Confesión
Dormí profundamente pero atormentada por pesadillas en las que estaba encerrada en un pequeño vestidor, rodeada de rostros con esvásticas que me miraban de un modo lascivo y con Paul bailando enloquecido al otro lado de la puerta como el Rumpelstilskin del cuento y gritando «Nunca adivinarás mi nombre». Fue un verdadero alivio que mi servicio de contestador me devolviese a la realidad, a las cinco, para decirme que me había llamado una señora de nombre Amy Blount y que había dicho que había quedado conmigo para ayudarme a mirar un documento y que, si me iba bien, podía pasarse por mi oficina en una media hora.
En realidad, lo que yo quería era ir a casa de Max pero, por otro lado, Mary Louise me habría dejado en la oficina un informe de las entrevistas que había mantenido con los amigos y vecinos de Isaiah Sommers. Pensándolo bien, los libros de Ulrich Hoffman podrían tener algún significado para Amy Blount, pues era historiadora y entendía de documentos raros.
Metí a Ninshubur en la secadora y llamé a la señorita Blount para decirle que iba de camino a mi oficina. Al llegar, hice fotocopias de algunas páginas de los libros de Ulrich, incluyendo también la que tenía las notas al margen hechas por Paul.
Mientras esperaba la llegada de la señorita Blount, me puse a leer el informe, perfectamente mecanografiado, de Mary Louise. En el South Side no había conseguido nada. Ninguno de los amigos o compañeros de trabajo de Isaiah Sommers podía pensar en nadie que tuviera nada contra él como para denunciarlo a la policía.
Su mujer tiene mal carácter pero, en el fondo, está de su lado. No creo que fuese ella quien dio el soplo. Terry Finchley me ha dicho que, de momento, la policía tiene dos teorías encontradas:
1. Que lo hiciera Connie Ingram porque Fepple intentó propasarse. Esa teoría no les gusta porque creen que dice la verdad cuando mantiene que nunca fue a la oficina y sí les gusta porque la única coartada que tiene es su madre, que se pasa la mayor parte de las noches frente a la tele. Y no pueden pasar por alto el hecho, corroborado por el equipo de investigación forense, de que Fepple (o bien otra persona) escribiera esa cita erótica en el ordenador el jueves, cuando todo el mundo está de acuerdo en que aún estaba vivo.
2. Que lo hiciera Isaiah Sommers porque pensaba que había estafado a su familia diez mil dólares, que les eran muy necesarios. Esta les gusta más, porque pueden situar a Sommers en la escena del crimen. Pero no pueden probar que tenga o haya tenido una SIG del calibre 22, y tampoco pueden encontrar el arma. Terry dice que, si pudieran descartar totalmente a Connie como sospechosa, se arriesgarían a llevarlo ante los tribunales y también dice que, sabiendo que Freeman Cárter y tú estáis trabajando para Sommers, tienen que tener unas pruebas irrefutables. Saben que el señor Cárter los destrozaría ante el tribunal, ya que la SIG pudo estar tanto en las manos de Sommers como en las de cualquier otro.
Lo único raro que he encontrado es Colby, el primo de Sommers, hijo de su otro tío, quien, para empezar, dijo que tú podrías haber robado el dinero del seguro. Es del sector extremista de los OJO de Durham y últimamente se le ha visto manejando dinero a espuertas, lo cual ha sorprendido a todo el mundo, porque nunca tuvo un centavo.
«No puede tratarse del primer dinero del seguro de vida -garabateé en la hoja- porque se cobró hace casi diez años. No sé si tendrá importancia o no, pero métele el diente al asunto mañana por la mañana y mira a ver si encuentras a alguien que sepa de dónde lo puede haber sacado».
Cuando estaba dejando de nuevo el informe en la mesa de Mary Louise, Amy Blount tocó a la puerta. Se había puesto el atuendo de ir al trabajo, el traje de chaqueta de tweed con una blusa azul muy formal y llevaba los tirabuzones rastas retirados de la cara y recogidos atrás. Con aquel atuendo sus modales se habían vuelto más cautelosos, pero sujetó los dos libros de contabilidad de Ulrich y los estuvo mirando cuidadosamente, comparándolos con el trozo que yo había encontrado en la oficina de Fepple.
Levantó la mirada con una sonrisa compungida que le daba un aire más asequible.
