Olfateando un rastro
A la mañana siguiente, cuando volví de correr, Don estaba en el mismo lugar en el que lo había dejado la noche anterior: en el porche de atrás, fumándose un cigarrillo. Hasta seguía llevando los mismos vaqueros y la misma camiseta verde arrugada.
– Tienes un aspecto terriblemente saludable. Me entran ganas de fumar aún más en defensa propia -dijo dando una última calada y, después, aplastó la colilla en un cacharro de cerámica roto que Morrell le había dado-. Morrell me ha dicho que tú pondrías el chisme del café; supongo que ya sabes que él se ha ido al centro a ver a no sé quién del Ministerio de Asuntos Exteriores.
Ya lo sabía. Morrell se había levantado a las seis y media, al mismo tiempo que yo. Según se iba acercando el día de su partida, iba dejando de dormir como es debido. Aquella noche me había despertado un par de veces y me lo había encontrado con la mirada clavada en el techo. Por la mañana me deslicé fuera de la cama lo más silenciosamente posible y fui a asearme al cuarto de baño de invitados, que daba al vestíbulo. Después utilicé el teléfono de su estudio para dejar un mensaje a Ralph Devereux, jefe del Departamento de Reclamaciones de Seguros Ajax, pidiéndole una cita lo más pronto que pudiese. Cuando terminé, Morrell ya se había levantado. Mientras yo hacía estiramientos y me bebía un vaso de zumo, él se dedicó a contestar el correo electrónico y, al salir para correr un rato, él ya estaba por completo inmerso en un chat con Médicos para la Humanidad de Roma.
Cuando volvía de correr pasé por delante de la casa de Max, frente al lago. Su Buick seguía aparcado en la entrada, donde también había otros dos coches, probablemente alquilados por Cari y Michael. No se advertía ningún síntoma de vida. Los músicos se acuestan tarde y se levantan tarde y Max, que de costumbre está a las ocho en su trabajo, debía de haberse adaptado al mismo ritmo que su hijo y que Cari.
Me quedé mirando la casa como si las ventanas pudiesen guiarme hasta los pensamientos secretos de las personas que había en su interior. ¿Qué les habría evocado a Max y a Cari el hombre que había salido por televisión la noche anterior? Cuando menos habían reconocido su apellido, de eso estaba segura. ¿Alguno de sus amigos londinenses habría formado parte de la familia Radbuka? Max había dejado claro que no quería hablar de aquello, así que sería mejor que intentara no entrometerme. Sacudí las piernas y di por finalizada mi carrera.
Morrell tenía una máquina semiprofesional para hacer café expreso. De vuelta a su apartamento, preparé unos capuchinos para Don y para mí antes de ducharme. Mientras me vestía, me puse a escuchar los mensajes que tenía. Ralph me había llamado desde Ajax diciendo que estaría encantado de hacerme un huequito a las doce menos cuarto. Me puse el jersey rosa de punto de seda y la falda color salvia que había llevado el día anterior. Pasar parte de mi tiempo en casa de Morrell era una complicación: siempre me ocurría que, cuando estaba en su casa, la ropa que quería ponerme estaba en mi apartamento y cuando estaba en mi apartamento, la ropa que quería ponerme estaba en su casa.
Cuando entré en la cocina, Don se había instalado con el Herald Star en la isleta central.
– Si en París te llevaran a dar una vuelta por una montaña rusa, ¿en qué lugar estarías?
– ¿Por una montaña rusa? -pregunté mientras mezclaba yogur con galletas y gajos de naranja-. ¿Eso te va a ayudar a preparar las preguntas perspicaces que vas a plantearles a Posner y a Durham?
Sonrió de oreja a oreja.
– Estoy ejercitando el ingenio. Si tuvieras que hacer una averiguación rápida acerca de la psicóloga que salió anoche en la televisión, ¿por dónde empezarías?
Me apoyé contra la encimera mientras comía.
– Buscaría en los registros de psicólogos para ver si tiene licencia para ejercer y cuál es su titulación. Entraría en ProQuest: ella y el tipo ese de la Fundación Memoria Inducida ya han andado a la greña antes, así que tal vez podría encontrarse algún artículo sobre ella.
