En la rampa de salida
Mientras pasábamos junto a los especialistas en liposucciones rumbo a los ascensores, Don se felicitaba por lo bien que habían salido las cosas.
– Estoy seguro de que va a ser un gran proyecto. Los ojos que tiene esa mujer podrían convencerme de cualquier cosa.
– Eso parece -contesté con tono seco-. Me habría gustado que no hubieses mencionado el nombre de Max.
– Por Dios bendito, Vic. Fue pura casualidad que adivinase que se trataba de Max Loewenthal -las puertas del ascensor se abrieron y Don se apartó para dejar bajar a una pareja de ancianos-. Éste va a ser el libro que va a salvar mi carrera. Apuesto a que puedo convencer a mi agente para que me consiga un contrato de seis cifras y eso sin mencionar los derechos para una película. ¿Te imaginas a Dustin Hoffman haciendo el papel de un malogrado Radbuka que recuerda su pasado?
Me vino a la cabeza con toda su contundencia el amargo comentario de Lotty sobre los morbosos que intentan sacar provecho de los despojos de los cadáveres.
– Dijiste que querías demostrarle a Lotty Herschel que no eres uno de esos periodistas sensacionalistas. Pero ella no va a quedar muy convencida si te ve regodeándote con las posibilidades de convertir las miserias de sus amigos en una película comercial.
– Venga, Vic, cálmate ya -dijo Don-. ¿Es que no me puedes dejar disfrutar de mi minuto de gloria? Por supuesto que no voy a violar unos sentimientos que son sagrados para la doctora Herschel. Al principio no estaba muy convencido con Rhea, pero al cabo de una hora me tenía totalmente de su lado. Lo siento mucho si el entusiasmo se me ha subido a la cabeza.
– Pues a mí no me ha caído bien del todo -dije.
– Eso es porque no te ha dado el teléfono de su paciente. Cosa que no debe hacer nunca. Y tú lo sabes.
– Sí, lo sé -tuve que admitir-. Pero supongo que lo que me saca de quicio es que quiera dominar la situación: primero quiere conocer a Max, a Lotty y a Cari, luego decidirá si le son de utilidad, pero se opone a que yo conozca a su paciente. ¿No te parece raro que Radbuka haya dado como dirección la consulta de Rhea, como si su identidad se hallara arropada dentro de la de ella?
– Estás sacando las cosas de quicio, Vic, porque te gusta ser tú la que controla todo. Has leído los artículos que me imprimiste sobre los ataques a los que ha sido sometida por parte de Memoria Inducida, ¿no es así? Es lógico que tome precauciones.
Hizo una pausa cuando el ascensor se detuvo y salimos abriéndonos paso entre el grupo que quería subir. Los miré a todos rápidamente con la esperanza de detectar a Paul Radbuka mientras me preguntaba adonde se dirigirían aquellas personas. ¿Irían a que les succionaran la grasa? ¿Tendrían piorrea? ¿Cuál de ellos sería el próximo paciente de Rhea Wiell?
Don continuó con la idea que más le preocupaba.
– ¿Quién crees que pueda ser el pariente de Radbuka, Lotty, Max o Cari? Parecen bastante quisquillosos para ser gente que sólo se preocupa por los intereses de sus amigos.
Me detuve detrás del quiosco de revistas y me quedé mirándole.
– No creo que ninguno de ellos sea pariente de Radbuka. Por eso me molesta tanto que la señorita Wiell tenga ahora el nombre de Max. Ya sé, ya sé, -añadí al ver que iba a interrumpirme-, que tú no se lo diste. Pero ella está tan obsesionada con el bienestar de su caballo ganador que no puede pensar en las necesidades de nadie más.
– ¿Y por qué habría de hacerlo? -me preguntó Don-. Es decir, comprendo que quieras que ella sienta tanta empatía por Max o por la doctora Herschel como la que siente por Paul Radbuka, pero ¿cómo va a sentir la misma preocupación por un grupo de extraños? Además, ella está tan entusiasmada con todo lo que está pasando, gracias a su labor con ese tipo, que la verdad es que no me sorprende. Pero ¿por qué están tus amigos tan a la defensiva si no se trata de alguien de su propia familia?
– Por favor, Don, tienes tanta experiencia como Morrell en escribir sobre refugiados desplazados por la guerra. Estoy segura de que puedes imaginarte cómo debe de haberse sentido alguien que estuvo en Londres formando parte de un grupo de niños con los que compartió los mismos traumas: primero tener que abandonar a sus familias para ir a un país extraño, con un idioma extraño, y después el trauma aún mayor de la horrible muerte de sus familias. Supongo que debe desarrollarse entre ellos una relación que va más allá de la amistad. Que deben sentir las experiencias de los demás como si fuesen propias.
