Capítulo 50

Saltar de alegría

Antes de marcharme del despacho de Ralph le dejé otra tarjeta mía a Denise.

– Él va a querer ponerse en contacto conmigo -le dije aparentando más confianza de la que sentía-. Dígale que puede localizarme en el móvil a cualquier hora durante el fin de semana.

Casi no podía soportar no ver por mí misma el archivador de mesa de Connie Ingram, pero Karen Bigelow bajó conmigo hasta la planta treinta y nueve y me dijo que llamaría a la seguridad del edificio si la seguía hasta la mesa de Connie.

Cuando salí del edificio me zambullí en un torbellino de actividad inútil. Don Strzepek había decidido no seguir mi consejo de abandonar la ciudad. Conseguí que convenciera a Rhea para me dejase ir a visitarla a su casa de Clarendon, con la esperanza de que, si ella misma me describía a su atacante, aquello me ayudaría a dilucidar, de una forma u otra, si había sido alguno de los Rossy.

Ésa fue la primera hora que desperdicié. Don me abrió la puerta de la casa, pasamos junto a una cascada con flores de loto flotando y entramos en una terraza acristalada, donde Rhea estaba sentada en un gran sillón. Me clavó sus brillantes ojos desde el interior del capullo de chales en los que se encontraba envuelta. Mientras daba sorbitos a una infusión y Don la agarraba de la mano, me detalló los acontecimientos de la noche anterior. Cuando la atosigué un poquito para que me diera algún detalle -la altura, la complexión, el acento o la fuerza- de su atacante, se recostó en el respaldo del sillón y se llevó una mano a la frente.

– Vic, ya sé que lo haces por mi bien, pero ya he repasado esto una y otra vez, no sólo con Donald y con la policía, sino yo sola. Me induje un ligero estado de trance y grabé en una casete todo el incidente. Puedes escucharlo si quieres. Si hubiera algún detalle destacado, lo habría recordado en ese momento.

Escuché la cinta, pero Rhea se negó a volver a ponerse en trance para que yo pudiera interrogarla. Le sugerí que tal vez hubiese percibido cuál era el color de los ojos de aquel rostro cubierto por un pasamontañas, el color del pasamontañas o el de la voluminosa chaqueta del agresor. La relación que había hecho durante el trance no mencionaba nada de eso. Llegado ese punto se hartó y se puso agresiva: si hubiese pensado que esas preguntas podrían arrojar algún dato útil, ya se las habría formulado a sí misma.

– Don, acompaña a Vic hasta la puerta, por favor. Estoy agotada.

No me sobraba el tiempo como para perderlo en enfados o en discusiones. Me dirigí hacia la salida, pasando junto a los pétalos de loto, y sólo pude desahogarme lanzando un centavo contra el Buda que había en la parte superior de la cascada.

Después me fui en el coche hasta el South Side, a la casa de la madre de Colby Sommers, para ver si podía conseguir alguna información sobre lo que había hecho el primo de Isaiah durante su última noche en este mundo. Había varios parientes consolándola, entre ellos Gertrude Sommers, que estuvo hablando conmigo en voz baja en un rincón. Colby había sido un chico débil y también un hombre débil. Le hacía sentirse importante andar por ahí con gente peligrosa y, ahora, tristemente, había pagado por ello. Pero Isaiah… Isaiah era otra cosa, y ella quería estar segura de que me había quedado bien claro que tenía que hacer todo lo posible para que Isaiah no corriese la misma suerte de Colby.

Asentí tristemente y me dirigí hacia la madre de Colby. No había visto a su hijo durante las últimas dos semanas, no sabía en qué había estado metido. Pero me dio los nombres de algunos de sus amigos.