Don garabateó algo en una esquinita de la página del crucigrama.
– ¿Cuánto tiempo te llevaría hacerlo y cuánto me cobrarías por ello?
– Depende de lo exhaustivo que quieras que sea el informe. Lo básico lo puedo averiguar bastante rápido, pero cobro cien dólares por hora con un mínimo de cinco horas. ¿Tiene Gargette una política de gastos generosa?
Don puso el lápiz a un lado.
– Tienen cuatrocientos contables en sus oficinas centrales de Reims para asegurarse de que los redactores como yo no coman más que un BigMac cuando están en la calle, así que no es probable que estén dispuestos a soltar pasta para pagar a un investigador privado. De todos modos, si la señora Wiell es quien dice ser y el otro tipo es quien dice ser, éste podría ser realmente un gran libro. ¿No podrías hacer algunas averiguaciones y luego vemos lo que hacer?
Estaba a punto de aceptar cuando, de pronto, pensé en Isaiah Sommers contando cuidadosamente sus veinte billetes. Lamentándolo, negué con la cabeza.
– No puedo hacer excepciones con los amigos. Me sería más difícil cobrar a los desconocidos.
Sacó un cigarrillo y le dio unos golpecitos contra el periódico.
– Vale. ¿Y no podrías hacer algunas averiguaciones fiándote de que te pagaré en cuanto pueda?
Puse cara de circunstancias.
– Pues…, creo que sí. Esta noche, cuando vuelva, te traeré un contrato.
Don volvió a salir al porche. Yo acabé mi desayuno y llené el tazón con agua -porque a Morrell le daría un ataque si, al volver a casa, se lo encontrase con una capa de yogur pegado y seco- y, después, igual que Don, salí por la puerta de atrás. Tenía el coche aparcado en el callejón de detrás del edificio. Don seguía leyendo las noticias, pero levantó la cabeza y me dijo adiós. Mientras bajaba las escaleras, sin saber cómo, se me ocurrió la palabra:
– En un parque de atracciones -dije-. Si en francés se dice como en italiano, una montaña rusa está en un parque de atracciones.
– Hoy ya te has ganado el sueldo -dijo agarrando el lápiz y pasando las páginas hasta volver a la del crucigrama.
Antes de ir a mi oficina, pasé por los estudios de Global Entertainment en la calle Hurón. Cuando se trasladaron al centro de la ciudad, hace un año, compraron un rascacielos en la calle más cotizada al noroeste del río. Sus oficinas regionales en el Medioeste, desde donde controlan todas sus empresas -que van de unos ciento setenta periódicos hasta una buena parte del negocio de la banda ancha de telefonía ADSL-, están en los pisos superiores y los estudios se encuentran en la planta baja.
Los ejecutivos de Global no se cuentan entre mis mejores seguidores en Chicago, pero ya había trabajado con Beth Blacksin antes de que esa empresa comprara el Canal 13. Beth estaba en la oficina preparando una sección de las noticias para el informativo de la noche. Salió enseguida al hall de recepción, enfundada en los pantalones vaqueros raídos que no puede llevar cuando está en antena, y me saludó como a una amiga a la que no había visto hace mucho tiempo o como a una valiosa fuente de información.
– Me fascinó tu entrevista de ayer con ese tal Radbuka -le dije-. ¿De dónde lo has sacado?
– ¡Warshawski! -me dijo con una expresión de emoción en el rostro-. No me digas que lo han asesinado. Tengo que salir en directo.
– ¡Tranquila, infatigable reportera! Por lo que sé sigue estando entre los vivos. ¿Qué me puedes contar sobre él?
– Entonces es que has encontrado a la misteriosa Miriam.
La agarré por los hombros.
– ¡Blacksin, cálmate, si puedes! En estos momentos estoy simplemente en una excursión de pesca. ¿Tienes alguna dirección que estés dispuesta a facilitarme? De él o de la psicóloga.
