correr un rato alrededor de la manzana y después me senté con el viejo en su atiborrada cocina. Estaba bebiendo grappa. Yo preferí una infusión de manzanilla con un chorrito de coñac. El esmalte de la cocina estaba todo levantado y la única decoración era un calendario de la Human Society en el que se veía a una carnada de cachorritos. El coñac era barato y fuerte, pero me sentía más cómoda allí que en el recargado salón de los Rossy.

– ¿Morrell se ha ido hoy? -me preguntó el viejo-. Me imaginé que estarías triste. ¿Va todo bien?

Solté un gruñido impreciso, pero al final acabé contándole en detalle cómo había encontrado el cuerpo de Fepple, la historia de la familia Sommers, la desaparición del dinero, de los documentos y la fiesta de aquella noche. Se enfadó porque no le había contado antes lo de Fepple -«Después de todo, bonita, estabas conmigo en la cocina cuando dieron la noticia por la radio»- pero, después de refunfuñar un poco, me dejó continuar con mis historias.

– Estoy cansada. No puedo pensar con claridad. Pero tengo la sensación de que en la cena de esta noche todo estaba cuidadosamente orquestado -le dije-. En aquel momento me dejé llevar por la conversación, pero ahora me parece que eran ellos los que me conducían y me acorralaban para que hablase de algo concreto. Aunque no sé si lo que les interesaba era el descubrimiento del cuerpo de Fepple o lo que había visto en la carpeta de Sommers.

– O ambas cosas -sugirió mi vecino-. Tú dijiste que el nombre de esa chica del Departamento de Reclamaciones estaba en el ordenador del agente de seguros, pero ella dice que nunca estuvo allí. Puede que sí haya estado. Puede que estuviera después de que lo matasen y que tenga miedo de decirlo.

Deslicé los dedos entre las sedosas orejas de Peppy.

– Es posible. Y en ese caso puedo entender que Ralph Devereux intentara protegerla, pero la verdad es que no veo que sea algo que pueda interesarle demasiado a Rossy o a su mujer. No tanto como para invitarme a cenar e intentar sonsacarme información. Me dijo que lo hacía porque su mujer estaba muy sola y quería que yo hablase italiano con ella, pero estaba rodeada de amigos o, en cualquier caso, de aduladores, y no me necesitaba para nada, excepto para sacarme información.

Fruncí el ceño mientras le daba vueltas al asunto y continué:

– Deben de haberse enterado de la aparición del cuerpo de Fepple y Rossy me llamó para ver qué sabía yo, pero no entiendo por qué. A no ser que en la compañía estén mucho más preocupados por la reclamación de Sommers de lo que están dispuestos a admitir. Lo cual significa que podría ser la punta de un iceberg espantoso que no estoy viendo.

»Fue una invitación tan de última hora -continué diciendo- que me pregunto si los actores ya estaban invitados o los reunieron en aquel instante, sabiendo que harían bien su papel. Sobre todo Laura Bugatti, la mujer del agregado cultural italiano. Era la que hacía de ingenua entusiasta.

– ¿Y eso qué es?

– Pues, la típica cabeza hueca, un poco fuguillas, capaz de preguntar las cosas más tremendas como si no se diera cuenta de lo que estaba diciendo. Aunque puede que sea así de verdad. Lo cierto es que todos me hicieron sentirme torpe y vulgar, hasta la estadounidense que estaba allí, una escritora bastante estirada. Espero no haberme gastado nunca ni un centavo en un libro suyo. Era como si me hubiesen invitado para que fuera la diversión de la noche. Como si fuese un espectáculo en el que yo era la protagonista, pero la única que no conocía el guión.

– Yo no sé si el dinero puede comprar o no la felicidad, pero una cosa sí que sé, cielo, y es que el dinero no puede comprar el carácter. Cosa que tú tienes diez veces más que cualquier grupo de ricachones que te invite a cenar para tirarte de la lengua.

Le di un beso en la mejilla y me levanté. Tenía demasiado sueño para pensar y, más aún, para hablar. Con la misma rigidez que el viejo, subí las escaleras para irme a la cama y me llevé a Peppy conmigo: las dos necesitábamos un poco de mimo esa noche.

La luz de mi contestador automático estaba parpadeando. Me encontraba tan agotada que pensé en escuchar los mensajes al día siguiente, pero entonces me acordé de que podía haberme llamado Morrell. Y, en efecto, el primer mensaje era suyo, diciéndome que me echaba de menos, que me quería, que estaba muerto de cansancio pero, al mismo tiempo, tan nervioso que no podía dormir. «Yo también», le contesté, y rebobiné la cinta una y otra vez para escuchar su voz.