Cuando los localicé en una sala de billar de la zona, dejaron los tacos a un lado y me miraron con evidente hostilidad. Incluso después de que lograra traspasar la nube de canutos y resentimiento que los rodeaba, tampoco pudieron decirme mucho. Sí, Colby había estado con algunos hermanos que a veces hacían encargos para los OJO de Durham. Sí, había andado fardando con un fajo de billetes durante unos días, Colby era así. Cuando tenía pasta, la compartía con todo el mundo. Cuando estaba sin blanca, se suponía que todos tenían que mantenerlo. La noche anterior había dicho que iba a hacer algo con los hermanos del grupo OJO, pero ¿nombres? No sabían ningún nombre. No hubo soborno ni amenaza que les hiciera mella.

Me marché, frustrada. Terry no estaba dispuesto a sospechar del concejal Durham y los chicos del South Side le tenían demasiado miedo a los tipos de la OJO como para denunciarlos. Podía volver a ver a Durham, pero sería una pérdida de tiempo si no tenía nada seguro a lo que agarrarme. Y en aquel momento estaba tan preocupada por Lotty y por los cuadernos de Ulrich que era mucho más importante que intentara encontrar un modo de acorralar a los Rossy.

Estaba pensando si habría alguna forma de comprobar sus coartadas durante la noche anterior sin quedar demasiado en evidencia, cuando sonó mi teléfono móvil. Yo iba en dirección norte por la Ryan, justo a la altura del tramo donde dieciséis carriles se cruzan una y otra vez como las cintas durante la danza de la cucaña de mayo, así que no era el lugar más apropiado para distraerse. Me metí por la salida más cercana y atendí la llamada.

Esperaba que fuese Ralph, pero era mi servicio de contestador. La señora Coltrain me había llamado desde la clínica de Lotty. Era urgente, tenía que llamarla de inmediato.

¿Está en la clínica? Miré el reloj del salpicadero. Los sábados la clínica de Lotty estaba abierta por las mañanas de nueve y media a una. Y ya eran más de las dos.

No conozco a los que trabajan en el servicio de contestador los fines de semana. Aquel hombre me repitió el número que la señora Coltrain había dejado y colgó. Era el número de la clínica. Bueno, quizás se había quedado un poco más para terminar con algún papeleo.

La señora Coltrain suele ser una persona tranquila e incluso autoritaria. Durante todos los años que se ha ocupado de la recepción en la clínica de Lotty, sólo la he visto nerviosa una vez, y fue en una ocasión en que una muchedumbre furiosa invadió la clínica. Cuando la llamé su voz sonaba igual de nerviosa que en aquella ocasión, hacía ya seis años.

– Ah, señora Warshawski, gracias por llamar. Yo… Ha pasado algo muy raro… No sabía qué hacer… Espero que no esté… Sería bueno que usted… No quiero molestarla pero… ¿Está usted ocupada?

– ¿Qué sucede, señora Coltrain? ¿Ha entrado alguien a robar?

– Es… Es sobre la doctora Herschel. Me…, me…, eh…, ha mandado una casete con instrucciones.

– ¿Desde dónde? -le pregunté con tono imperioso.

– En el paquete no lo pone. Lo trajo un servicio de mensajería. He intentado… escucharlo. Ha pasado algo raro. Pero no quiero molestarla.

– Estaré ahí lo antes posible. En media hora como mucho.

Hice un giro de ciento ochenta grados en Pershing y aceleré para regresar a la Ryan, mientras calculaba por dónde ir y el tiempo que me llevaría. Estaba a quince kilómetros de la clínica, pero la autopista se desviaba bastante hacia el oeste antes de la salida de Irving Park Road. Era mejor salirse en Damen e ir hacia el norte en línea recta. Estaba a diez kilómetros de Damen, o sea, unos ocho minutos si el tráfico no se complicaba. Después tenía que hacer cinco kilómetros por el interior de la ciudad hasta Irving; otros quince minutos.

Estaba agarrando el volante con tal fuerza que tenía los nudillos blancos. ¿Qué habría pasado? ¿Qué diría aquella casete? ¿Lotty estaría muerta? ¿Habían secuestrado a Lotty y la señora Coltrain no se atrevía a decírmelo por teléfono?

