La historia de Lotty Herschel

Clases de inglés

Cuando Hugo y yo llegamos a Londres, aún quedaban tres semanas de colegio, pero Minna no consideró que mereciera la pena inscribirme, puesto que mi desconocimiento del inglés me impediría comprender las lecciones. Me puso a hacer las tareas de casa y, luego, los recados por el barrio. Me escribía una lista de lo que había que comprar con una caligrafía lenta, deletreando cada palabra entre dientes, en un inglés torpe, cosa que comprendí cuando logré aprender a leer y escribir en mi nuevo idioma. Me daba una libra y me mandaba a la tienda de la esquina a comprar una chuleta para cenar, unas cuantas patatas y una barra de pan. Y, cuando regresaba a casa del trabajo, repasaba las vueltas dos veces para estar segura de que no le había sisado nada. A pesar de ello, todas las semanas me daba una monedita de seis peniques para mí.

Hugo, al que veía los domingos, ya parloteaba en inglés. Me sentía humillada. Yo, la hermana mayor, incapaz de hablar porque Minna me mantenía tras la barricada del alemán. Día tras día, confiaba en poder enviarme de vuelta a Viena. «¿Para qué vas a perder el tiempo con el inglés si mañana puede que te marches?»

La primera vez que lo dijo mi corazón dio un salto: Mutti und Orna schríeben an Dich? ¿Le han escrito mamá y la abuela? ¿Puedo irme a casa?

– No he tenido noticias de Madame Butterfly -me soltó Minna-. Cuando tenga un rato, ya se acordará de ti.

Mutti se había olvidado de mí. Ese pensamiento golpeó mi corazón infantil como un puñetazo. Un año después, cuando ya era capaz de leer en inglés, odiaba los libros para niños que nos daban en el colegio, con aquellas madres y aquellos niños edulcorados. «Mi madre no se olvidará nunca de mí. Aunque esté muy lejos, mi madre me quiere, y yo rezo todas las noches para volver a verla y sé que ella estará rezando y velando por mí.» Eso es lo que le habrían dicho a la prima Minna las niñas de Las buenas esposas o Los huérfanos ingleses, desafiándola valientemente con sus vocecillas pueriles. Pero, aquellas niñas, no entendían nada de la vida.

Tu madre está en cama, tan extenuada como para no poder ponerse en pie para darte un beso de despedida cuando vas a subirte a un tren para dejar atrás tu ciudad, tu casa, a tu Mutti y a tu Orna. Hombres uniformados te detienen, hurgan en tu maleta, ponen sus horrendas manazas en tu ropa interior, en tu muñeca favorita, pueden quitarte todo si les da la gana y tu madre está en la cama sin poder hacer nada por evitarlo.

Por supuesto que sabía la verdad, sabía que sólo Hugo y yo podíamos conseguir visados para viajar, que a los adultos no les autorizaban a viajar a Inglaterra a menos que alguien les diera un trabajo allí. Sabía la verdad: que los nazis nos odiaban porque éramos judíos y por eso le habían quitado a Opa su piso con mi dormitorio; que una señora extraña estaba viviendo en él y que su niña rubia dormía en mi cama con dosel blanco. Un día había ido andando, por la mañana temprano, a mirar el edificio, con su cartelito de Juden verboten. Sabía todo eso, sabía que mamá tenía hambre como todos nosotros pero, para un niño, sus padres son unos seres tan poderosos que creía que los míos y mi Opa se rebelarían contra aquello y harían que todo volviera a ser como había sido antes.

Cuando Minna decía que mi madre se acordaría de mí cuando tuviera tiempo, sólo estaba expresando mi temor más profundo: que me habían enviado lejos porque Mutti no me quería. Hasta el mes de septiembre, en que empezó la guerra y ya nadie pudo salir de Austria, Minna repitió aquella frase a intervalos regulares.

Incluso hoy en día estoy segura de que lo hacía por el resentimiento que sentía contra mi madre, Lingerl, la mariposita de suaves rizos dorados, preciosa sonrisa y adorables modales. El único modo que tenía Minna de hacer daño a Lingerl era haciéndomelo a mí. Tal vez el hecho de que mi madre no se enterase hacía que Minna hurgara más en la herida. Estaría tan furiosa de no poder herir directamente a Lingerl que seguía hiriéndome a mí. Puede que fuera por eso por lo que le entró tal ataque de odio cuando recibimos noticias sobre la suerte que habían corrido.

