Capítulo 33

Confusión

Nada más colgar, me puse a aporrear algunos acordes agudos al piano. Lotty suele criticarme por lo que denomina mi búsqueda despiadada de la verdad, y dice que en el camino paso por encima de las personas sin detenerme a pensar en sus deseos ni en sus necesidades. Si hubiese sabido que por ser un lince en el caso de la muerte de Fepple iba a conducir a Sommers a la cárcel… Pero era inútil reprocharme por haber ayudado a que la policía llevara a cabo una investigación con todas las de la ley. Eso ya estaba hecho, ahora tenía que ocuparme de las consecuencias.

Pero ¿y si hubiese sido Isaiah Sommers el que había matado a Fepple? El lunes me había dicho que tenía una Browning sin licencia, lo cual no impedía que también tuviese una SIG sin licencia. Aunque es una pistola cara y no es el tipo de arma que alguien se compra para tener en casa.

Toqué dos teclas juntas del piano con tal fuerza que Peppy se alejó de mí. ¿Y si después hubiese organizado todo para que la muerte de Fepple pareciese un suicidio? Demasiado complicado para mi cliente. Quizás lo hubiese organizado su mujer, ella sí que tenía un carácter fuerte. Me la podía imaginar poniéndose lo suficientemente furiosa como para matar a Fepple, a mí o a cualquiera que se le pusiera por delante.

Negué con la cabeza. La bala que había matado a Fepple no había sido disparada en un ataque de furia. Alguien se había acercado lo bastante a Fepple como para meterle una pistola en la boca. Primero tenía que haberle dejado sin sentido o haber contado con un cómplice que lo hiciera. Vishnikov me había dicho que aquel asunto tenía pinta de haber sido hecho por un profesional. Eso no encajaba con el perfil furioso de Margaret Sommers.

Me había olvidado de preparar el desayuno mientras hablaba con ella. Ya eran las diez de la mañana y, de pronto, me entró un hambre atroz. Fui hasta la esquina de casa, a la cafetería Belmont, el último vestigio de las tiendas y de los restaurantes del viejo barrio obrero de Lakeview. Mientras esperaba a que me trajeran una tortilla española, llamé a mi abogado, Freeman Cárter. Lo que Isaiah Sommers necesitaba con más urgencia en aquel momento era la ayuda de un buen abogado y, antes de colgar, le había prometido a Margaret Sommers que se lo conseguiría. Al principio se enfadó cuando me ofrecí a ayudarla y dijo que tenían un abogado muy bueno en la iglesia que podía ocuparse de Isaiah.

– ¿Qué es lo que más le importa? ¿Salvar a su marido o salvar su orgullo? -le pregunté. Después de una elocuente pausa, farfulló que lo mejor sería que le echasen un vistazo a mi abogado, pero que si no les inspiraba confianza, nada más verlo, no lo contratarían.

Freeman entendió enseguida la situación.

– Está bien, Vic -me dijo-, de momento tengo un ayudante que puede acercarse hasta el Distrito Veintiuno. ¿Tienes alguna teoría alternativa sobre quién pudo cometer el asesinato?

– La última cita que tuvo Fepple el viernes por la tarde fue con una mujer de la compañía de seguros Ajax, que se llama Connie Ingram -la verdad es que no quería echársela a los lobos pero tampoco iba a dejar que el fiscal acusase injustamente a mi cliente. Le informé a Freeman de la situación en torno a los documentos de la póliza de los Sommers-. Hay alguien en la compañía que no quiere que esos papeles anden por ahí, pero es imposible que mi cliente haya robado la microficha de los archivos del Departamento de Reclamaciones de Ajax. Claro que pueden decir que la he robado yo, pero ya cruzaremos ese puente cuando llegue la ocasión.

– ¿Y la has robado tú, Vic? -preguntó Freeman con tono seco.

– No, Freeman. Palabra de scout. Tengo tantas ganas de ver esos documentos como cualquier otra persona en esta bendita ciudad, pero hasta el momento sólo he llegado a ver una versión expurgada. Seguiré buscando pistas sobre el asesinato, en caso de que suceda lo peor y tengamos que ir a juicio.

Barbara, la camarera más antigua de la cafetería Belmont, me trajo la tortilla justo cuando colgaba.

– Pareces una yuppie más de Lakeview con esa cosa pegada a la oreja, Vic.

– Gracias, Barbara. Es que intento adaptarme a mi entorno.

– Bueno, pues no te acostumbres. Aquí estamos pensando en prohibirlo. Estoy harta de ver a la gente hablando a gritos de sus asuntos a una mesa vacía.

