Nuevo discípulo
Cuando terminé la conversación con Rhea, estaba a punto de darle un buen golpe en la cabeza y alegar legítima defensa. Yo había empezado a decir que todos queríamos lo que fuese mejor para los protagonistas de nuestro pequeño drama, lo cual implicaba no sólo a Paul, sino también a Calia y a Agnes. Rhea me había dirigido una de sus inclinaciones de cabeza mayestáticas que me provocaban ganas de volver a mis días de peleas callejeras, así que concentré toda mi atención en el cuadro de una granja japonesa que estaba colgado sobre su diván y le relaté los dos intentos de abordar a Calia que había protagonizado Paul.
– La familia está empezando a tener la sensación de que les acosa -le dije-. El abogado del señor Loewenthal quiere que ponga una denuncia por intromisión en la vida privada, pero yo he pensado que, si usted y yo hablábamos, podríamos evitar una confrontación a ese nivel.
– No puedo creer que Paul se dedique a acosar a nadie -dijo Rhea-. No sólo es extremadamente educado sino también fácilmente amedrentable. No estoy diciendo que no haya ido a casa de Max -añadió al ver que yo iba a objetar-, pero, más bien, me imagino que estaría en el parque como la pequeña cerillera del cuento, que deseaba participar en la fiesta que veía a través de la ventana y ninguno de los niños ricos que estaban dentro le prestaba la menor atención.
Sonreí, manteniendo la calma.
– Por desgracia, Calia tiene cinco años, una edad en la que un adulto asustado e indigente puede aterrorizarla. Su madre está comprensiblemente alarmada porque piensa que, tal vez, su niña esté corriendo peligro. Cuando Paul sale de entre los matorrales y se dirige hacia ellas, las asusta. Puede que su ansia de encontrar una familia le esté impidiendo ver lo que las otras personas piensan de su comportamiento.
Rhea inclinó la cabeza con el gesto de un cisne, en el que parecía haber un atisbo de aquiescencia.
– Pero ¿por qué no quiere Max reconocer su parentesco?
Me entraron ganas de gritarle: «Porque no hay nada que reconocer, cabeza de chorlito», pero me incliné hacia delante poniendo expresión de gran seriedad.
– De verdad, el señor Loewenthal no está emparentado con su paciente. Esta mañana me ha estado enseñando los documentos que conserva de la búsqueda que realizó tras la guerra sobre varias familias de las que no se tenían noticias. Entre esos documentos hay una carta de la persona que le pidió que rastreara a los Radbuka. El domingo, cuando Paul irrumpió en la fiesta del señor Loewenthal, éste se ofreció a mirar esos papeles con Paul, pero él no quiso aceptar tener una cita en otro momento más conveniente. Estoy segura de que el señor Loewenthal estará encantado de que Paul los vea si con ello puede conseguir que se sosiegue.
– ¿Tú has visto esos documentos, Don? -preguntó Rhea volviéndose hacia él con una conmovedora exhibición de fragilidad femenina-. Si pudieras echarles un vistazo, si te pones de acuerdo con…, con Vic, yo me sentiría mucho mejor.
Don se hinchó de orgullo ante su muestra de confianza. Yo intenté no hacer una mueca de burla y dije que estaba segura de que Max querría que aquello se acabara cuanto antes.
– Yo esta noche tengo un compromiso para la cena, pero, si Don está libre, puedo pedirle a Max que quede con él -dije-. Entretanto, sería horrible que detuvieran a Paul a causa de este desgraciado malentendido. ¿Podrías sugerirle que se aleje de la casa del señor Loewenthal hasta que él lo llame? Si es que me puedes proporcionar un número de teléfono en el que el señor Loewenthal pueda encontrarlo.
Rhea movió la cabeza con una ligera sonrisa de desdén en las comisuras de los labios.
– Realmente, tú nunca te das por vencida, ¿verdad? No te voy a dar el número de teléfono ni la dirección de un paciente. Para él eres la persona que le mantiene alejado de su familia. Si aparecieras en la puerta de su casa, sería un acontecimiento demoledor para la frágil conciencia que tiene de sí mismo.
