Capítulo 29

Extraños compañeros de cama

Encontramos a la secretaria de Rossy en la sala de conferencias del presidente, viendo las noticias de la tarde en la televisión, junto con la secretaría de éste, el director del Departamento de Marketing -al que me habían presentado durante la celebración del ciento cincuenta aniversario de la empresa- y otras cinco personas que no me habían presentado.

– Pedimos que toda la comunidad judía de los Estados Unidos haga el boicot a la Compañía de Seguros Ajax -estaba diciendo Posner ante las cámaras-. Preston Janoff ha insultado a la comunidad judía y ha insultado también la sagrada memoria de los muertos con sus afirmaciones de hoy en Springfield.

El rostro de Beth Blacksin sustituyó en la pantalla al de Posner.

– Preston Janoff es el presidente del grupo asegurador Ajax y se ha manifestado hoy en contra de la aprobación de una ley que exigiría que las compañías de seguros de vida comprobaran sus libros para ver si tienen obligaciones pendientes con familiares de las víctimas del Holocausto.

En imagen apareció Janoff frente a la cámara legislativa de Springfield. Era un hombre alto, de cabellos plateados y aspecto sombrío, con un traje de color gris antracita con el que daba la impresión, aunque no ostensiblemente, de estar de luto.

– Comprendemos el dolor de aquellos que perdieron a sus seres queridos en el Holocausto, pero consideramos que sería un insulto para los afroamericanos, los indios y otras comunidades que han pasado grandes penalidades en este país, que se singularizase a las personas cuyos familiares fueron asesinados en Europa para que recibieran aquí un trato especial. Y, además, Ajax no contrató seguros de vida en Europa durante las décadas anteriores a la Segunda Guerra Mundial. Estimamos que hacer una revisión exhaustiva de nuestros archivos, por si aparecen una o dos de esas pólizas, conllevaría una extraordinaria carga económica para nuestros accionistas.

Un miembro de la Asamblea Legislativa se levantó para preguntarle si no era cierto que la compañía suiza Edelweiss Re era la actual propietaria de Ajax.

– Este comité desearía saber algo más sobre los seguros de vida de Edelweiss.

Janoff levantó la mano con un ejemplar de Ciento cincuenta años de vida y todavía en plena forma, la historia de la empresa que había escrito Amy Blount.

– Creo que este librito demostrará al comité que Edelweiss tan sólo era una pequeña compañía regional dentro del sector de los seguros de vida en Suiza durante la guerra. Hemos traído copias de él para todos los miembros de esta asamblea. Repito, por tanto, que su relación con clientes de Alemania o de otros países de Europa del Este sería mínima.

Surgió un pequeño alboroto cuando varios miembros de la cámara empezaron a hablar al mismo tiempo por sus micrófonos, pero entonces la conexión volvió a los estudios de Global, donde Murray Ryerson, que ocasionalmente se encargaba de los comentarios políticos, empezó a hablar.

– A última hora de la tarde el Comité de Seguros de la Asamblea Legislativa ha llevado a cabo la votación sobre la propuesta de proyecto de ley con la que, por once votos a favor y dos en contra, dicho proyecto ha sido desestimado. En represalia, Joseph Posner ha estado repartiendo panfletos, telefoneando y organizando manifestaciones en un intento de promover un boicot a nivel nacional de todos los servicios que ofrece la aseguradora Ajax. Es demasiado pronto para poder afirmar si su propuesta está teniendo éxito, pero nos han llegado ecos de que la familia Birnbaum continuará trabajando con Ajax para cubrir las indemnizaciones de sus trabajadores, cuyas primas para Ajax durante el presente año se calcula que ascienden a sesenta y tres millones de dólares. El concejal Louis Durham ha acogido el discurso de Janoff y la votación subsiguiente con criterio dispar.

Se nos ofreció un primer plano de Durham en el exterior del edificio de Ajax, enfundado en su chaqueta de excelente corte.

– Lo ideal sería que en este país hubiera compensaciones para los afroamericanos que han sido víctimas de la esclavitud. O, por lo menos, que las hubiera en este estado. Aunque apreciamos la sensibilidad mostrada por el señor Janoff en este tema al no permitir que los judíos monopolicen la discusión sobre las indemnizaciones en el estado de Illinois, ahora dirigiremos nuestra lucha hacia la consecución de indemnizaciones para las víctimas de la esclavitud directamente ante la Asamblea Legislativa y seguiremos luchando hasta alcanzar la victoria.