– Tenía la esperanza de dar con la solución como por arte de magia y dejarla muda de la impresión, pero no puedo. Si no me hubiese dicho que lo había encontrado en la casa de un alemán, yo habría supuesto que se trataba de algo relacionado con una organización judía. Todos los nombres parecen judíos, por lo menos los del documento que encontró en la Agencia de Seguros Midway. Alguien estaba controlando a esa gente, haciendo una marca cuando morían; solamente Th. Sommers sigue vivo.
– ¿Cree usted que Sommers es un apellido judío? -me había dejado perpleja, porque yo sólo había asociado ese apellido con mi cliente.
– En este contexto, sí. Después de todo, está junto al de Brodsky y al de Herstein.
Volví a mirar el documento. ¿Podría ser un Aaron Sommers totalmente diferente? ¿Sería ésa la razón por la que la póliza se había pagado ya, porque el padre de Fepple o el otro agente habían confundido al tío de mi cliente con otra persona que tenía el mismo nombre? Pero, si se trataba de una simple confusión, ¿por qué se había tomado alguien las molestias de robar todos los papeles relacionados con la familia Sommers?
– Perdone -le dije al darme cuenta de que, sumida en mis pensamientos, no había oído lo que estaba diciendo-. ¿Me decía algo de las fechas?
– Sí. ¿Qué serán? ¿Registros de asistencia?, ¿registros de pago? Desde luego no hay que ser Sherlock Holmes para ver que los ha escrito una persona europea. Y usted sabe que ese hombre era alemán. Más allá de eso yo no puedo ayudarla. No he encontrado nada similar en los archivos que he estado estudiando pero, claro, Ajax tiene archivos de la compañía y no fichas de clientes.
Como no parecía tener prisa por marcharse, le pregunté si había vuelto a oír si Bertrand Rossy había denunciado que alguien estuviese pasando información de Ajax al concejal Durham. Se puso a juguetear con un anillo con una gran turquesa que llevaba en el dedo anular, girándolo y mirándolo bajo la luz.
– Fue algo muy raro -me dijo-. Supongo que, en realidad, ésa es la causa por la que quise venir por aquí, para preguntarle su opinión o para intercambiar opiniones profesionales. Esperaba poder decirle algo concreto sobre el documento, de modo que usted pudiera luego darme su opinión sobre cierta conversación.
– Usted lo ha intentado. Yo lo intentaré también -le contesté, intrigada.
– No me resulta fácil contárselo y necesito que me prometa que lo mantendrá como un asunto confidencial, quiero decir que no actuará en consecuencia.
Fruncí el ceño.
– Sin saber de qué se trata… No puedo prometérselo, si me hace cómplice de un crimen o si es una información que podría ayudar a librar a mi cliente de una potencial acusación de asesinato.
– Ah, ya, a su señor Sommers, o sea, al señor Sommers que no es judío. No. No es ese tipo de información. Es… Es un asunto político. Podría ser políticamente perjudicial y muy embarazoso para mí que se supiera que he sido yo quien ha filtrado esa información.
– Si se trata de eso, puedo prometerle sin reservas que mantendré en secreto su confidencia -le aseguré con seriedad.
– Está relacionado con el señor Durham -me dijo, con la vista fija en el anillo-. Lo cierto es que sí me pidió que le facilitara documentos de los archivos de Ajax. Él sabía que yo estaba trabajando en la historia de la compañía, bueno, lo sabía todo el mundo. El señor Janoff, ya sabe, el presidente de Ajax, tuvo la gentileza de presentarme a mucha gente el día que se celebró la fiesta de su ciento cincuenta aniversario, aunque me trató con esa condescendencia…, bueno, ya sabe cómo son, «aquí tenemos a la jovencita que ha escrito nuestra historia». Si yo fuese blanca o si fuese un hombre, ¿me habría presentado como «la jovencita»? Pero, en cualquier caso, conocí al alcalde, e incluso al gobernador y a algunos de los concejales y, entre ellos, al señor Durham. Al día siguiente a la fiesta él, o sea el señor Durham, me llamó. Quería que le facilitara todo lo que hubiera encontrado en los archivos que sirviera para apoyar su reivindicación. Yo le dije que no era competencia mía facilitárselo y que, aunque lo hubiera sido, no era partidaria de seguir una política de victimización -levantó la mirada fugazmente-. No se lo tomó a mal, sino que…, bueno, no sé si usted lo ha conocido en persona, pero puede ser encantador y conmigo lo fue. Me sentí… aliviada de que no empezara a soltarme el sermón de que era una traidora a mi raza o algo de ese tipo, porque hay veces en que la gente se comporta así cuando no vas con ellos hombro con hombro. Él me dijo que dejaría la puerta abierta para que lo discutiéramos más adelante.