La luz roja del semáforo de Damen no cambiaba nunca. Tranquilo, viejo cacharro, me reprendí a mí misma. No es necesario salir disparada y quemar los neumáticos para dejar clavados a los BMW que me rodeaban y demostrar que yo tenía la preferencia en el cruce. Cuando por fin llegué a la clínica, dejé el coche mal aparcado en una esquina y bajé corriendo.

El Eldorado plateado de la señora Coltrain era el único coche que estaba en el minúsculo aparcamiento que Lotty había construido en el lado norte de la clínica. Toda la calle tenía el aspecto somnoliento de una tarde de sábado. La única persona que vi fue una mujer con tres niños pequeños y un carrito con ropa para la lavandería.

Fui corriendo hacia la entrada principal y empujé la puerta, pero estaba cerrada con llave. Llamé al timbre de urgencias del portero automático. Después de un rato, contestó la señora Coltrain con una vocéenla temblorosa. Cuando le dije que era yo, pasó otro rato antes de que apretase el botón para dejarme entrar.

Las luces de la sala de espera estaban apagadas. Creí que sería para evitar que los posibles pacientes pensaran que había gente dentro. Por el pavés se filtraba una luz verdosa que me hacía sentir como si estuviese debajo del agua. La señora Coltrain no estaba en su mesa, detrás del mostrador de recepción. La clínica parecía desierta, lo cual era absurdo, ya que ella acababa de abrirme la puerta desde dentro.

Abrí la puerta que daba a las salas de exploraciones y la llamé:

– ¡Señora Coltrain!

– Estoy aquí al fondo, querida -su voz me llegó muy lejana, procedente del despacho de Lotty.

Nunca me había llamado «querida», a pesar de conocerme hacía quince años. Siempre me había dicho «señorita Warshawski». Saqué mi Smith & Wesson y corrí pasillo abajo. Estaba sentada a la mesa de Lotty, con las mejillas pálidas bajo su base de maquillaje y colorete. Al principio no me di cuenta de lo que pasaba, me llevó un segundo ver a Ralph. Estaba en el rincón más lejano, apretujado en una de las butacas que Lotty tiene para sus pacientes, con las manos atadas a los brazos de la butaca, un esparadrapo cubriéndole la boca y sus ojos grises, que parecían negros en aquel rostro tan blanco. Estaba intentando comprender qué estaba pasando allí cuando Ralph contrajo la cara e hizo un gesto con la cabeza en dirección a la puerta.

Me giré y levanté la pistola, pero Bertrand Rossy estaba justo detrás de mí. Agarró mi pistola y el tiro salió hacia un lado. Me estaba sujetando la muñeca derecha con las dos manos. Le di una patada bien fuerte en la espinilla. Aflojó la presión sobre mi muñeca. Volví a darle otra patada, más fuerte, y logré soltar la mano donde tenía la pistola.

– Contra la pared -dije, jadeando.

Arréstate -dijo de repente Fillida Rossy detrás de mí-. Deténgase o le disparo a esta mujer.

Había salido de algún sitio donde estaba escondida y se había colocado detrás de la silla de la señora Coltrain. Estaba apuntándola con una pistola en el cuello. Fillida tenía algo raro. Después de un momento me di cuenta de que llevaba una peluca morena sobre su pelo rubio.

La señora Coltrain temblaba y movía la boca sin emitir palabra. Apreté los labios con furia y dejé que Rossy me quitara la Smith & Wesson. Me ató los brazos a la espalda con esparadrapo.

– Habla en inglés, Fillida. Tus últimas víctimas no entienden italiano. Acaba de decir que me detenga o que si no le disparará a la señora Coltrain -dije mirando a Ralph-. Así que me he detenido. ¿Esa pistola es otra SIG, Fillida? ¿Tus amigos del consulado te las traen clandestinamente de Suiza? Porque la policía no ha podido dar con la que usaste para matar a Howard Fepple.