Sentí que todos los músculos del cuello se me agarrotaban a causa del esfuerzo que estaba haciendo para no perder los estribos.
– No estoy poniendo en tela de juicio el trabajo que has realizado con él, Rhea, pero… si pudiera ver los documentos que encontró entre los papeles de su padre, bueno, de su padre adoptivo, podría rastrear qué persona de Londres puede haber sido miembro de su familia. Ese viaje que piensa que hizo desde el desconocido lugar de su nacimiento hasta Terezin, y luego hasta Londres y Chicago, es tan tortuoso que, tal vez, no seamos capaces de seguir su rastro. Pero, por lo menos, los documentos que le confirmaron su verdadero nombre podrían servir de punto de partida para un investigador experimentado.
– Dices que no estás poniendo en tela de juicio mi labor, pero en la siguiente frase te refieres al viaje que Paul piensa que hizo. Es un viaje que hizo, aunque los detalles del mismo hayan estado bloqueados de su conciencia durante cincuenta años. Igual que tú, yo soy una investigadora con experiencia, pero en el caso concreto de la exploración del pasado tengo más experiencia que tú.
Se oyó el discreto tintineo de la campanita de templo japonés. Rhea giró para mirar un reloj que tenía sobre su escritorio.
– Necesito borrar de mi mente todo este conflicto antes de que llegue el próximo paciente. Puedes estar segura de que le diré a Paul que sólo encontrará hostilidad si sigue intentando ver a Max Loewenthal.
– Eso nos ayudará a todos -le contesté-. Tengo una persona enseñando una fotografía de Radbuka a los vecinos de las familias que se llamen Ulrich con la esperanza de encontrar la casa en la que pasó su infancia. Así que, si te dice que hay alguien que le está espiando, es verdad.
– ¿Familias que se llamen Ulrich? ¿Para qué quieres…? -se calló bruscamente, abriendo mucho sus ojos oscuros, desconcertada al principio y divertida a continuación-. Si eso es todo a lo que has llegado con tus esfuerzos indagatorios, Vic, Paul Radbuka no tiene nada que temer de ti.
Me quedé estudiándola un momento, con la barbilla apoyada en la mano, intentando descifrar qué era lo que le hacía tanta gracia.
– Así que, después de todo, su padre no se llamaba Ulrich. Lo tendré en cuenta. Don, ¿dónde te dejo un mensaje para decirte si Max puede quedar contigo esta noche? ¿En casa de Morrell?
– Bajo contigo, Vic. Concedámosle a Rhea la oportunidad de concentrarse. Te puedo dar el número de mi teléfono móvil.
Se puso de píe al mismo tiempo que yo, pero se quedó un momento dentro del despacho para despedirse en privado. Al salir, vi a otra mujer joven que estaba en la sala de espera mirando inquieta hacia la puerta que comunicaba con la consulta. Era una pena que Rhea y yo hubiéramos tenido unos comienzos tan malos, porque me habría gustado experimentar sus técnicas hipnóticas para ver si me daban el mismo subidón que a sus pacientes.
Don me alcanzó en la puerta del ascensor. Cuando le pregunté si sabía cuál era la gracia acerca del nombre de Ulrich, se revolvió incómodo.
– No exactamente.
– ¿No exactamente? ¿Quieres decir que sabes algo?
– Sólo sé que ése no era el apellido de su padre, bueno, de su padre adoptivo, pero no sé cuál era el apellido auténtico. Y no me pidas que lo averigüe. Rhea no quiere decírmelo, porque sabe que intentarías sonsacármelo.
– Supongo que debería sentirme halagada de que piense que podría conseguirlo. Dame el número de tu móvil. Llamaré a Max y después te llamaré a ti, pero ahora tengo que echar a correr. Al igual que Rhea, yo también necesito concentrarme antes de mi próxima cita.
Mientras iba en el metro a recoger mi coche, llamé a Mary Louise para decirle que, después de todo, ya no tenía que ir puerta por puerta con la fotografía de Radbuka. No pude hacerle un resumen de la conversación debido al ruido del vagón pero le dije que, al menos en apariencia, aquél no era el apellido de su infancia. Mary Louise había empezado a hacer la ruta de los Ulrich partiendo del sur y no había visitado más que tres direcciones, así que se alegró de poder dar por finalizada la búsqueda.