Cuando el presentador de las noticias, que estaba sentado junto a Murray en el estudio, apareció en pantalla diciendo «Y, pasando a otras noticias, los Cubs perdieron su decimotercer partido consecutivo hoy en Wringley», la secretaria de Janoff apagó el aparato.

– Son unas noticias estupendas. El señor Janoff estará encantado -dijo-. Cuando él y el señor Rossy salieron de Springfield todavía no se había llevado a cabo la votación. Chick, ¿puedes entrar en la Red y averiguar quiénes han votado a nuestro favor? Le llamaré al coche, porque se iba directamente desde Meigs a una cena.

Un hombre joven, de cara lozana, abandonó con gesto obediente la habitación.

– ¿Iba a cenar con el señor Rossy? -pregunté.

El resto de los presentes se volvieron y se quedaron mirándome como si viniera de Marte. La secretaria de Rossy, una mujer espectacular, con una melena oscura muy brillante y un traje azul marino hecho a medida, preguntó quién era yo y por qué quería saberlo. Me presenté y le dije que Rossy me había invitado a cenar a su casa aquella noche. Cuando me llevó hacia su mesa para mirar en la agenda, todos los presentes en la habitación comenzaron a cuchichear a nuestra espalda: si Rossy me había invitado a su casa, yo debía de ser alguien importante y necesitaban saber quién era.

La secretaria fue caminando muy rápidamente a lo largo del pasillo con sus zapatos de tacón altísimo. Ralph y yo seguimos su estela.

– Sí, señora Warshawski, recuerdo que el señor Rossy me pidió que averiguara su número de teléfono, pero no me dijo que la hubiera invitado a cenar. Bueno, no consta en mi agenda. ¿Quiere que hable con la señora Rossy? Ella es la que se ocupa de todo lo referente a su agenda personal.

Ya tenía la mano colocada sobre el aparato. Apretó una tecla de las que tienen los números grabados en la memoria, habló con brevedad con la señora Rossy y me dijo que, efectivamente, me esperaban a cenar.

– Suzanne -dijo Ralph cuando ella empezaba a recoger su mesa-, Bertrand se llevó la semana pasada un expediente para estudiarlo. Quisiéramos que nos lo devolviera. Hay una investigación en marcha sobre ese asunto.

Suzanne se fue taconeando al despacho de Rossy y volvió casi de inmediato con la carpeta de Sommers.

– Perdone, señor Devereux. Dejó un mensaje en la grabadora pidiéndome que se la devolviera pero, como decidió en el último minuto acompañar al señor Janoff a Springfield, con las prisas de arreglar su partida, se me había olvidado. También quería que le dijera a usted lo mucho que aprecia el trabajo que ha hecho Connie Ingram en este asunto.

Ralph soltó un gruñido carente de entusiasmo. No quería admitir que nadie dudara de las personas de su equipo, pero que yo hubiese encontrado el nombre de Connie en la agenda de Fepple, evidentemente, le tenía preocupado.

– Sé que Connie Ingram ha sido de inestimable ayuda para conseguir la copia de todos los documentos relacionados con este expediente -dije-. ¿Fue el señor Rossy quien le dijo que llamara a Fepple? Quiero decir al agente.

Suzanne levantó las cejas, perfectamente depiladas, como si se hubiera quedado estupefacta al oír que un simple peón intentaba sonsacarle los secretos de su jefe.

– Eso tendrá que preguntárselo al señor Rossy. Tal vez en la cena pueda hacerlo.

– Realmente, Vic… -dijo Ralph resoplando mientras íbamos de nuevo hacia su oficina-. ¿Qué estás tratando de sugerir? ¿Que Connie Ingram está involucrada en el asesinato del agente? ¿Que Rossy fue quien, de alguna manera, se lo ordenó? ¡Contrólate un poco!

Me puse a pensar en el rostro serio y redondo de Connie Ingram y tuve que admitir que no parecía ni una asesina ni la cómplice de un asesino.

– Quiero saber cómo llegó su nombre a la agenda de Fepple si no se citó con él ni fue ella misma a su oficina para introducir ese dato en el ordenador -dije manteniéndome en mis trece.

Ralph apretó los dientes y soltó un gruñido.

– No me extrañaría que lo consiguieras, si crees que eso te serviría para algo.

– Eso nos vuelve a situar en el punto de partida. ¿Por qué no dejas que hojee la carpeta de Sommers para que me pueda largar de aquí y dejarte en paz?

– Nunca me has dejado precisamente en paz, Vic.