Pasamos la cabina de los guardias de seguridad y me llevó hasta un laberinto de cubículos, donde tenían sus despachos los redactores de las noticias. Se puso a examinar un montón de papeles que estaban al lado de su ordenador y encontró el formulario estándar que han de firmar las personas que conceden una entrevista. Radbuka había apuntado el número de un apartamento en un edificio situado en la avenida Michigan, que copié. Su firma era grande y su letra descuidada, como su aspecto dentro de aquel traje que le quedaba demasiado holgado. Rhea Wiell, por el contrario, tenía una firma con las letras muy cuidadas, casi de imprenta. Mientras me fijaba bien en cómo se escribía su nombre, me di cuenta de que la dirección de Radbuka era la misma que la de Rhea: la de su consulta en Water Tower.
– ¿Podrías darme una copia de la cinta con tu entrevista y la discusión entre la psicóloga y el tipo ese de la fundación contra la hipnosis? Estuvo muy bien eso de hacer que hablaran los dos en el último minuto.
Sonrió abiertamente.
– Mi agente está feliz. Mi contrato vence dentro de seis semanas. Praeger está obsesionado con Rhea Wiell. Han sido antagonistas en un buen número de casos, no sólo aquí, en Chicago, sino por todo el país. El cree que ella es la encarnación del demonio y ella opina que él es lo más cercano a un pederasta. Los dos saben muy bien cómo estar ante los medios de comunicación, pero tendrías que haber visto lo que se decían cuando estaban fuera de cámara.
– ¿Y qué piensas de Radbuka? -le pregunté-. Visto de cerca y en persona, ¿te pareció que su historia era verdad?
– ¿Es que tienes pruebas de que es un fraude? ¿Es eso de lo que estamos hablando en realidad?
Me puse a refunfuñar.
– No sé nada acerca de él. Zippo. Niente. Nada [2]. No sé decirlo en más idiomas. ¿A ti qué te pareció?
– Ay, Vic, yo le creí absolutamente todo. Ha sido una de las entrevistas más desgarradoras que he hecho jamás y mira que hablé con un montón de gente después de lo de Lockerbie [3]. ¿Puedes imaginarte lo que debe ser crecer en un ambiente como el suyo y averiguar luego que el hombre que decía ser tu padre era como tu peor enemigo?
– ¿Cómo se llamaba su padre, bueno, el que decía ser su padre?
Buscó en el texto que tenía en pantalla.
– Ulrich. Cuando Paul se refería a él, siempre le nombraba así en vez de llamarle papá, padre o lo que sea.
– ¿Y sabes qué es lo que encontró en los papeles de Ulrich para darse cuenta de que tenía una identidad que había perdido? En la entrevista que le hiciste dijo que estaban en clave.
Negó con la cabeza mientras seguía mirando la pantalla.
– Sólo me dijo que había trabajado con Khea y que así había logrado interpretarlos. Dijo que probaban que en realidad Ulrich había sido un colaborador de los nazis. Hablaba mucho de lo brutal que había sido con él, dijo que le pegaba por comportarse como un mariquita, que le encerraba en un armario cuando se iba a trabajar y que le mandaba a la cama sin cenar.
– ¿Y no había ninguna mujer en ese escenario o es que ella también participaba de esos abusos? -le pregunté.
– Paul me dijo que Ulrich le había contado que su madre, o bueno, más bien la señora Ulrich, había muerto durante el bombardeo de Viena a finales de la guerra. Creo que no se casó nunca aquí, en Estados Unidos, y que ni siquiera llevaba mujeres a la casa. Parece que Ulrich y Paul eran un auténtico par de solitarios. Papá se iba a trabajar, volvía a casa y pegaba a Paul. Al parecer quería que Paul fuera médico, pero él no pudo soportar la presión de esos estudios y acabó siendo un simple técnico de rayos X, lo cual sirvió para que le ridiculizara aún más, pero nunca se marchó de casa de su padre. ¿No te parece escalofriante? Que siguiera con él incluso cuando ya era lo suficientemente mayor como para ganarse la vida…
Aquello era todo cuanto Beth podía, o quería, contarme. Me prometió que aquel mismo día me enviaría por mensajero una cinta a mi oficina con la entrevista completa que le había hecho a Radbuka y el debate con los terapeutas.