– ¿Qué quieres que te diga, Barbara? Cuando tienes razón, tienes razón. ¿Puedes ponerme la comida un momento en el calientaplatos mientras salgo a hacer otra llamada?

Soltó un gruñido y se fue a atender otra mesa. Era la hora en que la gente hace un alto para tomarse un café, a media mañana, y el lugar empezaba a llenarse de los mecánicos y el personal de mantenimiento del barrio, que se ocupaban de hacerle la vida más cómoda a los yuppies que residían allí. Me comí la mitad de la tortilla a toda velocidad para matar el hambre antes de llamar a Amy Blount. Contestó una mujer que me preguntó mi nombre antes de pasarle el teléfono a la señorita Blount.

Al igual que Margaret Sommers, Amy Blount estaba furiosa, pero se controlaba un poco más. Le hubiera gustado que hubiese contestado antes a su llamada. Estaba sometida a una gran presión y no le gustaba tener que estar pendiente de mi llamada. ¿Cuánto tiempo tardaría en llegar a Hyde Park?

– No lo sé, ¿cuál es el problema?

– Ay, es que ya lo he contado tantas veces que me había olvidado de que usted no lo sabe. Han entrado a robar en mi apartamento.

La noche anterior había vuelto a casa a las diez, después de dar una clase en Evanston, y se había encontrado todos sus papeles desparramados, el ordenador roto y sus disquetes habían desaparecido. Cuando llamó a la policía, no se lo tomaron muy en serio.

– Pero es que son las notas de mi tesis. Son irreemplazables. Yo ya tengo mi tesis escrita y encuadernada, pero las notas las iba a utilizar para escribir otro libro. La policía no lo entiende, dice que es imposible investigar todos los robos que hay en la ciudad y puesto que no han desaparecido objetos de valor…, bueno, el único objeto de valor que tengo es mi ordenador.

¿Y cómo entraron los ladrones?

– Por la puerta de atrás. Aunque había puesto una reja, lograron entrar sin que ninguno de los vecinos oyera nada. Se supone que Hyde Park es un barrio de gente progre pero todo el mundo desaparece a la primera señal de un problema -añadió en tono amargo.

– ¿Dónde está usted ahora? -le pregunté.

– En casa de una amiga. No podía quedarme en medio de todo aquel caos y tampoco quería ordenar las cosas hasta que alguien que se tomara en serio el problema las viese.

Anoté la dirección de su amiga y le dije que Mary Louise o yo nos pasaríamos por allí en un par de horas. Intentó convencerme de que fuese antes, pero le expliqué que los detectives de urgencia éramos como los fontaneros: teníamos que hacer un hueco entre todas las demás calderas rotas para poder atender su avería.

Terminé mi tortilla pero no me comí las patatas fritas, que son mi debilidad, porque si me como una, me las como todas y después me sentiría demasiado pesada y no podría pensar deprisa. Y el día que tenía por delante tenía todo el aspecto de requerir un discernimiento propio de Einstein. No esperé a que me trajesen la cuenta. Dejé quince dólares sobre la mesa y subí la calle Racine trotando hacia mi coche.

Tenía que hacer un par de recados en el distrito financiero antes de ir a mi oficina. Mientras iba en el coche hacia el centro, llamé a Mary Louise para preguntarle si podía trabajar más horas aquella tarde y pasarse a ver el apartamento de Amy Blount. Estuvo bastante seca conmigo, pero le dije que dentro de poco estaría allí y que entonces podría soltarme todas sus quejas en persona.

Pero ya que estaba al lado del Ayuntamiento, entré en busca del despacho del concejal Durham. Por supuesto que tenía otro despacho en el sur de la ciudad, en su distrito, pero sus esbirros se pasaban la mayor parte del tiempo en el Loop, que es donde está el dinero y el poder.

Garabateé una nota en una de mis tarjetas: En relación con el óbolo de la viuda y con Isaiah Sommers. Después de esperar apenas quince minutos, la secretaria me coló por delante de otras personas que también querían ver a Durham y que me dirigieron unas miradas asesinas.

Estaba en su despacho acompañado por un joven que llevaba la chaqueta azul marino con la insignia de su movimiento: un ojo bordado con hilo dorado con la palabra OJO debajo. El concejal llevaba una chaqueta de Harris Tweed y una camisa a rayas de un verde muy pálido, haciendo juego con el tono verde de la chaqueta.

Me estrechó la mano cordialmente y me hizo una seña para que me sentara.

– ¿Así que tiene algo que decir sobre el óbolo de la viuda, señora Warshawski?