Rossy me golpeó en la boca. Su encanto y su sonrisa habían desaparecido.

– No tenemos nada que decirte, ni en un idioma ni en otro, pero tú sí que tienes mucho que decirnos. ¿Dónde están los cuadernos de Herr Hoffman?

– Pues yo creo que vosotros también tenéis mucho que decirme -respondí-. Por ejemplo, ¿por qué está aquí Ralph?

Rossy hizo un gesto de impaciencia.

– Era más fácil traerlo.

– Pero ¿por qué? Ay…, ay, Ralph, encontraste el archivo de Connie y se lo llevaste a Rossy. Mira que te rogué que no lo hicieses.

Ralph cerró los ojos con fuerza para no tener que mirarme, pero Rossy contestó, con impaciencia.

– Sí, me enseñó las notas de esa tonta. Esa tontita aplicada que conservaba todos los archivos en su mesa. Nunca se me había ocurrido y ella jamás me dijo ni una sola palabra.

– Claro que no -asentí-. Ella daba por sentado que debía seguir los procedimientos burocráticos habituales y tú no tienes ni idea de cómo se trabaja a ese nivel.

Aquellos dos habían matado a tanta gente que no se me ocurría nada para convencerlos de que no mataran a tres más. Entretenlos, entretenlos hasta que se te ocurra algo. Sobre todo, mantén un tono de voz calmado, coloquial. Que no se den cuenta de que estás aterrada.

– ¿Así que Fepple os amenazó con revelar que Edelweiss tenía un enorme riesgo derivado de las pólizas del Holocausto? Hasta Connie Ingram se dio cuenta de las implicaciones que conllevaba, ¿no?

– Claro que no -dijo Rossy con impaciencia-. Durante los años sesenta y setenta, Herr Hoffman empezó a presentar a Edelweiss certificados de defunción de sus clientes europeos, de aquellos a los que les había vendido seguros de vida en Viena antes de la guerra.

– ¡Es increíble! -Fillida estaba indignada con la desfachatez de Hoffman-. Se quedó el dinero de los seguros de vida de muchos judíos de Viena. No sabía siquiera si estaban vivos o muertos, ¿para qué iba a seguir los procedimientos habituales?, él mismo extendía los certificados de defunción. Es un escándalo cómo nos ha robado el dinero a mí y a mi familia.

– Pero Aaron Sommers no era un judío vienes -objeté, desviando el asunto durante un momento hacia un problema menor.

Bertrand Rossy respondió, con tono impaciente:

– Ah, es que ese Hoffman se debió de volver loco. Perdió la cabeza o perdió la memoria. Resulta que había asegurado a un judío austríaco llamado Aaron Sommers en 1935 y a un negro estadounidense que se llamaba igual, en 1971. Así que mandó el certificado de defunción del negro en vez de mandar el del judío. Fue una estupidez, un disparate… y, sin embargo, para nosotros fue un golpe de suerte. Era el único agente que había vendido un gran número de pólizas a judíos antes de la guerra a quien no habíamos podido encontrar. Y resultó que al final estaba aquí, en Chicago. Aquel día en la oficina de Devereux, cuando me puse a hojear los papeles de Sommers y vi la firma de Ulrich Hoffman en el parte de trabajo de su agencia, no podía creer en mi suerte. El hombre que habíamos estado buscando durante cinco años estaba aquí, en Chicago. Todavía no salgo de mi asombro de que ni tú ni Devereux notaseis mi entusiasmo -hizo una pausa para regodearse de su buena actuación-. Pero Fepple era un imbécil total. Encontró una de las viejas listas de Hoffman en la carpeta de Sommers, junto con algunos certificados de defunción firmados en blanco. Pensó que podía chantajearnos con aquellos certificados de defunción falsos y ni siquiera se dio cuenta de que las demandas de indemnización derivadas de las pólizas del Holocausto eran más importantes. Mucho más importantes.