Todavía me quedaba tiempo para trabajar un poco en mi oficina antes de acudir a la cita que tenía en Ajax. Estaba a sólo unos pocos kilómetros al noroeste de Global, aunque eran mundos que se encontraban a años luz uno del otro. Para mí no había torres de cristal. Hacía tres años una escultora amiga mía me había ofrecido que compartiéramos un alquiler por siete años de un viejo almacén reconvertido en Leavitt. Puesto que estaba a quince minutos en coche del distrito financiero, donde se concentraba la mayor parte de mis clientes y la renta era la mitad de lo que se paga en una de esas torres relucientes, firmé de inmediato.
Cuando nos instalamos allí, la zona seguía siendo una tierra de nadie bastante mugrienta, entre el barrio latino, que queda un poco más hacia el oeste, y un barrio bastante pijo, de yuppies, cerca del lago. Por aquel entonces, las bodegas y los que se dedican al esoterismo competían con las tiendas de música por los escasos locales pequeños de lo que había sido un polígono industrial. Los sitios para aparcar abundaban. A pesar de que los yuppies están empezando a trasladarse al barrio, abriendo cafés y boutiques, sigue habiendo muchos edificios que están que se caen y un montón de borrachos.
Yo estaba en contra de un mayor aburguesamiento, no quería ver cómo mi renta se disparaba cuando expirase el contrato vigente.
La furgoneta de Tessa ya estaba en nuestra parcelita cuando aparqué. Tessa había recibido un encargo muy importante el mes anterior y estaba haciendo horas extraordinarias para construir maquetas tanto de la obra como de la plaza en la que se iba a instalar. Cuando pasé ante la puerta de su estudio, estaba inclinada sobre su enorme mesa de dibujo, haciendo bocetos. Como se pone de muy mal humor si se la interrumpe, seguí por el pasillo hacia mi despacho sin decir nada.
Hice un par de fotocopias de la póliza de seguros del tío de Isaiah Sommers y metí el original en mi caja fuerte, que es donde guardo todos los documentos de mis clientes mientras estoy llevando a cabo una investigación. La verdad es que mi despacho es una cámara acorazada con paredes ignífugas y puerta blindada.
En la póliza figuraba la dirección de la Agencia de Seguros Midway, que era quien se la había vendido a Aaron Sommers hacía tantos años. Si no conseguía nada positivo de la compañía de seguros, tendría que dirigirme al agente con la esperanza de que recordara qué había hecho hacía treinta años. Consulté la guía de teléfonos. La agencia seguía estando en la calle Cincuenta y tres a la altura de Hyde Park.
Tenía que rellenar unos cuestionarios para unos clientes de esos que no dan más que para ir tirando y, mientras estaba sentada esperando para hablar con el Ministerio de Sanidad, decidí entrar en los sitios de Lexis y ProQuest e iniciar una búsqueda de datos sobre Rhea Wiell y Paul Radbuka.
Mi contacto en el Ministerio de Sanidad se puso por fin al teléfono y, por una vez, me contestó a todas las preguntas sin demasiadas evasivas. Cuando acabé con el informe, me puse a mirar los resultados obtenidos en Lexis. Con el nombre de Radbuka no había nada. Busqué en mis disquetes de números telefónicos y direcciones de Estados Unidos, que están más al día que los buscadores de la Red, y tampoco encontré nada. Al buscar Ulrich, el nombre de su padre, encontré cuarenta y siete entradas en la zona de Chicago. Tal vez Paul no se había cambiado de nombre legalmente después de saber que se llamaba Radbuka.
Por otro lado, la búsqueda sobre Rhea Wiell me proporcionó un montón de resultados. Aparentemente había intervenido como experta en gran número de juicios, pero localizar los sumarios para obtener las transcripciones sería un asunto la mar de tedioso. Me salí del programa y metí todos los papeles en el maletín para poder llegar a tiempo a la cita con el director del Departamento de Reclamaciones de Ajax.