Me pareció que ya tenía bastante de aquel tonito y su doble sentido, así que le quité la carpeta y empecé a hojear su contenido. Él se inclinó sobre mí mientras yo miraba con mucha atención cada uno de los papeles. No veía nada extraño en los informes de los pagos del tomador del seguro ni en el registro de reclamaciones. Aaron Sommers había comenzado a hacer pagos semanales el 13 de mayo de 1971 y había acabado de pagar íntegramente la póliza en 1986. Había una solicitud por defunción, firmada por su viuda y protocolarizada ante notario, fechada en septiembre de 1991 y pagada unos días más tarde. Había dos copias del cheque cobrado: la que Connie había impreso a partir de la microficha y la que Fepple le había pasado por fax. Parecían idénticas.

Adjunta a una carta dirigida a Ajax en la que se les comunicaba la formalización del seguro, figuraba una copia de la hoja de trabajo de Rick Hoffman en la que éste había anotado las cantidades de los pagos semanales. Yo había supuesto que la firma tendría una letra tan historiada como la de la hoja que había encontrado en el maletín de Fepple, pero se trataba de una caligrafía común y corriente.

Ralph miraba detalladamente cada una de las hojas, en cuanto yo acababa con ellas.

– Supongo que está todo en orden -dijo cuando acabamos de verlas todas.

– ¿Sólo supones? ¿Es que hay algo que no esté bien?

Negó haciendo un movimiento de cabeza, pero tenía aspecto de desconcierto.

– Está todo. Todo en orden. Todo como los diez mil expedientes que habré inspeccionado a lo largo de los últimos veinte años, pero no sé por qué hay algo que me resulta raro. Bueno, tú vete, que yo me voy a quedar con Denise mientras hace fotocopias de todos los documentos para que haya dos testigos del contenido del expediente.

Ya eran más de las seis. Por si acaso Posner continuaba estando ante las puertas, decidí bajar a ver si todavía podía seguirle el rastro a Radbuka. Ya casi estaba en el ascensor, cuando Ralph me alcanzó.

– Perdona, Vic. Antes me pasé un poco, pero es que la coincidencia de que tú estuvieras en la planta al tiempo que se había perdido una microficha, sabiendo que, a veces, utilizas métodos poco ortodoxos…

Torcí el gesto.

– Tienes razón, Ralph, pero te juro que no me acerqué a tu microficha. ¡Palabra de scout!

– Me gustaría saber qué demonios tenía de importante ese condenado seguro de vida -dijo, dando un golpe con la palma de la mano contra la pared del ascensor.

– El agente que vendió el seguro, Rick Hoffman, lleva muerto siete años. ¿Seguirá teniendo tu compañía un registro con su dirección o la de su familia o algo sobre él? Tenía un hijo que ahora, no sé, debe de andar por los sesenta años y quizás él tenga algunos papeles que arrojen un poco de luz sobre esta situación -era como buscar una aguja en un pajar, pero tampoco contábamos con ningún otro material consistente.

Ralph sacó una agendita del bolsillo de la camisa y garabateó una nota.

– He empezado la tarde acusándote de robo y la voy a acabar como si fuera tu chico de los recados. Veré qué puedo averiguar, aunque no me hace ninguna gracia que hayas llamado a la policía. Ahora querrán andar por aquí e interrogar a Connie y me niego a creer que matara a ese tipo. Podría haberle disparado si hubiera tenido una pistola y si hubiera quedado con él para ir a verlo y si él se hubiera pasado de la raya, pero ¿tú te la puedes imaginar planeando un asesinato e intentando que pareciese un suicidio?

– Siempre he sido demasiado impulsiva, Ralph, pero no puedes andar acusándome por ahí basándote simplemente en que mis métodos no son ortodoxos. Además, tienes que enfrentarte al hecho de que alguien estuvo revolviendo en ese archivo. La solución a la que habéis llegado la señorita Bigelow y tú no es más que poner un parche, tenéis que contarle a los policías que están investigando la muerte de Fepple que alguien ha robado esa microficha. Deberías hacer que vinieran por aquí, independientemente de cómo pueda afectar a la imagen de tu empresa. Y, en cuanto a Connie Ingram, debería contestar a sus preguntas, pero demuéstrale que eres un buen tipo poniéndola en contacto con los de vuestra asesoría jurídica. Asegúrate de que alguien de ese Departamento esté presente cuando la interroguen. Parece que confía en la señorita Bigelow, que ella también la acompañe durante el interrogatorio. Todo dependerá de cuándo se introdujo su nombre en el ordenador de Fepple y de si tiene alguna coartada para la noche del viernes.