– Bertrand, ya basta de toda esa historia -dijo Filuda en italiano-. Que te diga dónde está la doctora.

– Fillida, tienes que hablar en inglés -le dije en inglés-. Ahora estás en Estados Unidos y estos dos pobres no pueden entenderte.

– A ver si tú entiendes esto -dijo Rossy-. Si no nos dices ahora mismo dónde están esos cuadernos, mataremos a tus amigos, pero no inmediatamente y de un balazo, sino despacio, para que sufran.

– Esa mujer, la psicóloga del hijo de Hoffman, dijo anoche que los tenía la doctora judía. Esos cuadernos son míos. Pertenecen a mi familia, a mi empresa. Tienes que devolvérmelos -dijo Fillida con un acento muy fuerte, en un inglés que no era tan fluido como el de su marido-. Esta recepcionista ha abierto la caja fuerte y no hay nada dentro. Todos saben que tú eres amiga de esa doctora judía, su mejor amiga. Así que dinos dónde está.

– Ha desaparecido -les dije-. Pensé que la teníais vosotros. Es un alivio saber que está a salvo.

– Por favor, no te equivoques. No somos estúpidos -dijo Rossy-. Esta recepcionista ya no nos sirve para nada después de habernos abierto la caja fuerte de la doctora.

– ¿Por eso habéis tenido que matar a la pobre Connie Ingram? -le pregunté-. ¿Porque no supo decirte dónde estaban los cuadernos de Ulrich Hoffman? ¿O porque iba a decirle a Ralph o a la policía lo de los certificados de defunción falsos de Hoffman y de Howard Fepple que tanto te obsesionaban?

– Era una empleada muy leal a la compañía. Siento mucho su muerte.

– La invitaste a una cena deliciosa, la trataste con el mismo encanto con el que conquistaste a la nietecita del abuelo Hirs, que acabó casándose contigo, y después la llevaste a la reserva forestal y la mataste. ¿Le hiciste creer que te sentías atraído por ella? ¿Te levanta el ánimo pensar que una jovencita ingenua se quede prendada de ti igual que la hija de un jefe millonario?

Fillida hizo un gesto de desdén.

Che maniere bórdese. ¿Por qué tenía que preocuparme que mi marido complaciese las fantasías de una pobre desgraciada?

– Se está quejando de mi educación burguesa -les expliqué a Ralph y a la señora Coltrain, que miraba fijamente hacia delante con los ojos vidriosos por el miedo-. En su mundo, el que tu marido se acueste con sus empleadas no es más que un comportamiento enraizado en unas costumbres medievales. La señora del castillo no tiene por qué preocuparse de una cosa así puesto que ella sigue siendo la señora. ¿Es eso, Fillida? Como tú eres la reina puedes ir disparándole a todo el que no se incline ante ti. Como eres la reina de Edelweiss, nadie puede quedarse con dinero de la compañía y si se atreve a presentar una demanda de pago, le dispararás. Necesitas controlar los asuntos de Edelweiss igual que controlas tu cubertería de plata y el pelo de tu hija, ¿verdad?

– Eres una ignorante. La compañía Edelweiss es de mi familia. La fundó el abuelo de mi madre, claro que entonces se llamaba Nesthorn. Los judíos nos obligaron a cambiarle de nombre después de la Segunda Guerra Mundial, pero no pueden obligarnos a cerrarla. Estoy protegiendo el futuro de mis hijos, de Paolo y de Marguerita, eso es todo -estaba furiosa, pero no dejaba de apuntarle a la señora Coltrain-. Ese…, ese cretino de Howard Fepple pensaba que podía sacarnos dinero, es increíble. Y los judíos, que no hacen más que amasar dinero todo el tiempo, que creen que pueden venir a exigirnos más dinero, eso es una afrenta, un escándalo. Dilo ya de una vez. Dime dónde están los cuadernos del Signor Hoffman.

Me sentía muy cansada y era plenamente consciente de lo poco que podía hacer y de la inutilidad de cualquier esfuerzo teniendo atados los brazos a la espalda.

