Capítulo 19

Caso cerrado

Los sueños me despertaron en medio de la luz grisácea del amanecer. Eran pesadillas en las que Lotty se perdía, mi madre moría y unas figuras sin rostro me perseguían por unos túneles, mientras Paul Radbuka miraba y alternaba el llanto con la risa de un loco. Permanecí acostada, sudando y con el corazón latiéndome a toda prisa. Morrell dormía a mi lado y respiraba expulsando el aire en pequeños ronquidos, como un caballo resoplando. Me cobijé en sus brazos. Me abrazó dormido durante unos minutos y después se dio la vuelta sin despertarse.

Poco a poco, mi corazón recuperó su ritmo normal pero, a pesar de todas las fatigas que había pasado durante el día, no podía volver a dormirme. Las atormentadas confesiones de la noche anterior giraban dentro de mi cabeza como ropa que da vueltas en una lavadora. Las emociones de Paul Radbuka eran tan ambiguas, tan intensas, que no sabía cómo reaccionar ante él. La historia de Lotty y Cari me resultaba igual de abrumadora.

No me sorprendió saber que Max quería casarse con Lotty, a pesar de que ninguno de ellos lo hubiese mencionado jamás delante de mí. Empecé por evaluar el problema pequeño en lugar del grande y me preguntaba si Lotty no estaría tan acostumbrada a su solitaria existencia que preferiría seguir viviendo así. Morrell y yo habíamos hablado de la posibilidad de vivir juntos pero, aunque los dos habíamos estado casados en nuestra juventud, no estábamos del todo decididos a renunciar a nuestra intimidad. Para Lotty, que siempre había vivido sola, sería un cambio mucho más difícil de afrontar.

Estaba claro que Lotty ocultaba algo sobre la familia Radbuka, pero yo no tenía forma de averiguar de qué se trataba. No era acerca de la familia de su madre. Se había sorprendido cuando se lo sugerí, incluso parecía ofendida. ¿Habría sido, tal vez, una pobre familia de emigrantes cuyo destino la había marcado de una forma terrible? A veces las personas sienten vergüenza o culpa por razones de lo más extrañas, pero no lograba imaginarme ninguna que pudiera sorprenderme tan desagradablemente como para alejarme de ella… Algo que Lotty ni siquiera le contaría a Max.

¿Y si Sofie Radbuka hubiese sido una paciente con la que cometió algún error fatal durante sus prácticas como estudiante de medicina? ¿Y si Sofie Radbuka había muerto o estaba en un coma vegetativo? Lotty se habría culpado de ello y por eso había fingido que padecía tuberculosis para poder ir al campo a recuperarse. Había adoptado el nombre de Radbuka en medio de un ataque de culpabilidad que le había hecho identificarse en exceso con aquella paciente. Pero eso no coincidía en absoluto con la Lotty que yo conocía y tampoco era algo que me alejaría de ella.

La idea de que hubiese fingido tener tuberculosis para poder marcharse al campo y continuar un romance con una tal Sofie Radbuka -o con quien fuese- me parecía ridícula. Podía haber tenido cualquier romance en Londres sin arriesgarse a perder sus prácticas de medicina, que eran de muy difícil acceso para las mujeres en los años cuarenta.

Me enervaba ver a Lotty tan vulnerable. Intentaba tener presente el buen consejo de Morrell: que no metiera las narices en la vida de Lotty; que si ella no quería contarme sus secretos, era debido a sus propios demonios internos y no por mi culpa.

De todos modos, yo tenía que preocuparme de mis asuntos y concentrarme en desenmarañar el ovillo financiero que Isaiah Sommers me había contratado para investigar. Tampoco es que yo hubiese hecho mucho al respecto, aparte de convencerle de que le dijese a Bull Durham que dejase de denunciarme en público.

Sólo eran las seis menos cuarto de la mañana. Podía hacer una cosita más por Isaiah Sommers. Algo que haría que Morrell pusiera el grito en el cielo si se enteraba. Me incorporé. El suspiró, pero no se movió. Me puse los vaqueros y la camiseta que tenía en mi bolsa de fin de semana, agarré mis zapatillas de deporte y salí del cuarto de puntillas. Morrell me había secuestrado el teléfono móvil y las ganzúas. Volví a entrar en el cuarto, salí con su mochila y me fui a su estudio. No quería que se despertase con el ruido de las llaves. Le dejé una nota sobre su ordenador portátil: Me marcho al centro porque tengo una cita muy temprano. ¿Nos vemos para cenar? Te quiero, V.