Sonó la campanita de llegada del ascensor. Mientras entraba, Ralph me preguntó, como de pasada, que dónde había estado yo el viernes por la noche.

– Con unos amigos que responderán por mí.

– Estoy seguro de que tus amigos responderán por ti -dijo Ralph con tono agrio.

– ¡Levanta ese ánimo! -dije yo poniendo una mano para evitar que las puertas del ascensor se cerraran-. La madre de Connie hará lo mismo por ella. Y otra cosa, Ralph, en lo del expediente de Sommers, sigue tu instinto. Si tu sexto sentido te dice que hay algo que no está bien, intenta ver qué puede ser. ¿Lo harás?

Para cuando llegué al vestíbulo de entrada, la calle estaba tranquila. La mayor parte de los empleados ya se habían ido, con lo cual no tenía sentido que Posner y Durham siguieran haciendo desfilar a sus tropas. Todavía quedaban unos cuantos polis en la intersección, pero, salvo por los folletos tirados por las aceras, no había rastros de la multitud que estaba allí cuando llegué. Había perdido la oportunidad de seguir a Radbuka hasta su casa, al Radbuka cuyo apellido paterno no había sido Ulrich.

De camino al aparcamiento me paré en una entrada para llamar a Max, en parte para decirle que pensaba que Radbuka no iría por allí aquella noche y, en parte, para saber si estaba dispuesto a enseñarle a Don los papeles sobre su búsqueda de la familia Radbuka.

– Ese tal Streeter es estupendo con la pequeña -me dijo-. Está siendo de gran ayuda. Aunque pienses que ese hombre que se hace llamar Radbuka no va a venir por aquí, creo que le vamos a pedir que se quede esta noche.

– Sí, debes quedarte a Tim, sin duda. Yo no puedo garantizarte que Radbuka no vaya a molestarte, sino, solamente, que de momento anda pegado a Joseph Posner. Le he visto a su lado en la manifestación a las puertas del edificio Ajax hace una hora. Apuesto a que eso le hace sentirse lo suficientemente aceptado como para mantenerlo alejado de tu casa esta noche, pero ese tipo es como una bala perdida que puede salir rebotando por cualquier sitio.

También le conté la entrevista que había tenido con Rhea Wiell.

– Es la única persona que parece capaz de ejercer algún control sobre Radbuka pero, por alguna razón, no está dispuesta a hacerlo.

Si le dejas a Don ver las notas de ese penoso viaje que hiciste a Europa después de la guerra, tal vez él persuada a Rhea de que es cierto que tú no estás emparentado con Paul.

Después de que Max me dijera que estaba de acuerdo, dejé un mensaje en el buzón de voz del teléfono móvil de Don diciéndole que lo llamase. Eran las seis y media y no me quedaba tiempo suficiente para pasar por casa o por la oficina antes de ir a la cena. Después de todo, podía intentar pasarme por casa de Lotty antes de ir a la de los Rossy.

Las seis y media de la tarde en Chicago, la una y media de la mañana en Roma, donde Morrell estaría a punto de aterrizar. Pasaría el día siguiente allí con los del equipo de Médicos para la Humanidad, volaría a Islamabad el jueves y luego iría por tierra a Afganistán. Durante un momento me sentí vencida por la desolación: mi cansancio, las preocupaciones de Max, la agitación de Lotty… y todo aquello con Morrell casi al otro lado del mundo. Estaba demasiado sola en aquella gran ciudad.

Un pobre hombre que estaba vendiendo el Streetwiser, el periódico de los sin techo, vino danzando hacia mí voceando el nombre de la publicación. Cuando me vio el gesto, cambió de cantinela.

– Cariño, te pase lo que te pase no puede ser tan malo. Tienes un techo, ¿verdad? Y puedes comer tres veces al día, si tienes tiempo. Y, aunque tu mami haya muerto, sabes que te quería, así que ¡levanta ese ánimo!

– ¡Qué amabilidad la de los extraños! -le dije mientras pescaba un dólar del bolsillo de la chaqueta.

– Así es. Nada más amable que un extraño y nada más extraño que alguien amable. Ya lo sabes. Que tengas una buena tarde y que conserves esa bonita sonrisa.

No diré que me fuera de allí henchida de felicidad, pero sí que logré ponerme a silbar «Siempre que siento miedo» mientras bajaba los escalones hacia el aparcamiento.

Tomé por Lake Shore Drive hasta Belmont, donde giré y empecé a buscar un sitio para aparcar. Lotty vivía a ochocientos metros calle arriba, pero conseguir un sitio en esa zona es un bien tan escaso que me quedé en la primera plaza que encontré. Resultó ser una buena elección porque*sólo estaba a media manzana de la puerta de la casa de Rossy.

