Llegué a la casa de campo un día que hacía tanto calor que ni las abejas podían soportarlo. Un hombre que había hecho conmigo el viaje en autobús desde Seaton Junction me llevó la maleta hasta el camino. Cuando se fue, después de preguntarme ocho o diez veces si estaba segura de que me las iba a poder arreglar sola, me senté agotada en el escalón de piedra que había ante la puerta, sintiendo el calor del sol a través de la tela de mi vestido suelto. Lo había remendado tantas veces que, para aquel entonces, era más un puro zurcido que únatela de algodón.
En Londres también había hecho mucho calor, pero era ese horrible calor de ciudad, con esos cielos amarillentos que te agobian hasta que parece que te va a estallar la cabeza y sientes como si la tuvieras llena de bolas de algodón. Por la noche sudaba tanto que, cuando me levantaba por la mañana, tenía el camisón y las sábanas húmedos. Sabía que debía comer pero, entre el calor y el letargo que me producía mi estado físico, me era difícil conseguir tragar la comida.
Tras examinarme, Claire me había advertido bruscamente que me iba a morir de inanición. «En tus condiciones cualquier infección que pesques en un pabellón del hospital puede acabar contigo en una semana Necesitas comer. Necesitas descansar.»
Comer y descansar… Por las noches, cuando me acostaba en la cama, me consumían unas pesadillas febriles. Seguía viendo a mi madre, demasiado débil por la falta de comida y el embarazo como para bajar las escaleras para decirnos adiós cuando Hugo y yo dejamos Viena. La niña que tuvo mamá murió de desnutrición a los dos meses. La llamaron Nadia, que significa esperanza. No habían perdido la esperanza. Supe que había muerto porque papá me escribió contándomelo en una carta, sólo con las veinticinco palabras autorizadas, que recibí a través de la Cruz Roja en marzo de 1940. Fue la última carta que recibí de mi padre.
Al principio del embarazo de mi madre yo odiaba a aquel bebé porque la apartaba de mí: ya no había más juegos ni más canciones, sólo sus ojos cada vez más grandes en su rostro consumido. Pero, luego, me perseguía la imagen de aquella pobre hermanita mía, a la que jamás llegué a ver, reprochándome los celos de mis nueve años. Por las noches, cuando no paraba de sudar en aquel ambiente sofocante de Londres, oía su débil llanto, que se iba haciendo imperceptible a causa de la falta de alimento.
O veía a mi Orna, con su abundante pelo rubio plateado del que estaba tan orgullosa que se negaba a cortárselo. Yo solía sentarme con ella por la noche, en su piso de la Renngasse, mientras la doncella se lo cepillaba. Lo tenía tan largo que podía sentarse sobre las puntas. Pero en aquellos momentos, en medio de mi desgracia, la veía con la cabeza afeitada, como la había llevado siempre mi abuela paterna bajo su peluca. ¿Qué imagen me atormentaba más? ¿La de mi Orna, con la cabeza afeitada y tan indefensa, o la de la madre de mi padre, mi Bobe, a la que me negué a dar un beso de despedida? Mientras iba adelgazando y debilitándome con el calor de Londres, aquella última mañana en Viena se iba adueñando de mi mente de tal forma que apenas me dejaba espacio para entender lo que pasaba a mi alrededor.
Las primas con las que yo compartía la cama y que no fueron a Inglaterra, que se quedaron en la cama y se negaron a ir andando hasta la estación con nosotros. Orna y Opa habían pagado los billetes de los hijos de su Lingerl, pero no los de las hijas de las hermanas de mi padre, aquellas niñas de piel oscura y rostros almendrados a las que yo me parecía tanto. Ah, el dinero… Opa ya no tenía dinero, salvo aquel puñado de monedas. Las monedas con las que pagué mis clases de medicina podrían haber salvado las vidas de mis primas. Mi Bobe alargando los brazos para abrazarme a mí, la niña de su adorado hijo Martin, y yo, bajo la celosa mirada de mi Oma, haciéndole una simple reverencia de cortesía como despedida. Me quedaba en la cama llorando y pidiéndole a mi abuela que me perdonara.