La casa de Morrell quedaba a sólo seis manzanas de la estación de metro de Davis. Me dirigí en esa dirección junto con otros madrugadores que iban a trabajar, a correr o a pasear a sus perros. Era increíble la cantidad de gente que había por la calle y el aspecto tan fresco y saludable que tenían. La imagen de mis ojos enrojecidos en el espejo del cuarto de baño me había hecho estremecerme: la Loca de Chaillot andaba suelta por la ciudad.

Ya circulaban los trenes rápidos que cubrían la hora punta de la mañana. A los veinte minutos me estaba bajando en mi parada, Belmont, que se encontraba a unas pocas manzanas de mi apartamento. Tenía el coche aparcado justo enfrente, pero necesitaba darme una ducha y cambiarme para parecerme un poco menos al espectro de mis propias pesadillas. Entré sin hacer ruido, con la esperanza de que los perros no me oyesen. Traje de chaqueta, zapatos de suela de goma de crepé. Peppy soltó un ladrido agudo en el momento en que volvía a salir de casa de puntillas, pero no aminoré el paso.

Camino a Lake Shore Drive me detuve en una cafetería y me tomé un zumo de naranja grande y un capuchino todavía más grande. Ya eran casi las siete. Había empezado la hora punta de verdad pero, aun así, logré llegar a Hyde Park antes de las siete y media.

Saludé inclinando la cabeza con un gesto mecánico al guardia de seguridad apostado a la entrada del edificio de Hyde Park Bank. No era el mismo al que Fepple le había advertido que no me dejase pasar la noche del viernes. El hombre me dirigió una mirada rápida por encima de su periódico pero no hizo ningún ademán de pararme. Yo iba vestida como una ejecutiva y tenía el aire de saber adónde iba. Al sexto piso, donde saqué unos guantes de goma y me puse a trabajar en las cerraduras de Fepple. Estaba tan tensa, atenta a si llegaba el ascensor, que me llevó un rato darme cuenta de que la puerta no estaba cerrada con llave.

Me deslicé dentro de la oficina, refunfuñando al tropezar, otra vez, con la loseta de linóleo levantada. Fepple estaba sentado en su escritorio. A la pálida luz que entraba por la ventana me pareció que se había quedado dormido. Me detuve junto a la puerta, dudando, pero decidí echarle cara al asunto, despertarlo y obligarle a que me entregase el archivo de Sommers. Encendí la luz del techo y me di cuenta de que Fepple no hablaría nunca con nadie más. No tenía boca. Una parte de la cara, de aquella cara cubierta de pecas, había desaparecido y sólo quedaban restos de hueso, de masa encefálica y de sangre.

Me senté de golpe en el suelo, con la cabeza entre las rodillas. Podía oler la sangre hasta con la nariz tapada. Sentí cómo me subía la náusea por la garganta. Me obligué a pensar en otra cosa: no podía añadir mi vómito a la escena del crimen.

No sé cuánto tiempo estuve sentada así, hasta que unas voces en el pasillo me hicieron percatarme de la delicada situación en la que me encontraba: estaba en una oficina con un muerto, ganzúas en el bolsillo y guantes de goma en las manos. Me puse de pie tan rápidamente que me volví a marear, pero me recuperé y cerré la puerta por dentro.

Intenté enfocarlo como un análisis forense y pasé al otro lado de la mesa para observar a Fepple. Había una pistola en el suelo, justo debajo del lugar donde colgaba su brazo derecho. Entrecerré los ojos y miré el arma: una veintidós SIG Trailside. Así que ¿se había suicidado? ¿Habría visto algo en el expediente de Sommers que le había desquiciado? Su ordenador estaba todavía encendido, aunque se había desactivado la pantalla. Intentando controlar las náuseas, extendí un brazo con mucho cuidado por encima de su lado izquierdo y utilicé una ganzúa para volver a activar la pantalla sin cambiar nada de lugar. Un texto volvió a cobrar vida en el recuadro.