Había estado posponiendo la llamada a Lotty durante el trayecto: no quise hacerlo desde una calle del centro para evitar las interferencias del ruido de fondo, y tampoco quise hacerlo desde el coche porque es peligroso conducir y hablar por teléfono. Así que decidí hacerlo tan pronto hubiera estado cinco minutos con los ojos cerrados, dejando la mente en blanco y haciéndome la ilusión de haber descansado para encontrarme lo suficientemente fuerte como para encajar cualquier pelotazo emocional que me pudiera lanzar Lotty.

Tiré de la palanca para que el asiento quedase casi horizontal. Al ir a recostarme, vi que una limusina se detenía frente al edificio de los Rossy. Sin demasiado interés, miré para ver si era el presidente de Ajax, eufórico por la votación favorable de aquel día en Springfield, quien iba a dejar a Rossy en su casa. Janoff y Rossy podían haber vuelto en limusina desde Meigs Field, tomándose unas copas y bromeando en el asiento trasero. Pero como, tras unos minutos, no vi que bajase nadie, perdí el interés, pensando que sería un coche que estaba esperando a alguien que estuviera en el edificio.

Rossy estaría bastante satisfecho con la votación, ya que Edelweiss había adquirido Ajax para que le sirviera de cabeza de playa en su desembarco en los Estados Unidos. No les habría gustado en absoluto que el estado de Illinois hubiese votado a favor de una investigación en sus archivos, buscando pólizas contratadas por personas que habían sido asesinadas en Europa. Una búsqueda de ese tipo les habría costado un pastón. Claro que Ajax debía de haber soltado una buena suma de dinero a los legisladores para conseguir que los votos se inclinaran a su favor, pero supuse que considerarían que les resultaría más barato que verse obligados a mostrar en público los archivos de sus seguros de vida.

Por supuesto, era improbable que Ajax hubiese contratado muchas pólizas en Europa Central y Europa del Este durante la década de 1930, a menos que tuviesen una empresa subsidiaría que sí hubiera hecho mucho negocio en la zona. Pero no creía que fuese el caso. Los seguros, igual que la mayoría de los negocios antes de la Segunda Guerra Mundial, se movían en ámbitos regionales. De todas formas, era posible que Edelweiss pudiera haber estado relacionada de algún modo con víctimas del Holocausto. Pero, tal como había argüido Janoff ese mismo día, agitando en la mano el librito con la historia de la empresa escrita por Amy Blount, Edelweiss no era más que una modesta compañía de seguros regional antes de la guerra.

Me pregunté cómo habrían logrado convertirse en el gigante internacional que eran en el presente. Puede que, durante la guerra, se hubieran comportado como unos bandidos. No cabía la menor duda de que, entonces, se podía hacer un montón de dinero asegurando los productos químicos, ópticos y otras pequeñeces por el estilo que producían los suizos para la Alemania en guerra. No es que eso fuese relevante para el proyecto de ley que el estado de Illinois estaba discutiendo y que sólo se refería a los seguros de vida, pero la gente vota con el corazón y no con la cabeza. Si alguien demostraba que Edelweiss se había enriquecido gracias a la maquinaria bélica del Tercer Reich, la Asamblea Legislativa los castigaría obligándolos a hacer pública la lista de sus seguros de vida.

El conductor de la limusina abrió la puerta y salió. Parpadeé: era un agente de policía de Chicago. O sea que alguien del ayuntamiento estaba allí en visita oficial. Cuando la puerta del edificio se abrió, me incorporé para ver si era el propio alcalde el que salía. Pero al ver quién salió en realidad me quedé boquiabierta. Había visto aquella cabeza de toro y aquella chaqueta azul marino de corte impecable en el centro de la ciudad sólo dos horas antes. Era el concejal Louis Bull Durham. Aunque en aquel tramo de Lake Shore Drive vivía mucha gente importante, me apostaba lo que fuera a que era a Bertrand Rossy a quien había ido a visitar.

Mientras seguía con la vista fija en el edificio de los Rossy, preguntándome quién estaría untando a quién, sufrí otro sobresalto: alguien con un bombín y unas borlas visibles bajo su abrigo abierto

surgió como un muñeco con resorte de entre los arbustos y se dirigió a toda prisa Hacia el vestíbulo. Salí de mi coche y fui calle abajo para poder observar el interior del vestíbulo. Joseph Posner estaba gesticulando mientras hablaba con el portero. Pero ¿qué diablos estaba pasando?

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