– ¿Está al tanto de toda esta historia, concejal? ¿Sabe que Margaret Sommers siguió su consejo, que llamó al agente de seguros Howard Fepple y que le insistió para que les recibiera, todo para acabar entrando en su oficina y encontrárselo muerto?

– Cómo lo siento. Tiene que haber sido un shock para ella.

– Esta mañana ha tenido otro peor. Han detenido a su marido para interrogarlo. La policía recibió un soplo y ahora piensan que él asesinó a Fepple porque le había robado el óbolo a su tía, por decirlo de algún modo.

Asintió lentamente con la cabeza.

– Comprendo que la policía sospeche de él, pero estoy seguro de que Isaiah no mataría a nadie. Lo conozco hace años, ¿sabe?, años, porque su tía, bendita sea, tenía un hijo que fue miembro de mi organización hasta que murió. Isaiah es un buen hombre, un hombre que va a la iglesia. No creo que sea un asesino.

– ¿Y sabe quién puede haberle dado el soplo a la policía, concejal? Los expertos de la policía dicen que están casi seguros de que la llamada telefónica la hizo un hombre afroamericano.

Sonrió con tristeza.

– Y usted se dijo, ¿qué hombre afroamericano conozco? Louis Durham. Al fin y al cabo, los negros son todos iguales. En el fondo no son más que unos animales, ¿verdad?

Le sostuve la mirada.

– Lo que yo me dije fue: ¿quién ha estado manteniendo reuniones secretas con el director europeo de una compañía de seguros que retiene el expediente de Aaron Sommers? Me dije: no entiendo qué interés pueden tener esos hombres en común. ¿Cargarse el proyecto de la Ley sobre la Recuperación de los Bienes de las Víctimas del Holocausto a cambio de que se suspendan las manifestaciones que están teniendo lugar frente al edificio de Ajax? Pero ¿y si el señor Rossy quisiera algo más? ¿Y si quisiera que Isaiah Sommers cargara con el muerto para poder así darle carpetazo a su reclamación y quitarse ese problema de encima? ¿Y si, a cambio de que usted acabase con las manifestaciones y consiguiese que alguien delatara a Isaiah Sommers, Rossy volase a Springfield y le hiciese el favor de cargarse el proyecto de ley de la IHARA?

– Usted tiene una buena reputación como detective, Warshawski. Esto no es digno de usted -Durham se puso de pie y se dirigió hacia la puerta. El joven de la chaqueta con el OJO le siguió.

Me vi forzada a ponerme de pie y marcharme.

– No, no lo es. Pero recuerde, Durham, que yo no tengo vergüenza, usted mismo lo escribió en sus panfletos.

Recogí mi coche del aparcamiento que estaba en un extremo del Loop, sintiéndome más incrédula que furiosa después de aquella entrevista. ¿Qué pensaba Durham que iba a decirle para haberme recibido tan rápido? ¿Qué estarían haciendo juntos Rossy y él? ¿Habría sido realmente alguien de su equipo el que hizo la llamada que condujo a la detención de Isaiah Sommers? No lograba hacer encajar las piezas de una forma coherente.

Estaba intentando sortear el congestionado cruce de Armitage, donde confluyen tres calles por debajo de la autopista Kennedy, cuando recibí la llamada de Tim Streeter.

– Vic, no te alarmes, pero tenemos problemas.

Se me paró el corazón.

– ¡Calia! ¿Qué ha pasado? ¿Dónde estás? Oh, socorro, espera, no cuelgues -frené en seco justo debajo de la autopista Kennedy, obligando a frenar a otro coche que estaba girando para entrar en la autopista y que me dio un bocinazo, y me metí en una gasolinera que estaba al otro lado.

– Cálmate, Vic. La niña está aquí, conmigo. Estamos en el Museo de los Niños, en Wilmette. Agnes está bien. El problema está en el hospital. Posner, el tipo ese que ha estado…

– Sí, sí, sé quién es.

– Bien, pues se ha presentado en el hospital con un grupo de manifestantes para protestar contra el señor Loewenthal y la doctora Herschel, acusándoles de separar a las familias judías. Yo había quedado en llevar a la niña por allí para que se tomara un sandwich con el señor Loewenthal, porque la mamá está en la galería mostrando su obra, pero, cuando llegamos al hospital, nos encontramos con el gran despliegue de Posner y su gente.

– Ay, maldito sea, él y todos sus seguidores -tenía tal descarga de adrenalina que estaba dispuesta a salir pitando por la avenida Bryn Mawr y descuartizar a Posner con mis propias manos-. ¿Y está ahí Radbuka?