Ésta era una agencia floreciente cuando mi padre murió, pero yo soy un fracaso como agente. He visto caer en picado las ventas y los beneficios durante cinco años. Creí que podría hacer algún chanchullo para cubrir las deudas pero, ahora que esa detective me vigila, tengo miedo de fracasar también en esto. Nunca me he casado, nunca he sabido cómo conquistar a las mujeres, ya no aguanto más. No sé cómo pagar mis deudas. Si a alguien hago daño, quizás a mi madre, lo siento. Howard

Lo imprimí y me metí el papel en el bolsillo. Tenía las manos húmedas dentro de los guantes de goma. Unas manchitas negras me flotaban delante de los ojos. Era perfectamente consciente de que tenía la cabeza destrozada de Fepple junto a mí, pero no podía mirarla. Quería huir de aquel espantoso lugar, pero con probabilidad no contaría con otra oportunidad para hacerme con el expediente de Sommers.

Los archivadores estaban abiertos, cosa que me sorprendió. Cuando estuve allí la semana pasada, Fepple había hecho bastantes aspavientos abriéndolos cada vez que quería guardar un papel y volviéndolos a cerrar de inmediato con llave. El tercer cajón, donde había metido la carpeta de Sommers, tenía una etiqueta que ponía: Clientes de Rick Hoffman.

Las carpetas estaban metidas de cualquier manera dentro del cajón, algunas boca abajo, sin orden ni concierto. Cuando saqué la primera carpeta, Barney Williams, creí que había empezado por atrás, pero a continuación venía Larry Jenks. Sin dejar de mirar el reloj, muy nerviosa, vacié el cajón y volví a meter las carpetas una a una. La de Sommers no estaba.

Hojeé los papeles en busca de algo que estuviese relacionado con Sommers, pero no encontré más que copias de pólizas y anotaciones de vencimientos de pagos. Casi las tres cuartas partes eran casos cerrados y las pólizas tenían un sello que ponía Pagado y la fecha o Suspendido por falta de pago y la fecha. Busqué en los demás cajones, pero no encontré nada. Me llevé una media docena de pólizas pagadas para que Mary Louise comprobase si el beneficiario había recibido el dinero.

Cada vez que oía voces por el pasillo me ponía muy nerviosa, pero no me podía ir sin antes buscar los papeles de Sommers entre aquel caos que había sobre el escritorio. Los papeles estaban salpicados de sangre y de pedacitos de masa encefálica. No quería tocar nada, porque cualquier perito experimentado podría deducir, nada más verlo, que alguien había estado revolviendo. Pero quería conseguir aquella carpeta.

Saqué fuerzas de flaqueza y me forcé a mirar sólo hacia delante, intentando convencerme de que no había nadie en la silla, me incliné sobre el escritorio y revisé los documentos que había delante de Fepple. Busqué en círculo, desde el centro de la mesa hacia los bordes. Al no encontrar nada, di la vuelta al otro lado de Fepple, procurando no pisar ninguna cosa y miré en los cajones del escritorio. No encontré más que detalles de su deprimente vida. Bolsas empezadas de patatas fritas, una caja de condones sin abrir cubierta de migas de galleta, agendas que se remontaban a la década de 1980, cuando su padre se citaba con los clientes, libros sobre cómo jugar mejor al pingpong. ¿Quién hubiera pensado que tenía la suficiente constancia como para practicar algún deporte?

Para entonces ya eran las nueve. Cuanto más tiempo me quedase, más posibilidades existirían de que entrara alguien. Fui hacia la puerta y me coloqué a la izquierda del marco para que no me vieran a través del cristal y escuché si había algún ruido en el pasillo. Estaba pasando un grupo de mujeres, riéndose, dándose los buenos días unas a otras: ¿qué tal el fin de semana?, hoy hay un montón de trabajo en la consulta del doctor Zabar, ¿cómo estuvo la fiesta de cumpleaños de Melissa? Silencio, luego la campanilla anunciando la llegada del ascensor y dos mujeres con un niño. Cuando se fueron, abrí una rendija de la puerta. El pasillo estaba vacío.

En el momento en que iba a salir, vi el portafolios de Fepple en el rincón. En un impulso lo agarré. Mientras esperaba el ascensor, metí los guantes de goma en el portafolios junto con las carpetas que había tomado prestadas.

Esperaba no llevar nada encima que me relacionase con la escena del crimen pero, al llegar a la planta baja y salir del ascensor, vi que mi zapato había dejado una desagradable mancha marrón en el suelo de la cabina. No sé cómo lo hice, pero logré salir erguida del edificio. En cuanto estuve fuera del campo visual del vigilante, di la vuelta a la esquina a toda velocidad y llegué a un callejón solitario justo a tiempo para vomitar el zumo de naranja y el café.

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