– Supongo que tienes razón. Claro que la tienes. Pero lo único que yo quiero es poder continuar con Rhea y con la que será la historia de esta década -volvió a sonreír de oreja o oreja y me desarmó. Volvió a sacar el cigarrillo a medio fumar-. Mientras me decido a que Rhea me cure, necesito meterme un poco de esto en el cuerpo. ¿Tienes tiempo para acompañarme al Ritz y bebemos una copa de champán? ¿Puedo disfrutar de mi euforia por el proyecto, aunque sólo sea durante un minuto?
Todavía no me sentía con ganas de celebrarlo.
– Déjame que compruebe primero los mensajes que tengo en mi contestador mientras tú vas yendo al hotel. Supongo que, después, nos podemos tomar una copa rápida.
Volví a la esquina donde estaban los teléfonos públicos, ya que mi móvil se había quedado sin batería. ¿Por qué no podía dejar que Don disfrutase de su minuto de gloria, como él había dicho? ¿Tendría razón al decir que estaba resentida porque Rhea Wiell no me daba el teléfono de Radbuka? Pero es que aquella sensación, como de estar en éxtasis, que transmitía cuando hablaba de su éxito con Paul Radbuka me había hecho sentirme incómoda. Sin embargo, su éxtasis era el de un devoto y no el gesto triunfal de un charlatán, así que ¿por qué me sentía tan indignada?
Metí unas monedas en el teléfono y marqué el número de mi servicio de contestador.
– ¡Vic! ¿Dónde te habías metido? -la voz de Christie Weddington, una operadora diurna que llevaba mucho más que yo trabajando en aquel servicio, me devolvió a la realidad.
– ¿Qué sucede?
– Beth Blacksin ha llamado tres veces, quería comentarte algo; Murray Ryerson ha llamado dos veces y además tienes mensajes de un montón de periodistas -me leyó una lista de nombres y de números-. Mary Louise llamó y dijo que conectaría la línea de la oficina directamente con nosotros porque estaba agobiada con tantas llamadas.
– Pero ¿qué sucede?
– No lo sé, Vic, yo sólo recibo los mensajes. Pero Murray dijo algo sobre el concejal Durham, y es lo siguiente -leyó el mensaje con un tono impersonal e inexpresivo-: «Llámame y dime qué está pasando con Bull Durham. ¿Desde cuándo te dedicas a robarle el óbolo a una viuda y a un huérfano?».
Me quedé absolutamente perpleja.
– Supongo que lo mejor será que me envíes todas esas cosas al ordenador de mi oficina. ¿Hay algún mensaje de trabajo? ¿Algo que no proceda de un periodista?
Oí cómo tecleaba en su pantalla.
– Creo que no… Ah, sí, aquí hay algo de un tal señor Devereux, de Ajax -me leyó el número de Ralph.
Primero llamé a Murray. Es un periodista de investigación que trabaja con el Herald Star y que, de vez en cuando, hace reportajes especiales para el Canal 13. Era la primera vez que me llamaba en varios meses. Habíamos tenido una bronca importante debido a un caso en el que estaban implicados los propietarios del Star. Al final firmamos una paz precaria e intentamos no implicarnos el uno en los casos del otro.
– Warshawski, ¿qué diablos has hecho para despertar tanta ira en Bull Durham?
– Hola, Murray. Sí, estoy un poco deprimida por la derrota de los Cubs y preocupada porque Morrell se va a Kabul dentro de unos días. Pero aparte de eso, las cosas siguen igual que siempre. ¿Y qué tal tú?
Hizo una pausa muy breve y después me espetó que no me pasara de lista.
– ¿Por qué no empiezas por el principio? -le sugerí-. He estado toda la mañana reunida y no tengo ni idea de lo que han estado haciendo o diciendo las criaturitas de nuestro concejal.
– Bull Durham está encabezando un grupo de manifestantes frente a las oficinas centrales de Ajax.
– Ah, ¿por el tema de la compensación a los descendientes de los esclavos?
– Exacto. Ajax es su principal objetivo. Están repartiendo unos panfletos en los que aparece tu nombre como agente de la compañía implicada en la reiterada ocultación de las pólizas de los asegurados de raza negra para negarles las compensaciones que les corresponden.
– Ya veo -nos interrumpió un aviso grabado para decirme que tenía que depositar veinticinco centavos si quería continuar hablando.
– Tengo que cortar, Murray, me he quedado sin monedas.
Colgué mientras él gruñía diciéndome que aquello no era una respuesta, que ¿qué era lo que había hecho? Ésa debía de ser la razón por la que me estaba llamando Ralph Devereux. Para averiguar qué había hecho yo para provocar una escalada de manifestaciones. Vaya lío. Cuando mi cliente, ex cliente, me dijo que iba a tomar medidas, debía de estar refiriéndose a aquello. Apreté los dientes e introduje otros treinta y cinco centavos en el teléfono.