En aquellos días no me sentía capaz de hablar con Cari. De todos modos, él tampoco pasaba mucho tiempo en Londres como para que pudiésemos hablar. En primavera la orquesta se había ido a tocar a Holanda. Luego, se pasó la mayor parte de junio y julio en Bournemouth y Brighton, donde su recién formado grupo de cámara tenía un contrato para tocar una serie de conciertos. Las pocas noches que pasamos juntos aquel verano acababan con mi huida, con mi salida de su pequeño estudio para cruzar Londres a pie hacia mi habitación alquilada, huyendo de una energía y un optimismo que me resultaban incomprensibles.
Solamente en el hospital lograba que se desvanecieran aquellas imágenes. Sólo cuando cambiaba las vendas a algún anciano con una herida ulcerada, o cuando cortaba con esmero los periódicos con los que una madre de los suburbios del East End había envuelto a su bebé enfermo, podía mantener mi pensamiento en Londres, entre una gente cuyas necesidades podía resolver. Cuando aquel invierno cinco de mis compañeros de clase estuvieron de baja, intensifiqué mi ritmo de trabajo para cubrir su ausencia. Yo no les caía bien a los profesores: era demasiado formal, me tomaba todo demasiado en serio. Pero tuvieron que reconocer que tenía una habilidad especial con los pacientes ya desde el segundo curso.
Creo que fue por eso por lo que Claire fue a buscarme. Se había pasado por el Hospital de la Beneficencia para asistir a una conferencia sobre las nuevas medicinas que se empezaban a utilizar justamente para combatir la tuberculosis. Al acabar, con toda probabilidad algún profesor le sugirió que una palabra suya me haría efecto: «Haga que la señorita Herschel se relaje un poco, que participe en algún deporte o en las obras de teatro previstas para este curso. Eso haría de ella una mujer más equilibrada y, en último término, una mejor médico».
En la vida diaria nuestros caminos ya no se cruzaban. Claire seguía viviendo con su madre, pero desde que yo había dejado la casa de la prima Minna ya no coincidíamos. Ella estaba haciendo el último año como médico residente en el Hospital de Santa Ana, en Wembley, lo cual significaba que debía hacer largas jornadas cubriendo servicios de urgencia así como ocupándose de las salas de postoperatorios y de los pabellones de convalecientes. En aquella época, las mujeres, incluso las mujeres como Claire Tallmadge, sólo conseguían los peores trabajos durante su tiempo de residencia. Cuando levanté la mirada y la vi venir cruzando la sala, me desplomé.
Cari me había acusado muchas veces de estar enamorada de Claire. Y sí lo estaba, pero no del modo que él se imaginaba. No había en mí ningún erotismo sino esa especie de fascinación que siente un niño por un adulto idolatrado. Supongo que el halago de sentir que la imitaba hasta el punto de seguir sus pasos en el Hospital de la Beneficencia hacía que Claire continuase prestándome cierta atención. Por eso me resultó tan doloroso que, más adelante, cortara toda relación conmigo. Pero, en aquel momento, era más bien nuestra diferencia de horarios y el vivir en barrios alejados lo que hacía que no tuviéramos mucho contacto.
De todos modos, me sorprendió que me escribiera a la semana siguiente, la semana después de haberme desplomado delante de ella, para ofrecerme la casita de campo de Ted Marmaduke. Cuando crucé Londres en autobús para tomarnos un té, me contó que Ted y su hermano Wallace habían comprado aquella casita para usarla cuando salían a navegar. Después de la muerte de Wallace en El Alamein, Ted ya no salía mucho a navegar. A Vanessa le horrorizaban los barcos y el campo. El campo de verdad la aburría, pero Ted no quería vender la casa e incluso pagaba a una pareja de granjeros del pueblo para que se ocupasen de mantener el jardín y la casa más o menos en orden. Claire también me dijo que Ted pensaba que volverían a usarla cuando Vanessa y él tuvieran hijos; que él ya se imaginaba con cinco o seis niños que compartirían con él su amor por los deportes. Como entonces ya llevaban diez años casados y ni siquiera tenían un solo niño rubio y robusto, a mí me daba la impresión de que, en aquella cuestión, Vanessa se saldría con la suya, como en tantas otras cosas. Pero eso no era asunto mío. Las vidas de Ted y Vanessa no me importaban mucho.