Cuando subí al coche en la parada del metro de la calle Western casi sin darme cuenta me puse a pensar qué ocurriría si Rhea Wiell hipnotizara a Lotty. ¿Adonde la llevaría aquel ascensor hacia el pasado? Por su comportamiento del domingo, los monstruos de las plantas inferiores debían de ser feroces. Aunque a mí me parecía que el problema de Lotty no era que no pudiese recordar aquellos monstruos sino más bien que no podía olvidarlos.
Me detuve en mi oficina para comprobar si había correo o algún mensaje o si tenía alguna cita para el día siguiente que se me hubiese pasado por alto. Había un par de asuntos nuevos. Introduje los datos en el ordenador y saqué la agenda electrónica para pasarlos a aquel artefacto de bolsillo. Al hacerlo, recordé de pronto que la madre de Fepple me había dicho que su hijo, al que le encantaban los artilugios, utilizaba como agenda un chisme del mismo tipo que el mío. Si mantenía su agenda al día, sus citas tendrían que seguir escritas en el ordenador de su oficina. Y yo tenía la llave, así que podía entrar tan contenta, de un modo legal y con el consentimiento implícito de Rhonda Fepple.
Devolví a toda prisa unas cuantas llamadas, miré el correo electrónico, entré en la página del boletín sobre personas desaparecidas, vi que el Escorpión Indagador no había contestado a mi mensaje y volví a emprender rumbo al sur para dirigirme a Hyde Park.
Collins, el guardia de seguridad del turno de cuatro a doce, me reconoció.
– Tengo una lista negra con unos cuantos inquilinos más sin los cuales estaríamos muy bien -me dijo cuando pasé por su lado haciendo gala de humor macabro.
Esbocé una sonrisa y subí al sexto piso. Me costó mucho conseguir abrir la puerta y no por la cinta amarilla que precintaba la escena del crimen, sino porque no quería enfrentarme de nuevo a lo que quedaba de la vida de Fepple. Pero respiré hondo y tanteé el picaporte. Una mujer con uniforme de enfermera, que se dirigía hacia el ascensor, se detuvo a mirarme. La policía o el gerente del edificio habían cerrado con llave. Saqué la mía, abrí y, al empujar la puerta, rompí la cinta amarilla.
– Creía que eso quiere decir que no se puede entrar -me dijo la mujer.
– Creía bien, pero yo soy detective.
Se acercó para fisgar la habitación desde la puerta pero retrocedió con la cara pálida.
– ¡Oh, Dios mío! Pero ¡qué ha ocurrido ahí adentro! ¡Dios mío! Si esto es lo que puede pasar en este edificio, voy a buscarme un trabajo en un hospital, sea cual sea el horario. Esto es horrible.
Yo estaba tan horrorizada como ella aunque, más o menos, ya sabía lo que podía encontrarme. El cuerpo de Fepple ya no estaba, pero nadie se había preocupado de limpiar aquello. Fragmentos de sesos y de huesos se habían ido quedando resecos sobre la silla y el escritorio, aunque desde la puerta no se veían. Pero lo que sí se veía era el jaleo de papeles y que todo estaba cubierto con ese polvo gris que permite ver las huellas dactilares y que dejaba a la vista un avispero de pisadas en el suelo. El polvo se había depositado como nieve sucia sobre el escritorio, el ordenador y los papeles esparcidos. Pensé un instante en la pobre Rhonda Fepple intentando poner en orden aquel desastre. Esperaba que tuviera el buen juicio de contratar a alguien para que lo hiciera.
La policía no se había tomado la molestia de apagar el ordenador. Usando un Kleenex para no mancharme los dedos, di a la tecla Intro y el sistema volvió a activarse. No podía soportar la idea de sentarme en la silla de Fepple, ni siquiera tocarla, así que me incliné sobre el escritorio para manejar el teclado. Incluso en aquella postura tan incómoda no me llevó más que unos minutos volver a tener la agenda en pantalla. El viernes tenía una cita para cenar con Connie Ingram e incluso había añadido dice que quiere hablar sobre Sommers, pero me parece que está cachonda.