Lo único que yo sabía con toda seguridad aquel primer verano que pasé en Londres, el verano del treinta y nueve, era lo que papá me había dicho: que vendría si le encontraba un trabajo. Pertrechada con un diccionario alemán-inglés que había encontrado en el salón, me pasé aquel verano yendo calle arriba y calle abajo por los alrededores de la casa de Minna en Kentish Town. Con las mejillas rojas de vergüenza, tocaba los timbres y luchaba por decir: «Mi padre, él necesita trabajo, él hace todo trabajo. Jardín, él hace jardín. Casa, él limpia. Carbón, él trae, él calienta casa».

Al final llegué a la casa que quedaba en la parte de atrás de la de Minna. La había estado mirando desde mi ventana, en el ático, porque era por completo diferente a la de ella. La de Minna era una casa de madera, estrecha y casi pegada a las de los vecinos por el este y el oeste. El jardín era un frío rectángulo, tan estrecho como la propia casa, que solamente albergaba unas cuantas matas canijas de frambuesas. Hasta el día de hoy sigo sin comer frambuesas…

De cualquier forma, la casa de atrás era de piedra, tenía un jardín grande, rosas, un manzano, un pequeño huerto y a Claire. Yo sabía su nombre porque su madre y su hermana mayor la llamaban así. Ella se sentaba en un balancín bajo la pérgola, con su preciosa melena rubia recogida por detrás de las orejas y cayéndole por la espalda mientras se enfrascaba en un libro.

– Claire -llamaba su madre-, es la hora del té, cariño. Te vas a destrozar los ojos de tanto leer al sol.

Por supuesto que, al principio, yo no entendía lo que le decía, aunque sí que comprendí que su nombre era Claire, pero aquellas palabras se repitieron tantos veranos que las mezclo en mi memoria. En mi recuerdo entiendo perfectamente desde el principio las palabras de la señora Tallmadge.

Claire siempre estaba estudiando porque al año siguiente tenía que hacer el examen de estado; quería estudiar medicina, cosa de la que me enteré más tarde. Vanessa, su hermana, era cinco años mayor que ella y tenía algún trabajo elegante que ahora no recuerdo. Aquel verano estaba a punto de casarse. Eso lo comprendí a la perfección. Todas las niñas comprenden lo que son las novias y las bodas de tanto curiosear por encima de las verjas. Yo veía cómo Vanessa salía al jardín: quería que Claire se probara un vestido o un sombrero o que mirara una muestra de tela y, cuando no conseguía que su hermana le prestara atención de otro modo, le cerraba el libro. Después se ponían a perseguirse por el jardín hasta acabar riéndose bajo la pérgola.

Yo quería formar parte de sus vidas tan desesperadamente que, por las noches, me quedaba tumbada en la cama inventándome historias. Claire corría algún peligro del que yo la salvaba. De algún modo Claire se enteraba de los detalles de cómo era mi vida junto a la prima Minna y se enfrentaba a ella con gran valentía, la acusaba de todos sus crímenes y me rescataba de sus garras. No sé por qué fue Claire, en vez de su madre o su hermana, la que se convirtió en mi heroína. Tal vez fuese porque era la más próxima a mí en edad y podía fantasear que yo era ella. Lo único que sé es que miraba a aquellas dos hermanas riéndose y rompía a llorar.

Dejé su casa para el final porque no quería que Claire me tuviera lástima. Me imaginaba a papá de criado en su casa. Así nunca podría sentarse conmigo para reírnos en el balancín. Pero aquel verano en las cartas que aún llegaban a Inglaterra desde Viena, papá no dejaba de decirme que necesitaba que le consiguiera un trabajo. Después de todos estos años aún sigo resentida porque Minna no le consiguiera uno en la fábrica de guantes. Es cierto que la fábrica no era suya, pero ella era la contable y podría haber hablado con Herr Schatz. Cada vez que yo sacaba el tema a colación, me gritaba que no iba a hacer algo por lo que la gente la señalaría con el dedo. Pero, durante la guerra, en la fábrica se hacían tres turnos para poder cubrir el suministro al ejército…

Por fin, una calurosa mañana de agosto, después de ver que Claire había salido al jardín con sus libros, toqué al timbre de su puerta. Pensaba que si era la señora Tallmadge la que abría, podría conseguir hacerme entender. Con Claire en el jardín, estaba a salvo de tener que ponerme frente a mi ídolo. Por supuesto que fue la criada quien acudió a abrir la puerta. Debería haberlo imaginado, porque todas las casas grandes del barrio tenían criada, e incluso las pequeñas y feas como la de Minna tenían, por lo menos, una asistenta para los trabajos más pesados.

La criada me dijo algo demasiado deprisa como para que pudiese entenderla. Sólo comprendí su tono de enfado. Cuando empezaba a cerrar la puerta ante mis narices, a toda prisa, en mi mal inglés, le dije que Claire me esperaba.