El segundo mensaje era de mi servicio de contestador para decir que Amy Blount había llamado dos veces: «Está enfadada e insiste en que te pongas en contacto con ella de inmediato, pero no ha dicho por qué». ¿Amy Blount? Ah, sí, la joven que había escrito sobre la historia de los ciento cincuenta años de Ajax.

De inmediato, decía, pero no en aquel preciso momento, a la una de la madrugada después de una jornada que había durado veinte horas. Apagué el contestador automático, me quité el traje de chaqueta y me tiré en la cama sin quitarme la blusa ni los pendientes de brillantes en forma de lágrima que fueron de mi madre.

Por primera vez desde hacía más de una semana, dormí toda la noche de un tirón. Me despertó Peppy, dándome unos golpecitos con el hocico, poco después de las ocho. Me dolía la oreja derecha, porque había dormido de ese lado y se me había clavado el pendiente de mi madre. El izquierdo se me había caído entre las sábanas. Revolví toda la cama hasta que lo encontré y después guardé los dos pendientes en mi caja fuerte, al lado de la pistola. Los brillantes de mi madre y la pistola de mi padre. Quizás la escritora amiga de Fillida Rossy pudiese hacer un poema con aquello.

Mientras dormía, mi servicio de contestador y Mary Louise me habían dejado más mensajes diciendo que Amy Blount había vuelto a llamar y que quería hablar conmigo. Gruñí y fui a la cocina a preparar café.

Me senté en el porche trasero con un expreso doble entre las manos, mientras Peppy se dedicaba a olfatear el patio, y allí me quedé hasta que me sentí lo suficientemente despierta como para estirar mis agarrotadas articulaciones. Por fin, después de hacer todos mis ejercicios, incluyendo una carrera de ida y vuelta hasta el lago de siete kilómetros, con los perros protestando porque les hacía ir demasiado deprisa, volví a conectarme con el mundo exterior.

Llamé a Christie Weddington, de mi servicio de contestador.

– Vic, Mary Louise ha estado intentando localizarte, además de un montón de gente. Amy Blount volvió a llamar y también una tal Margaret Sommers.

Margaret Sommers. La esposa de mi cliente, la que creía que yo iba a estafar o a destruir a su marido. Anoté los datos de las llamadas y le dije a Christie que me pasara las que fuesen urgentes al teléfono móvil. Me llevé el inalámbrico a la cocina para prepararme el desayuno mientras hablaba con Margaret Sommers. Llamé a su oficina, donde me dijeron que se había marchado a casa por un problema familiar. Fui al salón a mirar el número de su casa en mi agenda electrónica.

Contestó nada más sonar el teléfono, gritándome:

– ¿Qué le ha dicho a la policía de Isaiah?

– Nada -aquel ataque inesperado me tomó por sorpresa-. ¿Qué le ha pasado?

– Está mintiendo, ¿verdad? Esta mañana han ido a buscarlo al trabajo y se lo han llevado detenido, delante de sus compañeros. Dijeron que tenían que hablar con él de Howard Fepple. Dígame, ¿quién iba a mandarle la policía a mi marido, aparte de usted?

¿Por qué no me habría quedado en la cama?

– Señora Sommers, yo no he hablado con la policía de su marido. Y no tengo ni idea de lo que ha pasado esta mañana. Si quiere que hablemos de ello, empiece por el principio, sin lanzarme acusaciones infundadas. ¿Lo han detenido? ¿O sólo se lo han llevado a una comisaría para interrogarlo?

Estaba furiosa y muy alterada, pero hizo un esfuerzo y se tragó sus insultos. Isaiah la había llamado desde el trabajo para decirle que se habían presentado unos policías y que lo iban a arrestar por el asesinato de Fepple. No sabía el número de la comisaría, pero era la que quedaba en la Veintinueve y Prairie. Ella ya había estado allí y no la habían dejado ver a Isaiah.

– ¿Ha hablado con alguno de los detectives que le está interrogando? ¿Sabe cómo se llaman?

Eran dos y ella se había quedado con sus nombres a pesar de que se habían portado como si fuesen los amos del universo y no tuviesen por qué darle ninguna explicación.

Ninguno de los dos nombres me sonaba.

– Pero ¿no le dijeron nada? ¿Por qué habían detenido a su marido, por ejemplo?