A Ted nunca le he caído bien le dije a Claire cuando me explicó que su cuñado me ofrecía la casita para que pudiera tomar aire puro y alimentarme adecuadamente-. ¿Por qué me va a dejar su casa? ¿No será ése el típico abuso por mi parte contra el que siempre te ha prevenido?
Yo había oído a Ted criticar a Claire por su relación conmigo. Parapetada tras el muro del jardín, había oído cómo le decía que debía tener cuidado, que la gente como yo sólo iba a sacar provecho, y luego a Claire respondiéndole que yo era un macaco gracioso que no tenía madre y que de qué me iba a aprovechar. También había oído a Wallace, el hermano de Ted, otro hombre rubio y alto, con una risa campechana, añadir que podía llevarse una sorpresa, que la gente como yo siempre acababa abusando. «Eres joven, Claire, y crees que sabes más que nosotros. Pero te aseguro que, cuando conozcas un poco el mundo, pensarás de manera diferente.»
¿Debería avergonzarme de lo mucho que me dediqué a escuchar desde el otro lado del muro del jardín? Supongo… Supongo que era mi adoración por Claire lo que hacía que me acercara a hurtadillas hasta allí cuando los veía a todos juntos en el jardín los domingos por la tarde.
Entonces Claire enrojeció ligeramente.
– La guerra y la pérdida de Wallace han hecho madurar a Ted… Tú no lo has visto desde que volvió, ¿verdad? Espero que un día de éstos se convierta en un pez gordo de las finanzas, pero en casa es mucho más amable de lo que solía ser. Bueno, es igual. Cuando Vanessa y él vinieron a cenar el domingo y les conté lo enferma que estás y lo mucho que necesitas descansar y respirar aire puro, ambos pensaron de inmediato en Axmouth.
«Probablemente, un granjero que se llama Jessup te venderá alimentos a buen precio. En Axmouth hay un médico aceptable y creo que lograrás arreglártelas tú sola. Yo iré en diciembre, cuando acabe mi periodo de residente en Santa Ana, pero si te entra la desesperación puedes enviarme un telegrama. Probablemente podré tomarme un día libre en caso de emergencia.
Del mismo modo que había conseguido que yo fuera al colegio y que obtuviera la beca que necesitaba, en aquel momento estaba organizandome todos los detalles de mi vida. Incluso suscribió mi solicitud de baja médica a causa de la tuberculosis y convenció a la jefa de admisiones de que me recobraría con mayor rapidez en el campo, con alimentos frescos, que en un sanatorio. Me sentí incapaz de oponerme, incapaz de decirle que prefería arriesgarme a seguir en Londres.
Cuando llegó el momento de abandonar la ciudad, no supe qué decirle a Cari. Él había regresado a Londres desde Brighton una semana antes, tras un éxito tremendo, y tenía una energía tan arrolladora que yo casi no podía soportar su cercanía. Diez días después se iba, con los demás miembros del grupo Celliní, al segundo festival de arte de Edimburgo. Sus éxitos, sus planes, su visión de la música de cámara… Todo aquello le tenía tan embebido que ni siquiera se dio cuenta de lo enferma que yo estaba. Así que, al final, acabé escribiéndole una carta absolutamente ridícula.
Querido Cari: Voy a dejar el Hospital de la Beneficencia por baja médica. Te deseo mucho éxito en Edimburgo.
Intenté pensar en una despedida más dulce, en algo que hiciera referencia a las noches encaramados en el paraíso del Teatro de la Ópera, a los largos paseos por la orilla del Támesis, al placer de compartir la estrecha cama que tenía en el albergue antes de que empezara a ganar el suficiente dinero como para permitirse tener un piso. Pero todo aquello me parecía entonces algo tan lejano como mi Orna y mi Bobe. Así que sólo añadí mi nombre y eché la carta en el buzón de correos que hay en el exterior de la estación de Waterloo antes de tomar el tren para Axmouth.