– Ah, los judíos… Esos que le pagaban a Nesthorn un penique a la semana para que tú pudieras ir a esquiar al Mont Blanc y a comprar a Monte Napoleone. Y ahora los nietos de esos judíos, sus PaoIos y Margueritas, pretenden que la compañía les pague lo que les debe. Esa es una actitud muy burguesa. Pero ¿es que no entienden el enfoque aristocrático? ¿Que tú puedes cobrar las primas pero no tienes por qué pagar jamás las indemnizaciones? Es una pena que la policía de Chicago tenga una visión tan limitada del mundo. Cuando hayan comparado las fibras de la ropa de Bertie con las halladas en el cuerpo de Connie Ingram, bueno…, eso causará un gran impacto ante un jurado burgués, puedes creerme.

– La policía tendría que tener algún motivo para sospechar de Bertrand -dijo Fillida encogiendo sus elegantes hombros-. No veo por qué habría de fijarse en nosotros.

– Paul Hoffman podría identificarte, Fillida. Ahí se te fue el dedo del gatillo, ¿no?

– ¡Ese loco! No podría identificarme ni en mil años. Cree que soy una guardiana del campo de concentración. ¿Quién se va a imaginar jamás que he estado en su casa?

– Max Loewenthal. El está al tanto de lo que está sucediendo. Cari Tisov. La propia doctora Herschel. Bertie y tú sois como una pareja de elefantes en celo, que se persiguen por la selva. No podéis ir matando a todo el mundo en Chicago sin delataros vosotros mismos en algún momento.

Rossy miró su reloj.

– Tenemos que irnos pronto. A ver si llega el concejal Durham de una vez. Fillida, ya sabes que dijo que nada de heridas de bala, así que pártele un brazo a la recepcionista. Demuéstrale a la detective que no estamos de broma.

Fillida le dio la vuelta a la pistola y le asestó un culatazo en el brazo a la señora Coltrain. El dolor la arrancó del estado de shock que la tenía petrificada y soltó un grito. El horrible ruido del hueso hizo que todos nos volviésemos hacia ella.

Aproveché ese instante de distracción y me abalancé sobre Rossy. Me di la vuelta con rapidez y le pegué una patada en el estómago con toda mi fuerza. Volví a girar cuando arremetió contra mí y le di en la rótula. Empezó a soltarme puñetazos, pero no tenía ni idea de cómo pelear con los puños. Yo sí. Me agaché para esquivar sus brazos que parecían aspas de molino y le embestí directamente en el plexo solar.

Por el rabillo del ojo vi a Fillida apuntándome con el arma. Me tiré al suelo. Ya estaba por completo fuera de mí. Como no podía usar las manos, me quedé tumbada sobre la espalda lanzándole patadas a Rossy sin parar. Me puse a chillar de pura rabia e impotencia, cuando Fillida dio la vuelta al escritorio, colocándose delante para apuntarme con su pistola. No quería morir así, tirada en el suelo y sin poder hacer nada.

Por detrás de mí oí cómo Ralph soltaba un grito enfurecido. Se puso en pie, levantando consigo la pesada butaca a la que estaba atado y se lanzó contra Fillida, justo cuando estaba a punto de disparar. El impacto la hizo perder el equilibrio. Se le disparó la pistola y ambos cayeron al suelo. Fillida soltó un alarido cuando Ralph le cayó encima, con butaca y todo, aplastándole el abdomen.

La señora Coltrain estaba de pie detrás del escritorio.

– Acabo de llamar a la policía, señor Rossy, es ése su nombre, ¿verdad? Llegarán de un momento a otro.

La voz le temblaba un poco, pero volvía a tener las riendas de su clínica. Al oír aquel tono tan autoritario, el mismo que usaba para reprender a los niños pequeños que se ponían a pelearse en su sala de espera, me quedé tumbada en el suelo y me entró la risa.

Загрузка...