– Sí. Por eso hemos tenido problemas. Al principio no me di cuenta de qué iba todo aquello. Pensé que sería un problema laboral o una protesta de los antiabortistas. No me enteré de lo que ponían las pancartas hasta que no estuvimos encima. Y entonces Radbuka vio a la niña y empezó a avanzar hacia ella. La saqué de allí a toda pastilla, pero había cámaras de televisión, así que es posible que salga esta noche en la tele. No estoy seguro. Llamé al señor Loewenthal desde el coche y me vine para aquí.

Dejó de hablar un momento conmigo para decirle algo a Calia, a la que se oía lloriquear al fondo diciendo que quería ver a su abuelo ya mismo.

– Tengo que marcharme, pero le he dicho al señor Loewenthal que si necesitaba más ayuda que llamase a mi hermano. Yo me quedaré con la pequeña.

Cuando colgamos, hundí la cabeza entre las manos, intentando poner mis pensamientos en orden. No podía salir pitando hacia el hospital sin haber hecho nada por Isaiah Sommers. Me obligué a continuar rumbo a mi oficina, donde Mary Louise me recibió con una severa reprimenda por haberle sido imposible contactar conmigo durante la noche. Así no se podía llevar adelante aquel negocio. Si quería desconectarme del mundo para poder dormir, tenía que comunicárselo para que ella pudiera sustituirme.

– Tienes razón. No volverá a pasar. Tanta falta de sueño me ha nublado el juicio. Pero bueno, te voy a contar cómo están las cosas -le resumí la situación con Sommers, con Amy Blount y también la manifestación frente al hospital Beth Israel-. Puedo llegar a entender por qué Radbuka se ha pegado a Posner pero ¿qué saca Posner atacando a Max y a Lotty? Anoche fue a ver a Rossy. Me pregunto si no sería él quien lo ha mandado al hospital.

– No hay nadie que pueda entender por qué hace las cosas Posner -dijo Mary Louise con impaciencia-. Hoy sólo puedo trabajar dos horas más. No creo que te sea de gran ayuda si las dedicamos a hablar de teorías conspiratorias. Y de verdad, Vic, me parece que lo más lógico es que nos ocupemos de la situación de Sommers. Puedo llamar a Finch para averiguar cómo va la investigación y proporcionarle esos datos al ayudante de Freeman. Pero ¿por qué te comprometiste con esa Amy Blount en ir hasta su casa? Los polis tienen razón, ya conoces este tipo de robos, los hay a montones. Nos pasamos llenando formularios, bueno, la poli, quiero decir, y buscando los objetos robados. Pero, si no le han robado nada de valor, ¿para qué vas a perder el tiempo?

Sonreí abiertamente.

– Por la teoría de la conspiración, Mary Louise. Amy escribió la historia de Ajax. Ralph Devereux y Rossy están muy nerviosos con el hecho de que alguien vaya por ahí robando los documentos de Ajax o pasándole a Durham información de sus archivos. Al menos eso es lo que les preocupaba la semana pasada. Puede que Rossy haya logrado detener, momentáneamente, los planes de Durham. Si a Amy Blount le han birlado los papeles y los disquetes yo quiero saber qué es lo que le falta con exactitud. ¿Será algo que le interesa al concejal para su campaña a favor de las indemnizaciones a los esclavos? ¿O es que realmente existe algún drogadicto que esté tan colgado como para creer que puede vender las notas para un libro de historia y conseguir con ello el dinero necesario para comprarse una dosis?

Torció el gesto.

– Es tu negocio. Pero dentro de dos semanas, cuando tengas que hacer los cheques para pagar el alquiler y el seguro, acuérdate de por qué ya no te queda dinero en la cuenta.

– Aun así, después de que hayas aclarado la situación de Sommers con Finch, ¿podrías acercarte hasta Hyde Park para revisar la casa de la señorita Blount?

– Como ya te he dicho, Vic, es tu negocio y es tu dinero el que estás tirando. Pero, de verdad, no veo qué favor te hago yendo hasta Hyde Park ni qué sacas tú yendo hasta el hospital para ver a Joseph Posner.

– Tendré la oportunidad de hablar con Radbuka, cosa que llevo intentando desesperadamente desde hace días. Y tal vez descubra qué es lo que tenían que decirse Rossy y Posner.

Resopló y giró hacia el teléfono. Mientras llamaba a Finch -el comandante Terry Finchley, que había sido su jefe en la época en que trabajaba en el Distrito Central- yo me fui a mi mesa. Tenía varios mensajes, uno de ellos de un cliente importante, y media docena de correos electrónicos. Los respondí lo más rápidamente posible y me marché.

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