– ¿Y?, ¿qué? -le pregunté para pincharla cuando se calló.
– Pues que me ha llamado esta mañana y me ha dicho que consideraría un gran favor que yo olvidara que me había pedido ese material. Me dijo que aquélla no solía ser su línea de comportamiento y que se sentía avergonzado de que yo pudiera pensar que era un hombre sin sentido de la ética.
Volvió la cara para el otro lado.
– Ahora que estoy aquí, me parece… Bueno, usted ya sabe que alguien ha robado todas las notas de mis investigaciones.
– Y a usted le preocupa que él pueda haber tramado ese robo y que ahora la llame para pedirle que se olvide del asunto porque ya tiene lo que quería.
Asintió abatida e incapaz de mirarme.
– Cuando me llamó esta mañana, me dio rabia y pensé: «Te crees que soy una ingenua», aunque, claro, no se lo dije.
– ¿Quiere mi opinión profesional? Sólo con esa pequeña información, yo estaría de acuerdo con usted. Ve un cuenco de leche vacío y a un gato relamiéndose los bigotes. No hay que ser Marie Curie para saber que dos y dos son cuatro. Pero aquí hay algo más.
Me puse a contarle que Rossy y Durham habían estado charlando durante la manifestación del martes por la tarde y que Durham había ido a casa de Rossy una hora después.
– Pensé que Ajax podía estar intentando sobornar a Durham, pero ahora, con lo que me ha dicho, me pregunto si no sería Durham el que estaba intentando chantajear a Rossy. ¿Había algo en los datos que usted manejó por lo que Edelweiss pudiera tener que ceder al chantaje y pagar para que eso no se revelara?
– Yo no vi nada que pareciese ser secreto. Ninguna ficha sobre el Holocausto, por ejemplo, ni siquiera algo que les implícase seríamente con la esclavitud. Pero había cientos de páginas de archivos, que fotocopié pensando que podrían servirme para otro proyecto futuro, por ejemplo. Tendría que poder verlos de nuevo. Y, por supuesto, no puedo -giró la cabeza para que no viera que se le saltaban las lágrimas por la frustración.
Durham y Rossy. ¿Qué les habría hecho reunirse? Posner había dicho que Durham no había empezado su campaña hasta después de que ellos empezasen a manifestarse ante Ajax… pero eso no demostraba nada más que el afán de Durham por estar en las candilejas.
Me incliné hacia delante.
– Usted está acostumbrada a analizar las cosas. Ayer ya la puse al tanto de lo que está ocurriendo. Ahora Durham ha suspendido totalmente sus manifestaciones. La semana pasada y hasta el martes por la tarde, cuando Rossy habló con él, su presencia fue muy notoria frente al edificio de Ajax. He llamado a su despacho y dicen que están contentos de que Ajax lograse bloquear la Ley sobre la Recuperación de los Bienes de las Víctimas del Holocausto porque no incluía ninguna referencia a las compensaciones para los descendientes de los esclavos africanos. Así que suspendían las manifestaciones de momento.
Levantó las manos.
– Igual es así de sencillo. A lo mejor no tiene nada que ver con mis papeles. Estoy de acuerdo en que no es tan fácil. Lamento tener que decirle que tengo otra cita (doy un seminario a las siete en la Biblioteca Newberry) pero, si puede darme una de esas fotocopias, la estudiaré más tarde. Y, si se me ocurre algo, la llamaré.
Salí con ella y cerré todo con sumo cuidado. Me llevé las fotocopias junto con los dos libros de contabilidad. Quería que Max viese aquello para ver si podía entender el alemán. El original podría resultar más fácil de desentrañar que una fotocopia.
Pasé por casa para recoger a Ninshubur, que estaba en la secadora. El perrito estaba todavía un poco húmedo y su color azul se había vuelto algo más pálido, pero las manchas que tenía alrededor de la cabeza y en el lado izquierdo prácticamente habían desaparecido: después de una semana de andar arrastrado por una niña ya tendría el pelo lo suficientemente sucio como para que un ligero cerco de sangre pasara desapercibido. Antes de marcharme, intenté de nuevo comunicarme con Rhonda Fepple, pero aún no había vuelto o no contestaba al teléfono. Por si acaso, volví a dejar mi nombre y mi número de móvil.
Ya estaba subiéndome al coche cuando decidí volver a casa y sacar la Smith and Wesson de la caja fuerte. Alguien estaba pegando tiros muy cerca de mí. Y, si se le ocurría disparar contra mí, quería estar en condiciones de devolverle los disparos.