– Ay, se comportaron de una forma muy grosera. Los hubiera matado y me habría quedado tan a gusto. Me trataban como si estuviesen de cachondeo. «¿Qué pasa? ¿Tienes ganas de quedarte por aquí y chillarnos un poco, cariño? Podríamos encerrarte en la celda de al lado y oír cómo os inventáis unas cuantas mentiras entre los dos.» Eso fue exactamente lo que me dijeron.

Pude imaginarme la escena a la perfección, así como la impotencia y la furia que habría sentido Margaret Sommers.

– Pero… lo tienen que haber detenido por algún motivo. ¿Pudo averiguarlo?

– Ya se lo he dicho. Porque usted habló con ellos.

– Sé que todo esto tiene que haberla afectado mucho -le dije amablemente-. Y entiendo que esté furiosa. Pero intente pensar en algún otro motivo porque, de verdad, señora Sommers, yo no le he dicho nada a la policía de su marido. Sobre todo, porque no tenía nada que decirles.

– ¿Qué? ¿Me va a decir que no les dijo que estuvo el sábado en la oficina de Fepple?

Sentí un escalofrío.

– ¿Estuvo allí? ¿Fue a la oficina de Fepple? ¿Y por qué? ¿Y cuándo?

Fuimos para atrás y para adelante hasta que, por fin, pareció aceptar que yo no sabía nada de todo aquello. Ella había convencido a Isaiah de que fuese a ver a Fepple en persona, según acabé enterándome. Eso era lo que había pasado, pero Margaret intentaba hacerme creer que había sido por culpa mía: ellos no confiaban en mí porque yo no estaba haciendo nada, lo único que hacía era tratar de quedar bien con los de la compañía de seguros. Margaret había hablado con el concejal y éste le había sugerido que hablasen con Fepple. Así que, como Isaiah no quería llamarle para pedir una cita, lo hizo ella desde su oficina el viernes por la tarde.

– ¿El concejal? -le pregunté-. Déjeme adivinar a qué concejal se refiere…

– Al concejal Durham, por supuesto. Como el primo de Isaiah forma parte del movimiento OJO, siempre ha sido muy amable con nosotros. Pero Fepple dijo que no podíamos ir el viernes porque tenía toda la tarde ocupada. Intentó que fuésemos más adelante, pero yo le dije que nosotros trabajábamos todos los días de la semana, que no éramos profesores universitarios para poder andar entrando y saliendo libremente de nuestros trabajos. Se comportó como si yo estuviera pidiéndole que me diese un millón de dólares pero, al final, dijo que si yo iba a armar tanto escándalo por una cosa así e iba a llamar al concejal, como amenacé que iba a hacer, que fuésemos a verle el sábado por la mañana. Así que mi marido y yo fuimos juntos en el coche. Ya estoy cansada de que todo el mundo le tome el pelo a Isaiah. Cuando llamamos a la puerta, no contestó nadie y me puse furiosa, porque pensé que nos había dado plantón. Pero cuando abrimos, lo vimos allí, muerto. No lo vimos inmediatamente, porque la oficina estaba a oscuras. Pero no tardamos mucho en darnos cuenta.

– Espere un momento -le dije-. Cuando hemos empezado a hablar, me ha acusado usted de haber mandado a la policía a por su marido. ¿Qué le hace creer eso?

No pensaba decírmelo, pero al final me soltó que la policía había recibido una llamada telefónica.

– Dijeron que había sido un hombre, un negro, pero estoy segura de que eso lo dicen para ponerme nerviosa. No conozco a ningún hermano que pueda acusar a mi marido de asesinato.

Podía ser que los detectives la hubieran tomado con ella y con Isaiah, pero también podía ser que hubiera sido un hermano el que había dado el soplo por teléfono. Lo dejé pasar: en el estado en que se encontraba, Margaret Sommers necesitaba echarle la culpa a alguien. Y ese alguien bien podía ser yo.

Volví a preguntarle sobre su visita a la oficina de Fepple el sábado.

– Cuando estuvieron en la oficina de Fepple, ¿buscaron el expediente del tío del señor Sommers? ¿Se llevaron algún papel?

– ¡Oh, no! ¿Después de entrar y verle allí tirado? Con la cabeza… ¡Ay! ¡Si no me atrevo siquiera a decirlo! Nos fuimos lo más rápido posible.

Pero habían tocado lo suficiente. Mi cliente debía de haber dejado huellas dactilares en algún lugar de la oficina. Y, gracias a mí, la policía había dejado de considerar la muerte de Fepple como un suicidio. Así que Margaret Sommers tampoco andaba tan desencaminada: yo había provocado la detención de su marido.

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