Imprimí la anotación y me largué de la oficina lo más deprisa que pude. Todo aquello -la repugnante escena, la fetidez del aire y la horrible idea de que Fepple pensara que Connie Ingram estaba cachonda- hizo que sintiera ganas de vomitar otra vez. Encontré un aseo de señoras, pero estaba cerrado. Metí la llave de la oficina de Fepple pero no abría, aunque sirvió para que alguien que estaba dentro me abriera. Fui tambaleándome hasta uno de los lavabos, me lavé la cara con agua fría, me enjuagué la boca y traté de alejar las peores imágenes de mi mente… y de mi estómago.
Connie Ingram, la concienzuda administrativa de cara redonda del Departamento de Reclamaciones, cuya lealtad a la empresa no me permitió ver los archivos… ¿O es que era tan leal que se citó con un agente repugnante para tenderle una trampa?
Un sentimiento súbito de ira, culminación de toda una semana de frustraciones, me invadió. Rhea Wiell, el propio Fepple, mi indeciso cliente y hasta Lotty. Estaba harta de todos ellos. Y, sobre todo, estaba harta de Ralph y de Ajax, de las broncas que me habían echado por la manifestación de Durham, de que me tomaran el pelo cada vez que pedía que me dejaran ver la copia del expediente de Aaron Sommers y de que hubieran organizado aquella charada, para luego hacer la chapuza de robar la agenda de bolsillo de un tipo y no borrar la anotación que seguía en el ordenador.
Di un empujón a la puerta del aseo para salir y me fui a la caza del ascensor con la sangre hirviéndome en la cabeza. Salí zumbando hacia Lake Shore Drive, dando bocinazos de impaciencia a todos los coches que se atrevían a girar delante de mí y atravesando los semáforos a toda pastilla mientras se estaban poniendo en rojo; en fin, comportándome como una demente idiota. Ya en Lake Shore Drive hice los ocho kilómetros hasta el semáforo de Grant Park en cinco minutos. Al llegar al parque ya se había formado el atasco de la hora punta. Me gané un pitido furioso de un guardia de tráfico cuando hice un giro temerario por delante de un montón de coches para meterme en una de las calles laterales y salir pisando el acelerador para llegar a Inner Drive.
Al llegar al cruce de Michigan con Adams tuve que dar un frenazo: la calle era una masa de coches parados tocando la bocina. Y ahora, ¿qué? Con aquel atasco no iba a poder acercarme al edificio Ajax en el coche. Hice un peligroso giro de ciento ochenta grados, totalmente ilegal, y me volví, con un chirrido de ruedas, hacia Inner Drive. Para entonces ya había estado a punto de dármela tantas veces que estaba recobrando el juicio. Podía oír a mi padre soltándome un sermón sobre los peligros de conducir estando furiosa. De hecho, en una ocasión en la que me cazó, me obligó a ir con él a sacar de un coche el cadáver aplastado de un adolescente al que el volante le había atravesado el pecho. El recuerdo de aquello hizo que recorriera las siguientes manzanas más relajadamente. Dejé el coche en un aparcamiento subterráneo y me dirigí al edificio Ajax.
A medida que me acercaba a Adams, la congestión iba en aumento. No era la multitud normal de trabajadores que vuelven a casa sino una muchedumbre que estaba parada. Me fui abriendo paso entre la gente con dificultad, pegándome a los edificios. A través del gentío oía megáfonos. Los manifestantes habían vuelto a la carga.
«¡No se negocia con negreros!», gritaban unos, a la vez que otros chillaban «¡Ni un solo centavo a los genocidas!». La consigna de «Justicia económica para todos» competía con la de «¡Boicot a Ajax!». «¡No se negocia con ladrones!»
Posner había llegado y, por lo que podía oír, lo había hecho pisando a fondo. Y Durham se había presentado, al parecer, para arengar a sus tropas en persona. No era de extrañar que la calle estuviese atestada. Desrizándome entre la multitud subí por la escalera que llevaba hasta el andén del metro en Adams para poder ver qué era lo que estaba pasando.