Me atendió la secretaria de Ralph pero, para cuando me pasó con él, ya había estado esperando tanto rato que casi no me quedaban monedas.
– Ralph, estoy en un teléfono público y ya no tengo monedas, así que seré breve: acabo de enterarme de lo de Durham.
– ¿Has sido tú la que le ha pasado el expediente de los Sommers? -preguntó, con un tono cargado de desconfianza.
– ¿Para que pueda denunciarme diciendo que soy un títere de Ajax y me persigan y acosen todos los periodistas de la ciudad? No, gracias. La tía de mi cliente reaccionó indignada cuando le pregunté sobre el certificado de defunción y el cheque. Mi cliente me despidió y supongo que fue él quien acudió a Durham, pero no lo sé seguro. Cuando lo averigüe, te llamo. ¿Alguna otra cosa? ¿Rossy te ha dado la vara por esto?
– Toda la planta sesenta y tres. Aunque lo que Rossy dice es que esto demuestra que tenía razón al no confiar en ti.
– Sólo está furioso y busca a alguien a quien echarle la culpa. No es más que una tormenta de verano. A Ajax no le afectará, aunque a mí podría dejarme bastante maltrecha. Voy a ver a Sommers para averiguar qué es lo que le ha dicho a Durham. ¿Y qué me dices de tu historiadora, esa joven, Amy Blount, que escribió el libro sobre Ajax? Ayer Rossy decía que no se fiaba de que ella no fuese a pasarle datos de Ajax a Durham. ¿Se lo ha preguntado?
– Ella niega haberle enseñado nuestra documentación privada a nadie. Pero ¿de qué otra forma pudo haber averiguado Durham quiénes eran nuestros clientes en la década de 1850? Nosotros mencionamos a los Birnbaum en nuestra historia, alardeando de que llevan con la compañía desde 1852, pero nunca hemos hecho públicos los detalles que maneja Durham, que sabe que Ajax aseguraba los arados que Birnbaum enviaba a propietarios de esclavos. Y, ahora, los abogados de Birnbaum nos amenazan con denunciarnos por haber violado nuestra responsabilidad fiduciaria, aunque no sé si pueden exigirnos nada retrotrayéndose a una época tan lejana…
– ¿Tienes el teléfono de Amy Blount? Podría preguntárselo a ella.
La voz metálica me anunció que tenía que poner otros veinticinco centavos. Ralph me dijo rápidamente que Amy Blount se había doctorado en Historia Económica por la Universidad de Chicago el pasado mes de junio, que podía contactar con ella a través del Departamento.
– Llámame cuando… -había empezado a decir en el momento en que la compañía telefónica nos cortó la comunicación.
Crucé el pasillo corriendo hacia la parada de taxis pero, al ver a un par de fumadores recostados contra la pared, me acordé de Don y de que me estaría esperando en el bar del Ritz. Dudé un momento, pero recordé que el cargador de mi móvil seguía en el coche de Morrell, así que no podría llamar a Don desde la calle para explicarle por qué le había dado plantón.
Lo encontré sentado bajo un helecho en la zona de fumadores del bar, con dos copas de champán delante de él. Cuando me vio, apagó el cigarrillo. Me incliné para darle un beso en la mejilla.
– Don, te deseo todo el éxito del mundo. Con este libro y con tu carrera -levanté una copa en señal de brindis-. Pero no puedo quedarme a beber el champán contigo. Se ha desatado una crisis en la que están implicados todos los personajes a los que habías venido a entrevistar en un principio.
Cuando le conté que los piquetes de Durham estaban ante las puertas de Ajax y que quería ir hasta allí a ver qué es lo que pasaba, Don volvió a encender su cigarrillo.
– ¿Nadie te ha dicho nunca que tienes demasiada energía, Vic? Vas a hacer que Morrell envejezca antes de tiempo intentando seguir tu ritmo. Yo me voy a quedar aquí sentado con mi champán y mantendré una animada conversación sobre el libro de Rhea Wiell con mi agente literario. Después me beberé también tu copa. Si te enteras de algo mientras vas dando botes por todo Chicago como si fueses la bolita de una máquina de pinball en manos de un genio demente, escucharé ansioso cada una de las palabras que me digas.
– Por lo que te cobraré cien dólares la hora -di un gran sorbo a mi champán y después le entregué la copa a Don. Tuve que contenerme para no atravesar corriendo el vestíbulo rumbo a los ascensores. Me daba vergüenza imaginarme como una bolita de pinball, yendo a toda velocidad de un lado al otro de la ciudad, aunque esa imagen no dejó de darme vueltas en la cabeza durante toda la tarde.