– Claire pidió. Dijo: Ven.

Y entonces cerró, pero no sin antes decirme que esperara, palabra que había aprendido durante aquellas semanas de ir tocando el timbre de todas las puertas. Al poco rato, volvió con Claire.

– Ah, Susan, es esa niña tan graciosa de la casa de atrás. Voy a hablar con ella, tú sigue con lo tuyo.

Cuando Susan desapareció refunfuñando, Claire se inclinó hacia mí y me dijo:

– Te he visto mirándome por encima del muro, macaco curioso. ¿Qué quieres?

Tartamudeando le conté que mi padre necesitaba trabajo, que podía hacer cualquier cosa.

– Pero mi madre cuida el jardín y Susan se ocupa de la casa.

– Toca violín. Para hermana -con mímica representé a Vanessa de novia, haciendo que a Claire le diera un ataque de risa. Padre toca. Muy bien. A hermana gustar.

De pronto, la señora Tallmadge apareció por detrás de su hija preguntando quién era yo y qué quería Comenzaron una conversación que duró un rato y de la que, por supuesto, no entendí nada salvo el nombre de Hitler y la palabra judíos. Me daba cuenta de que Claire trataba de convencer a su madre, pero ésta era irreductible: no había dinero. Cuando mi conversación en inglés se hizo más fluida, me enteré de que el señor Tallmadge había muerto dejando algún dinero, el suficiente como para mantener la casa y que la señora Tallmadge y sus hijas vivieran con un cierto confort, pero no tanto como para permitirse lujos. Emplear a mi padre habría sido un lujo.

En cierto momento Claire se volvió hacia mí y me preguntó por mi madre. Sí, le dije, vendrá, también. Pero lo que Claire quería saber es qué tipo de trabajo podía hacer mi madre. Me quedé estupefacta, incapaz de imaginarme semejante cosa. No sólo porque había estado enferma durante el embarazo sino porque nadie se había planteado nunca que mi madre trabajara. Todos querían tenerla cerca para hacerlos felices, porque bailaba y hablaba y cantaba de un modo más hermoso que nadie. Pero, aunque mi conocimiento del inglés me hubiera permitido expresarme, sabía que habría sido un error.

– Coser -recordé por fin-. Muy bien coser mi madre. Cose.

– ¿Tal vez Ted? -sugirió Claire.

– Prueba -dijo secamente su madre, volviendo a entrar en la casa.

Ted era Edward Marmaduke, el futuro marido de Vanessa. Yo le había visto en el jardín: un inglés pálido con un pelo muy rubio que, con el sol del verano, se le volvía de un rosa rojizo muy feo. Más adelante lucharía en África e Italia y volvería a casa ileso en 1945, aunque con el rostro de un color ladrillo tan curtido que nunca recuperaría su color natural.

Aquel verano del treinta y nueve Ted no quiso tener una pareja de inmigrantes pobres que anduviera por medio al iniciar su vida matrimonial con Vanessa: oí la discusión sobre el asunto agazapada tras el muro que separaba el jardín de la casa de Minna del de Claire. Sabía que hablaban de mí y de mi familia, pero sólo entendí su no rotundo y, por el tono de Vanessa, supuse que deseaba complacer tanto a Claire como a su prometido.

Claire me dijo que no perdiera la esperanza.

– Pero tienes que aprender inglés, macaco. Tienes que ir al colegio dentro de unas semanas.

– En Viena -le respondí-. Voy a casa. Allí voy al colegio.

Claire negó con la cabeza.

– Quizás estalle la guerra. Tal vez no puedas volver a casa durante una temporada. No, no, tenemos que hacer que aprendas inglés.

Así que, de un día para otro, mi vida cambió. Por supuesto, seguía viviendo con Minna, seguía haciendo los recados y aguantaba su amargura, pero mi heroína me llevaba con ella a su pérgola. Todas las tardes me hacía hablar en inglés con ella. Cuando comenzó el curso escolar, me llevó a un colegio de enseñanza secundaria, me presentó a la directora y, de vez en cuando, me ayudaba a aprenderme las lecciones,

Yo le correspondía con una adoración sin límites. Para miera la chica más guapa de Londres, el ejemplo a seguir de la buena educación inglesa: «Claire dice que eso no se hace», empecé a decirle fríamente a Minna; «Claire dice que esto hay que hacerlo siempre así». Imitaba su acento y su forma de hacer las cosas, desde cómo se columpiaba en el balancín hasta cómo se ponía el sombrero.

Cuando me enteré de que Claire iba a estudiar medicina si conseguía una plaza en el Real Hospital de la Beneficencia, decidí que aquello era también lo que yo ambicionaba.

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